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Revista Literaria AZUL@RTE

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Museo Thyssen-Bornemisza : SARGENT / SOROLLA

Museo Thyssen-Bornemisza : SARGENT / SOROLLA

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Naturalistas Impresionistas, jamás

Por Maite Armendáriz Azcárate 

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Más de un centenar de obras de estos maestros de la pintura se presentan en el Museo Thyssen-Bornemisza y en Fundación Caja Madrid hasta el 12 de febrero. La muestra viajará a Francia, donde podrá visitarse en el Petit Palais de París hasta el 13 de mayo de 2007.Presentadas como dos biografías en paralelo, la selección ilumina las coincidencias que existen en la creación de ambos artistas y de paso aclara una fase mal comprendida del desarrollo de la pintura moderna.  

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"Ambos amaron la pintura apasionadamente y sus gustos se inclinaban en buena medida por los mismos artistas del pasado. Aunque sus maneras de pintar eran diferentes, sus modos de concebir la pintura eran parecidas", asegura el comisario de esta muestra, TomÀs Llorens. Su objetivo al montarla es reivindicar, iluminar la obra del norteamericano John Singer Sargent (1856-1925) y del español Joaquín Sorolla (1863-1923; dos grandes de la pintura mundial que si bien gozaron de éxito y vivieron cómodamente del fruto de su trabajo fueron luego injustamente catalogados. Porque "tras el cataclismo de las dos guerras mundiales, la cultura del siglo XX había evolucionado destruyendo la historia cultural de su pasado próximo", asegura Llorens: "El relato se escribió desde la tesis del triunfo de las vanguardias marginales de comienzos de siglo". Explica que los artistas no vanguardistas, como Sorolla y Sargent, fueron interpretados por medio de descriptores imprecisos, como el de "luminismo", etiquetas acuñadas bajo la influencia del modelo histórico dominante.

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Robert Rosenblum, catedrático de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York, concuerda que ha llegado el momento de Sorolla y Sargent, en su opinión los resultados de esta exposición exigirán revisar una parte importante de la historia del arte.

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Contemporáneos en su producción artística aunque muy diferentes por su nacimiento, educación y personalidad les une el conocimiento mutuo de su obra, por la que ambos manifestaron su reconocimiento y admiración. Sin ir más lejos uno de los pequeños bocetos al óleo de la serie "Triste herencia", marina en la que la luz tornasolada se refleja en el mar, el cielo y las carnes, lleva la siguiente inscripción: "Al pintor Sargent/ J. Sorolla y Bastida 1903".
 

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Maestros de luz y color

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Tal vez porque a ambos les une el interés por los efectos de la luz y del color han sido calificados como impresionistas y aunque fueron sutiles conocedores de la poética y hallazgos de este movimiento, su formación se mantuvo al margen de éste. En ellos no hay propiamente un deseo revisionista. Aspiraron a hacer algo duradero a consolidar la permanencia de lo fugaz. Más que impresionistas siguieron la gran tradición e ideales de la pintura europea de los siglos XVII y XVIII.

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La asociación entre sensibilidad, franqueza y libertad había sido fomentada por los impresionistas, explica el experto español Carlos Reyero, pero formaba parte de una tradición europea que siempre se había fascinado por la soltura en el trazo, "
una tradición que recorre el arte desde Van Dyck a Gainsborough, pasando por Velázquez, en cuyos ideales se habían formado tanto Sargent como Sorolla".

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Las 113 obras reunidas en esta exposición proceden de más de 50 prestadores diferentes, tanto museos como colecciones particulares de todo el mundo. Entre las que prestaron más cuadros se encuentra el Museo Sorolla de Madrid, el Museum of Fine Arts de Boston y la Hispanic Society de Nueva York, así como el Metropolitan de Nueva York, la Tate, el Victoria & Albert Museum y la National Gallery Portrait de Londres, también llegaron desde los museos D'Orsay y Petit Palais de París.

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Incomprendidos

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Sargent, hijo de norteamericano pero nacido en Florencia, como el valenciano Sorolla se proponen hacer una pintura moderna, pero personal. Se inclinaron por tres tipos de temas: la pintura de género, el retrato y los encargos decorativos, sabían que estos estilos tradicionales ya no eran tan bien vistos por algunos de sus pares pero era tal su virtuosismo que trabajaron con entusiasmo en este campo en los que por lo demás cosecharon un seguro pasar.

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Si el retrato fue la tónica más lograda en el caso de Sargent, la pintura de género, es el tópico favorito de Sorolla. Jugaba con él, imbuyéndole unas veces de un riguroso realismo y otras de un lirismo que alcanza la inmediatez de un diario pintado.

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La exposición se encarga de demostrar que, como ocurrió con Monet, en el caso de Sargent y de Sorolla fue durante los últimos doce o quince años de sus vidas cuando su obra alcanza la culminación de pasión y excelencia pictóricas por la que debería ser finalmente recordada.
 

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Biografías pintadas

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Los diferentes tópicos que unen las dos biografías quedan claro a lo largo del recorrido por las diversas salas del imponente Museo Thyssen-Bornemisza, ubicado en Paseo del Prado, en el corazón de Madrid. Las primeras salas muestran por separado los comienzos de ambos artistas. De Sargent se selecciona un conjunto de lienzos de pequeño formato y carácter íntimo. Aquí se ven retratos de Madame Gautreau brindando (1882-83) o Robert Louis Stevenson y su mujer (1885). En cambio las de Sorolla son obras de gran formato, dirigidas a los Salones españoles, dentro del movimiento de denuncia social que atraviesa la pintura de ese país hacia finales del siglo XIX. De este primer lote destaca las escenas costumbristas marineras como "La vuelta de la pesca" (1894) ó "¡Aun dicen que el pescado es caro!" (1894), en las que su valorado tratamiento de las luces del ocaso y tintas oscuras dramatizan la composición.

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En las salas siguientes las obras de uno y otro, como los retratos de grupo y la pintura de figuras de sus últimos años, van jugando con las miradas del visitante.

Están las que pintó Sargent en España tal como "Patio de los Leones de La Alhambra" (1879) o "El baile español" (1879-80). Y también sus venecianas tempranas donde se centra en la representación de la luz, de los espacios interiores y de la vida íntima de la ciudad del agua.

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Infaltables son a esta altura las escenas playeras de Sorolla. Como se sabe, el valenciano desde que nace juega en las orillas del Mediterráneo y su pincel evoca las escenas familiares salpicadas de mar.

Los retratos de Sargent ponen de manifiesto su facilidad de situarse entre lo antiguo y lo moderno. En poco tiempo este artista se convierte en el retratista más mimado de la alta sociedad británica y norteamericana: magnates como Rockefeller o Vanderbilt, presidentes como Theodore Roosevelt, intelectuales como Robert Louis Stevenson o Henry James son fielemente captados por su paleta. En tanto, los retratos individuales de Sorolla penetran en lo psicológico, recogiendo tal vez lo más expresivo y lo más sincero del modelo.

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La exposición continúa en las salas de la Fundación Caja Madrid. En ese edificio de la Plaza de San Martín la visita se inicia por los retratos de grupo y de aparato donde queda de manifiesto la admiración que Sargent y Sorolla prestaban a las obras de Rubens, Van Dyck y sobre todo a Velázquez. Su asombro común por Las Meninas es el vínculo más claro entre ambos artistas en este tipo de obra.

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Enseguida se revisan los proyectos para grandes instituciones que ambos maestros dejaron para la historia. Sin duda la tarea más ambiciosa en este ámbito de Sargent son los murales que pintó para la Biblioteca de Boston. En tanto ocho años de intenso trabajo le significó a Sorolla emprender los Proyectos para la Hispanic Society (.1911-1918), encargados por el mecenas estadounidense Archer Milton Huntington.

En las últimas salas sobresale la armonía entre figura y paisaje como lo grafica las "muchachas vestidas de blanco" de Sargent y la "La Siesta" de Sorolla. Entre los apuntes de viaje se descubren las acuarelas que el norteamericano pinta a partir de 1903. El recorrido se extiende entre las ciudades del Mediterráneo u Oriente Próximo, Corfú, Constantinopla, Jerusalén ó Líbano.

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Pero si de jardines se trata, Sorolla es el que mejor los recrea. Como en toda su creación parece que el tiempo se hubiera detenido, sobre todo en los jardines hispano-arábes de Andalucía.

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A consultar : 

http://www.museothyssen.org/thyssen_ing/home.html

http://en.wikipedia.org/wiki/John_Singer_Sargent 

http://jssgallery.org/

http://es.wikipedia.org/wiki/Joaqu%C3%ADn_Sorolla

http://www.epdlp.com/pintor.php?id=376

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Honoré de BALZAC

Honoré de BALZAC

  

Retrato de BALZAC  

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Pocas veces el destino permite que un gran escritor sea retratado por un gran poeta. Sin embargo, la amistad que unió a Honoré de Balzac (1799-1850) y Théophile Gautier (1811-1872) permitió la creación de uno de los perfiles más portentosos del autor de La comedia humana. Ofrecemos a los lectores este ejercicio que excede los límites de la simple biografía, como adelanto de un libro, Retrato de Balzac, inédito hasta ahora en lengua española, que la editorial Sexto Piso se prepara a poner en circulación.

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Por Théophile Gautier

Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos, en el callejón del Doyenné, poco más o menos en el sitio que hoy ocupa el pabellón Molién. Aunque situado en el centro de París, frente a las Tullerías, a dos pasos del Louvre, el lugar era desierto y salvaje, necesitándose en verdad tener sumo empeño en ello para descubrir mi residencia. Sin embargo, una mañana vi traspasar mis umbrales, dando excusas por presentarse a sí mismo, a un joven de maneras distinguidas, de franco e inteligente aspecto. Era Jules Sandeau; venía en mi busca de parte de Balzac para invitarme a colaborar en La crónica de París, periódico semanal que acaso no haya sido olvidado, pero que no tuvo el éxito pecuniario del que era digno. Me dijo Sandeau que Balzac había leído La señorita de Maupin, la cual a la sazón acababa de aparecer, y había admirado mucho su estilo; que por ese motivo deseaba contar con mi colaboración en el semanario por él patrocinado y dirigido. Se concertó una entrevista para ponernos en relaciones, y desde ese día data entre nosotros una amistad que sólo la muerte pudo romper.



Si he relatado esta anécdota no es por lo que tiene de lisonjera para mí, sino porque honra a Balzac, quien, siendo ya ilustre, hacía llamar a un joven escritor oscuro y principiante de la víspera, para asociarle a sus trabajos bajo el pie de un compañerismo y una igualdad perfectos. Verdad es que por aquel entonces Balzac aún no era el autor de La comedia humana, pero aparte de varios cuentos, había escrito la Fisiología del matrimonio, La piel de zapa, Louis Lambert, Séraphita, Eugénie Grandet, Historia de los trece, El médico de aldea, Papá Goriot, es decir, tenía con qué fundar en tiempos ordinarios cinco o seis reputaciones. Su naciente gloria, reforzada cada mes con nuevos rayos, brillaba con todos los esplendores de la aurora. Y en verdad que se necesita un fulgor intenso para lucir en un cielo donde brillaban a la vez Lamartine, Víctor Hugo, de Vigny, de Musset, Sainte-Beuve, Alexandre Dumas, Merimée, Georg Sand y tantos otros más. Pero en ninguna época de su vida pretendió aparentar Balzac el papel de gran Lama literario, y siempre fue buen compañero; tenía orgullo, pero estaba enteramente desprovisto de vanidad.

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Por aquel tiempo vivía él al extremo del Luxemburgo, cerca del Observatorio, en una calleja no concurrida, y bautizada con el nombre de Cassini, sin duda a causa de la vecindad astronómica. En las paredes del jardín que ocupaba casi todo un lado de la callejuela, y al fin del cual estaba el pabellón habitado por Balzac, se leía: Lo Absoluto, vendedor de ladrillos. Este rótulo extraño, que aún subsiste, si no me engaño, me chocó mucho. Quizá no tuviese otro punto de partida La investigación de lo absoluto. Probablemente, este nombre fatídico sugirió al autor la idea de Balthasar Claës en persecución de su ensueño imposible.
Cuando vi por primera vez a Balzac, tenía éste un año más que el siglo, o sea treinta y seis años, y su fisonomía era de las que no se olvidan nunca. En presencia suya venía a mi memoria la frase de Shakespeare acerca de César:
“Ante él podía levantarse con atrevimiento la naturaleza y decir al universo: ¡Este es un hombre!”.
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Me palpitaba el corazón, pues nunca me he acercado sin temblar a un maestro en el pensar, y todos los discursos que había preparado en el camino se me quedaron en la garganta, para no dejar paso más que a una estúpida frase, equivalente a ésta:
“¡Qué buena temperatura la de hoy!”. Balzac, que vio mis apuros, me sacó bien pronto del atolladero, y durante el almuerzo recuperé la suficiente sangre fría para examinarle en detalle.

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A guisa de bata gastaba ya entonces ese capillo frailesco de cachemira o de franela blanca, sujeto a la cintura por un cordón, vestimenta con la cual se hizo retratar algún tiempo después por el pintor Louis Boulanger. ¿Qué capricho le había inducido a elegir ese indumento con preferencia a otro cualquiera?; es cosa que ignoramos. ¿Simbolizaba, quizá a sus ojos, la vida claustral a que su labor le condenaba, y siendo el benedictino de la novela, había tomado el hábito de esa orden? Lo cierto y seguro es que el tal capillo le sentaba a las mil maravillas. Al mostrarnos sus mangas intactas, se vanagloriaba de no haber alterado nunca su pureza con la menor mancha de tinta,
“porque —decía— el verdadero literato debe ser pulcro en su trabajo”.

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El capillo echado atrás le dejaba al descubierto su cuello de atleta o de toro, redondo como un fuste de columna, sin músculos aparentes y de una blancura satinada, que contrastaba con el colorido más intenso del rostro. Por aquella época, Balzac, en toda la fuerza de la edad, presentaba los signos de una exuberante salud, poco en armonía con las palideces y los tonos verdosos románticos puestos de moda. Su pura sangre turense encendía sus mejillas con un púrpura intenso, y coloreaba con calor sus bondadosos labios gruesos y sinuosos, fáciles para la risa; ligeros bigotes y mosca acentuaban sus contornos sin ocultarlos; la nariz, cuadrada por la punta, partida en dos lóbulos, abierta por unas ventanillas anchas, tenía un carácter enteramente original y particular; por esto, al servir de modelo a David d’Angers para que le hiciese el busto, le recomendó:
“Fíjese usted en mi nariz; ¡mi nariz es un mundo!”. La frente era hermosa, ancha, noble, sensiblemente más blanca que la cara, sin más repliegue que un surco vertical en el arranque de la nariz; las protuberancias de la memoria de lugares formaban un relieve muy pronunciado por encima de los arcos superciliares; los cabellos, abundantes, largos, fuertes y negros, se dirigían hacia atrás como las melenas de un león. En cuanto a los ojos, nunca han existido otros semejantes. Tenían una vida, una luz y un magnetismo inconcebibles. A pesar de las vigilias de todas las noches, su esclerótica era pura, límpida, azulada como la de un niño o de una virgen, y recuadraban dos diamantes negros que, a veces, fulguraban con espléndidos reflejos de oro: eran unos ojos capaces de hacer bajar la vista a las águilas, de leer a través de las paredes y de los pechos, de derribar a una fiera furiosa, ojos de soberano, de vidente, de domador.

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La señora de Émil de Girardin, en su novela rotulada El bastón del Sr. de Balzac, habla de esos ojos fulgurantes:
“Tancredo observó entonces en el puño de aquella especie de maza, turquesas, oro y maravillosas cinceladuras, y detrás de todo esto dos ojazos negros, más brillantes que la pedrería”.
En cuanto se había tropezado con la mirada de esos ojazos extraordinarios, era ya imposible fijarse en lo que pudieran tener de trivial o de irregular las otras facciones.
La expresión habitual del rostro era una especie de hilaridad poderosa, de alegría rabelaisiana y monacal —sin duda, el capillo contribuía a producir esa idea— que hacían pensar en fray Jean de Entommeures, pero engrandecido y magnificado por un ingenio de primer orden.

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Según costumbre, Balzac se había levantado a medianoche y había estado trabajando hasta que llegamos nosotros. Sin embargo, sus facciones no revelaban ninguna fatiga, aparte de unas leves ojeras, y durante todo el almuerzo estuvo loco de alegría. Poco a poco se dirigió la conversación al campo de la literatura, y se quejó de las enormes dificultades de la lengua francesa. El estilo le preocupaba mucho, y creía sinceramente no tenerlo. Verdad es que por entonces era general negarle esta cualidad. La escuela de Hugo, enamorada de la decimosexta centuria y de la Edad Media, sabia en giros, ritmos, estructuras y periodos, rica en vocablos, formada para la prosa con la gimnástica del verso, y operando además bajo la dirección de un maestro con procedimientos seguros, sólo hacía caso de lo que estaba bien escrito, es decir, trabajado, y desmedidamente subido de tono, a la vez que encontraba inútil, plebeya y falta de lirismo la representación de las costumbres modernas. Así pues, a pesar de la boga que comenzaba a tener entre el público, Balzac no era admitido entre los dioses del romanticismo, y él lo sabía. Aun devorando sus libros, no se paraban en su lado serio, y hasta para sus admiradores permaneció siendo “el más fecundo de nuestros novelistas”, y nada más; sorpréndenos hoy esto, pero puedo responder de la verdad de mi aserto. Por eso se tomaba un trabajo horrible a fin de conseguir tener estilo; y, en su afán de corrección, consultaba a personas cien veces inferiores a él. Antes de firmar nada, se decía que había escrito con diferentes seudónimos (Horace de Saint-Aubin, L. De Villerglé, etcétera) un centenar de tomos “para soltarse la mano”. Eso, no obstante, poseía ya su forma propia sin tener conciencia de ello.

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Pero, volvamos a nuestro almuerzo. Hablando, Balzac jugaba con el cuchillo o con el tenedor, y me fijé en sus manos que eran de rara belleza, verdaderas manos de prelado, blancas, con dedos menudos y redonditos, uñas sonrosadas y brillantes, hacía coquetona gala de ellas y se sonreía de gusto cuando se las miraban. Las tenía por un signo de raza superior y de aristocracia. Lord Byron dice en una nota, con visible satisfacción, que Alí-Bajá le hizo un elogio por la pequeñez de las orejas y de ellas infirió que era un verdadero noble. Una observación semejante acerca de las manos también hubiera halagado a Balzac, y aún más que el elogio de uno de sus libros. Hasta tenía una especie de prevención contra aquellos a quienes les faltaba finura en las extremidades. El banquete era bastante delicado; en él figuraba un pastel de hígado grasiento, pero esto era una derogación de la frugalidad habitual, como lo hizo advertir riéndose; y para “esta solemnidad” había pedido prestados cubiertos de plata ¡a su librero!

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Me retiré después de haber prometido artículos para La crónica de París, donde aparecieron el Viaje a Bélgica, La muerta enamorada, La cadena de oro y otros trabajos literarios. Charles de Bernard, llamado también por Balzac, publicó allí La mujer de cuarenta años, La rosa amarilla y algunas novelas coleccionadas después en tomos. Según se sabe, Balzac había inventado la mujer de treinta años; su imitador añadió dos lustros a esta edad ya venerable, y no por eso obtuvo menos éxito su heroína.

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Antes de seguir más lejos, hagamos alto un poco y demos algunos detalles acerca de la vida de Balzac anterior a mis relaciones con él. Nuestras autoridades serán la señora de Gurville, su hermana, y él mismo.

Balzac nació en Tours el 16 de mayo de 1799, el día de Saint Honoré, cuyo nombre le pusieron, pareciéndoles eufónico y de buen agüero. El pequeño Honoré no fue un niño prodigio, no anunció prematuramente que escribiría La comedia humana. Era un muchacho fresco y colorado, muy sano, juguetón, de ojos brillantes y dulce mirar, pero que en nada se distinguía de los demás chicos, por lo menos para miradas poco atentas. A los siete años, al salir de un colegio de externos de Tours, pusiéronle de interno en el colegio de Vendôme, dirigido por padres del Oratorio, y en él pasó por ser un colegial muy mediano.

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La primera parte de Louis Lambert contiene curiosos informes acerca de estos tiempos de la vida de Balzac. Desdoblando su personalidad, se pinta allí como antiguo condiscípulo de Louis Lambert, ora hablando en su nombre, ora prestando sus propios sentimientos a ese personaje imaginario, pero, sin embargo, muy real, puesto que es una especie de objetivación del alma misma del escritor.

“Situado el colegio en medio de la ciudad, a orillas del Loire que baña sus edificios, forma un vasto recinto donde se hallan encerradas las dependencias necesarias en un instituto de este género: capilla, teatro, enfermería, panadería, aguas corrientes. Este colegio, el más célebre centro de instrucción que hay en las provincias centrales, está sostenido por éstas y por nuestras colonias. El alejamiento no permite, pues, a los padres ir allí a menudo a ver a sus hijos; por otra parte, el reglamento prohibía las vacaciones externas. Una vez que los alumnos ingresaban en el colegio, ya no salían de él hasta el término de sus estudios. Con excepción de los paseos dados por el exterior acompañados por los padres, todo se había calculado para dar a aquella casa las ventajas de la regla conventual. En mi tiempo, el corrector era un recuerdo aún viviente, y la férula de cuero representaba allí con honor su terrible papel”.

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Así pinta Balzac ese formidable colegio, que dejó en su imaginación tan indelebles memorias. Sería curioso comparar la novela titulada William Wilson, en que Edgar Allan Poe describe con las misteriosas ampliaciones de la infancia el vetusto edificio de los tiempos de la reina Isabel, donde su protagonista se educa con un compañero no menos extraño que Louis Lambert, pero éste no es lugar oportuno para tal comparación, y nos limitamos a indicarla.

Balzac sufrió terriblemente en aquel colegio, donde su naturaleza soñadora se veía a cada instante magullada por una disciplina inflexible.

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Descuidaba el cumplimiento de sus deberes; pero favorecido por la complicidad tácita de un pasante de matemáticas a la vez que bibliotecario, ocupado con alguna obra trascendental, no le daba la lección y se llevaba cuantos libros quería. Todo el tiempo se lo pasó leyendo a hurtadillas. Por eso fue bien pronto el alumno más castigado de su clase. La copia de lecciones y los encierros acabaron por absorber el tiempo de los recreos. A ciertas naturalezas de escolares los castigos les inspiran una especie de rebelión estoica, y oponen a los profesores exasperados la misma impasibilidad desdeñosa que los guerreros salvajes hechos esclavos a los vencedores enemigos que les dan tormento. Ni el calabozo, ni la privación de manjares, ni la palmeta, logran arrancarles la menor queja; hay entonces entre maestro y discípulo luchas horribles, desconocidas para los padres, en las cuales se igualan la constancia de los mártires y la habilidad de los verdugos. Algunos profesores nerviosos no pueden resistir la mirada llena de odio, desprecio y amenaza con que les desafía un chicuelo de ocho a diez años.

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Reunamos aquí algunos detalles característicos que, con el nombre de Louis Lambert, corresponden a Balzac.
“Acostumbrado al aire libre, a la independencia de una educación dejada a la casualidad, acariciado por las tiernas atenciones de un viejo que le amaba, habituado a pensar al sol, le fue bien difícil doblegarse a la regla del colegio, marchar en fila, vivir entre las cuatro paredes de un salón donde ochenta muchachos estaban silenciosos, sentados en bancos de madera y cada cual delante de su pupitre. Sus sentidos poseían una perfección que les daba una exquisita delicadeza, y todo sufría en él con esta vida en común; las exhalaciones corruptoras del aire, mezcladas con el olor de una clase siempre sucia y llena de residuos de nuestros almuerzos y meriendas afectaron su olfato, ese sentido que, por estar en más directa relación que los otros con el sistema cerebral, debe de causar con sus alteraciones trastornos invisibles en los órganos del pensamiento; aparte de estas causas de corrupción atmosférica, había en nuestras aulas barracas donde cada cual guardaba su botín, pichones muertos para los días de fiesta o manjares escondidos en el refectorio. Por último, nuestras salas contenían además una piedra inmensa donde en todo tiempo había dos cubos llenos de agua, en los cuales todas las mañanas íbamos a remojarnos la cara y lavarnos las manos por turno, en presencia del maestro. Como no lo limpiaban más que una vez al día, antes de levantarnos, siempre estaba sucio nuestro local. Luego, a pesar del número de ventanas y de la altura de la puerta, el aire estaba allí constantemente viciado por las emanaciones del lavadero, de la barraca, por las mil industrias de cada escolar, sin contar con nuestros ochenta cuerpos reunidos. Esta especie de humus colegial, mezclado sin cesar con el barro que traíamos de los patios, formaba un estercolero de un hedor inaguantable. La privación del aire puro y aromoso de los campos en que hasta entonces había vivido, el cambio de costumbre, la disciplina, todo contristó a Lambert. Con la cabeza siempre apoyada en la mano izquierda y puesto de codos en el pupitre, pasaba las horas de estudio mirando las copas de los árboles del patio o las nubes del cielo. Parecía estar estudiando las lecciones; pero al verle con la pluma inmóvil o con el papel en blanco, el regente le gritaba: ‘¡Lambert, que no hace usted nada!’”.

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A esta pintura tan viva y verdadera de los sufrimientos de la vida de colegio, añadamos también este trozo donde Balzac, designándose en su dualidad con el doble sobrenombre de Pitágoras y de el Poeta, el uno llevado por la mitad de sí mismo personificada en Louis Lambert, y el otro por la otra mitad de sí propio confesada, explica admirablemente por qué pasó a los ojos de los profesores por un niño inepto.

“Nuestra independencia, nuestras ocupaciones ilícitas, nuestra aparente holgazanería, el entorpecimiento en que permanecíamos, nuestros constantes castigos, nuestra repugnancia por las lecciones de obligación y de castigo, nos valieron la reputación de ser unos niños flojos e incorregibles, nuestros maestros nos menospreciaron, y caímos igualmente en el más profundo descrédito en el ánimo de nuestros camaradas, a quienes ocultábamos nuestros estudios de contrabando por temor a sus burlas. Esta doble falta de estimación, injusta en los Padres, era un sentimiento natural en nuestros condiscípulos; nosotros no sabíamos jugar a la pelota, ni correr, ni subir en zancos los días de asueto, cuando por casualidad lográbamos unos instantes de libertad, no tomábamos parte en ninguna de las diversiones de moda en el colegio; extraños a los juegos de nuestros camaradas, permanecíamos solos, melancólicamente sentados bajo algún árbol del patio. El Poeta y Pitágoras fueron, pues, una excepción, una vida fuera de la vida común. El instinto tan penetrante, el amor propio tan delicado de los escolares, les hicieron presentir en nosotros inteligencias situadas más arriba o más abajo que las de ellos; de aquí, en unos odio a nuestra muda aristocracia, en otros desprecio a nuestra inutilidad, estos sentimientos existían entre nosotros sin darnos cuenta, y quizá no los he adivinado hasta hoy. Vivíamos, pues, exactamente como dos ratones agachados en el rincón de la sala donde estaban nuestros pupitres, retenidos allí lo mismo durante las horas de estudio que durante las horas de recreo”.

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El resultado de estos trabajos ocultos, de estas meditaciones que ocupaban el lugar de los estudios, fue ese famoso Tratado de la voluntad del que varias veces se habla en La comedia humana. Balzac deploró siempre la pérdida de aquella primera obra, que bosqueja someramente en Louis Lambert, y refiere con una emoción no disminuida por el tiempo el decomiso de la caja en donde estaba guardado el precioso manuscrito. Unos condiscípulos envidiosos tratan de arrancar el cofrecillo a los dos amigos, quienes lo defienden con tenacidad.
“De pronto, atraído por el estrépito de la batalla, intervino bruscamente el padre Haugoult y se enteró de la disputa. Ese terrible Haugoult nos mandó entregarle la cajita; Lambert le dio la llave, el regente cogió los papeles y los hojeó; luego dijo, confiscándolos: ‘¡Éstas son las necedades por las que ustedes abandonan sus deberes!’. De los ojos de Lambert cayeron gruesas lágrimas, arrancadas tanto por la conciencia de su superioridad moral ofendida, cuanto por el insulto gratuito y la traición que nos afligían. El padre Haugoult probablemente vendió a algún tendero de Vendôme el Tratado de la voluntad, sin conocer la importancia de los tesoros científicos, cuyos gérmenes abortados se disiparon en ignorantes manos”.

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Después de este relato, añade:
“En memoria de la catástrofe ocurrida al libro de Louis en la obra, por la cual comienzan estos estudios, me he servido para una obra ficticia del título realmente inventado por Lambert, y he dado el nombre (Paulina) de una mujer para él muy querida a una joven llena de abnegación”.

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En efecto, si abrimos La piel de zapa, encontramos allí en la confesión de Raphaël las frases siguientes:
“Tú sólo admirarás mi Teoría de la voluntad, esa larga obra para la cual había yo aprendido las lenguas orientales, la anatomía y la fisiología, y a la cual había consagrado la mayor parte de mi tiempo; obra que, si no me engaño, completará los trabajos de Mesmer, de Lavater, de Gall y de Bichat, abriendo un nuevo camino a la ciencia humana. Ahí se detiene mi hermosa vida, ese sacrificio diario, ese trabajo de gusano de seda, desconocido para el mundo y cuya única recompensa quizá consista en el trabajo mismo; desde la edad de la razón hasta el momento en que hube terminado mi Teoría, observé, aprendí, escribí, leí sin descanso, y mi vida fue como un largo castigo de colegial. Amante afeminado de la pereza oriental, enamorado de mis ensueños y sensual, he trabajado siempre, negándome a gozar de los placeres de la vida parisiense; aficionado a comer bien, he sido sobrio; gustándome el andar y los viajes marítimos, deseando visitar países, encontrando todavía gusto en hacer como un chico recovecos sobre el agua, he permanecido constantemente sentado con una pluma en la mano; parlanchín por naturaleza, he ido a escuchar en silencio a los profesores en los cursos públicos de la Biblioteca y del Museo; he dormido en mi camastro solitario como un religioso de la orden de San Benito, y sin embargo, la mujer era mi única ilusión, ¡una quimera que yo acariciaba y la cual huía siempre de mí!”.

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Si Balzac echó de menos con pesar el Tratado de la voluntad, debió ser menos sensible a la pérdida de su poema épico acerca de los Incas, que comenzaba así:
Oh Inca, rey infortunado y triste, desdichada inspiración que le valió, todo el tiempo que estuvo en el colegio, el irrisorio sobrenombre de Poeta Preciso, es confesar que Balzac no tuvo nunca el don de la poesía, de versificación a lo menos; su pensamiento, tan complejo, siempre fue rebelde al ritmo.
De esas meditaciones tan intensas, de esos esfuerzos intelectuales verdaderamente prodigiosos en un niño de doce o catorce años, resultó una enfermedad extraña, una fiebre nerviosa, una especie de coma del todo inexplicable para los profesores que no estaban en el secreto de las lecturas y de los trabajos del joven Honoré, en apariencia ocioso y estúpido; en el colegio, nadie sospechaba esos feroces excesos de inteligencia, ni sabía que en el calabozo (donde diariamente hacía que le metiesen a fin de estar libre) el escolar tenido por vago había devorado toda una biblioteca de libros serios y superiores al alcance de su edad.

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Transcribamos aquí algunas curiosas líneas acerca de la facultad de lectura atribuida a Louis Lambert, es decir, a Balzac.


“En tres años, Louis Lambert había asimilado la sustancia de los libros que en la biblioteca de su tío merecían ser leídos. La absorción de las ideas por la lectura había llegado en él a un fenómeno curioso. Su vista abarcaba de un golpe siete u ocho líneas, y su mente apreciaba el sentido de ellas con una velocidad análoga a la de su mirada. Con frecuencia, hasta una palabra de la frase le bastaba para hacerle tomar el jugo de esta última. Su memoria era prodigiosa. Se acordaba con la misma fidelidad de las ideas adquiridas por la lectura, como de las que la reflexión o la conversación le habían sugerido. En fin, poseía todas las memorias: la de lugares, la de nombres, la de palabras, la de cosas, la de fisonomías; no sólo recordaba los objetos a voluntad, sino que hasta volvía a verlos dentro de sí mismo iluminados y coloridos tal y conforme estaban en el momento de haberlos visto por vez primera. Este poder se aplicaba igualmente a los actos más intangibles del entendimiento. Según expresión suya, no sólo se acordaba del sitio de las ideas en el libro done las había adquirido, sino también de las disposiciones de su ánimo en épocas remotas”.

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Balzac conservó toda su vida este maravilloso don de su juventud, hasta aumentado; y por él pueden explicarse sus inmensos trabajos —verdaderos trabajos de Hércules.

Asustados los profesores, escribieron a los padres de Balzac que fueran en su busca a toda prisa. Corrió su madre y le sacó de allí para llevárselo a Tours. Grande fue el asombro de la familia cuando vio el niño flaco y enfermizo que le devolvía el colegio, en lugar del querubín que había recibido; la abuela de Honoré hizo esta triste observación. No sólo había perdido sus hermosos colores y su fresca gordura, sino que además, por efecto de una congestión de ideas, parecía imbécil. Su actitud era la de un extático, la de un sonámbulo que duerme con los ojos abiertos; perdido en un profundo ensueño, no oía lo que le hablaban, o su espíritu, viniendo de muy lejos, llegaba demasiado tarde para dar la respuesta. Pero el aire libre, el descanso, el cariñoso medio ambiente de la familia, las distracciones a que le obligaban y la enérgica savia de la adolescencia, triunfaron bien pronto sobre ese estado enfermizo. Se apaciguó el tumulto causado en aquel cerebro juvenil por el zumbar de las ideas. Las lecturas confusas se clasificaron poco a poco; a las abstracciones vinieron a unirse imágenes reales, observaciones hechas silenciosamente sobre lo vivo.

Paseándose y jugando estudiaba los lindos paisajes del Loira, los tipos de provincia, la catedral de Saint-Gatien y las fisonomías características de los sacerdotes y de los canónigos; varios cartones, que sirvieron más tarde para el gran fresco de La comedia humana, fueron de seguro bosquejados durante aquella fecunda inacción. Sin embargo, en la familia, lo mismo que en el colegio, no fue adivinada o comprendida la inteligencia de Balzac. Hasta cuando se le escapaba alguna cosa ingeniosa, su madre, a pesar de ser mujer superior, le decía: “Pero Honoré, ¿eres capaz de comprender lo que acabas de decir?”. Y Balzac ríe que ríe, sin explicarse más, con aquella bondadosa risa que tenía. El señor de Balzac padre, mezcla a la vez de Montaigne, de Rabelais y del tío Toby, por su filosofía, su originalidad y su bondad (la señora de Gerville es quien habla) tenía un mejor concepto de su hijo, según cierto sistema genésico que profesaba y en virtud del cual un hijo procreado por él no podía ser tonto; sin embargo, no sospechaba en él, de ningún modo, el futuro gran hombre.

Habiendo vuelto a París la familia de Balzac, entró en el colegio del señor Lepitre, calle de Saint-Louis, y luego en el de los señores Scanzer y Beuzelin, calle de Thorigny, en el Marais. En ellos, como en el colegio de Vendôme, no se reveló su genio, y permaneció confundido entre el rebaño de los escolares comunes. Nadie le había dicho con entusiasmo: Tu Marcellus eris, o: Sic itur ad astra.
Terminados los estudios de humanidades, Balzac se dio a sí mismo esa segunda educación que es la verdadera. Estudió, se perfeccionó, siguió los cursos de la Sorbona y aprobó la carrera de Derecho, mientras estaba trabajando con escribanos y notarios. Ese tiempo, perdido en la apariencia, puesto que Balzac no fue escribano, ni notario, ni abogado, ni juez, le hizo conocer el personal de la curia y le puso en estado de poder escribir más adelante, de un modo que asombra a las personas del oficio, lo que pudiéramos denominar “lo contencioso” de La comedia humana.

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Tomado el título, se presentó la gran cuestión del rumbo que debía seguir. Quísose hacer de Balzac un notario; pero el futuro gran escritor, que tenía la conciencia de su genio aun cuando nadie creyese en éste, se negó con el mayor respeto del mundo, por más que le buscaron una notaría con las mejores condiciones. Su padre le concedió dos años para que hiciese sus pruebas, y como la familia se volvió a la provincia, la señora de Balzac instaló a su hijo Honoré en un sotabanco, señalándole una pensión apenas suficiente para las más estrictas necesidades, esperando que un poco de miseria le hiciera más prudente.

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Esa buhardilla estaba en la calle de Lesdiguières, núm. 9, cerca del Arsenal, cuya biblioteca ofrecía sus recursos al joven trabajador. Sin duda, pasar de una casa abundante y lujosa a un miserable cuchitril sería muy duro en cualquier otra edad que no fuese la de veintiún años, en la que se encontraba Balzac. Pero si el ensueño de todo niño consiste en tener botas, el de todo joven estriba en tener un cuartito, un cuartito enteramente suyo, del cual se tenga la llave en el bolsillo, aunque tan reducido que no se pueda estar en él sino de pie. ¡Un cuartito es la toga viril, la independencia, la personalidad, el amor!

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He aquí, pues, a maese Honoré encaramado cerca del cielo, sentado ante la mesa y ensayándose en la obra maestra que había de darle razón a la indulgencia de su padre y un mentís a los desfavorables horóscopos de los amigos de éste. ¡Cosa extraña: Balzac empezó por una tragedia, por un Cromwell! Aproximadamente al mismo tiempo daba Víctor Hugo la última mano a su Cromwell, cuyo prefacio fue el manifiesto de la joven escuela dramática.

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Gautier. Poeta, crítico y novelista. Es autor de La leyenda de la momia, Viaje por España y La muerta enamorada, entre otros. 

A leer:

http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1432

http://es.wikipedia.org/wiki/Honor%C3%A9_de_Balzac

http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaFrancesa/Balzac/index.asp 

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Alain BADIOU

Alain BADIOU

 

Alain Badiou, un filósofo militante

Por Christian Descamps  

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En Lógicas de los mundos, recién publicado en Francia, elfilósofo sigue afirmando el carácter absoluto de las verdades contra la decepción de los posmodernos, "amigos de todo el mundo". Con coraje hace valer lo universal. 

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Alain Badiou es un provocador colosal. Este filósofo que, como Sartre, practica la literatura, el teatro y la política, tiene la ambición, tan extraña en nuestro tiempo, de construir un sistema. En el primer tomo de El ser y el acontecimiento , su pensamiento exigente se apoyó en las matemáticas. Ahora, en el segundo ( Logiques des mondes ; Seuil, 640 páginas) se consagra a la lógica. Pero con la intención, siempre, de precisar las verdades como excepciones. Contra la vulgata materialista contemporánea que afirma: "sólo existen cuerpos y lenguajes", nuestro filósofo sostiene: "existen cuerpos, lenguajes y verdades". Por lo demás, sólo estas últimas autorizan una vida que no sea un renunciamiento indigno, un simple apego a la referencia a las mercancías.

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Afirmemos, de entrada, las dificultades inherentes al abordaje de este libro rico, por momentos arduo y técnico. Esta obra histórica, filosófica, lógica, no se lee: se trabaja, lápiz en mano (de todos modos, ¿qué aspirante a filósofo no se devanó los sesos con ciertos pasajes del Parménides , de Platón, o con la Ciencia de la lógica , de Hegel?). Sin embargo, otra aspereza alejará a bastantes lectores. El inflexible Badiou se mantiene "fiel" a la Revolución Cultural (a esa pro China soñada por los maoístas franceses de los años 70) y, para muchos, eso bastará para descalificar su búsqueda... justamente cuando en Tíbet se erige una estatua al presidente Mao.

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Badiou -junto con Deleuze, Lyotard, Châtelet y Foucault- fue uno de esos filósofos militantes que elevaron el trabajo conceptual en la universidad de Vincennes. Y lo hicieron en un ambiente nada bucólico. Badiou cuenta que, habiendo calificado a Lyotard de sofista, éste lo tildó a su vez ¡de estalinista! No obstante, la avidez intelectual, los autores que cada uno valoraba -Badiou a Platón, Descartes y Hegel; Deleuze a Hume, Nietzsche y Bergson- convirtieron esos disensos en una matriz fecunda. Los gustos compartidos (Beckett, Mallarmé) fomentaron, además, una verdadera estima entre ellos. En el fondo, los enemigos comunes alimentaron bastantes complicidades...

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Pero volvamos al presente, al trabajo teórico propiamente dicho. Para nuestro autor, la filosofía por sí sola no produce ninguna verdad efectiva. Capta verdades exteriores, se muestra capaz de designarlas, destacarlas y hacer advenir nuevos mundos a partir de ellas. Contra el escepticismo chato de nuestro período de Restauración, contra su cinismo, es importante sostener ciertos resplandores, porque hacer brotar lo verdadero es verificar de qué modo un término de una situación es compatible con el cuadrilátero: arte, ciencia, política y amor (los cuatro puntos centrales de toda visión filosófica). Por consiguiente, las operaciones que hacen advenir a las matemáticas, a la poesía, al acontecimiento político y a la declaración de amor despliegan conjeturas pensables, verdades, excepciones a lo que hay.

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Al arremeter contra la sofística, los juegos de lenguaje (centrarse en el mero examen del idioma es reducir lo filosófico a un fastidioso ejercicio de gramática), "la expresión de sí mismo", el prosaísmo y el academicismo, Badiou basa sus reflexiones en ejemplos espléndidos. El arte moviliza a los caballos de la gruta Chauvet y a Hubert Robert; la política convoca a Robespierre, a Toussaint-Louverture y a las manifestaciones -cuerpos colectivos-. El amor recurre a Dido y Eneas, la pareja virgiliana, y la ciencia, a Grothendieck y a la lógica matemática.

Pensándolo bien, se trata de preguntarse qué es vivir filosóficamente en inmortal. Lo importante aquí, dice Badiou, es militar por:

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"La libertad contra la naturaleza, el acontecimiento contra el estado de cosas, la verdad contra las opiniones, la intensidad de la vida contra la supervivencia, la igualdad contra la equidad, la rebelión contra la aceptación, la eternidad contra la historia, la ciencia contra la técnica, el arte contra la cultura, la política contra la administración, el amor contra la familia."

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Con notable brío, esta obra afirma:
"¡Sí, la verdadera vida está presente!". Contra la realidad átona, sin ideas (que ya no tiene ni siquiera idea de qué es una idea), esta reflexión propone: "El infinito de los mundos es lo que nos salva de toda desgracia finita".

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En su discusión con Deleuze -ese filósofo del cambio y los devenires divergentes-, vaya una crítica maliciosa a nuestro autor. Apegado a Descartes, Badiou sostiene que la creación de verdades es una apariencia de su eternidad. Sobre este punto, pensemos en las matemáticas. Podemos sostener, efectivamente, que los teoremas no se crean, que se descubren, que "ya están ahí", desde siempre, en una especie de empíreo platónico. Desde esta óptica, las matemáticas -la bestia, en la jerga de los investigadores- son anteriores a los viajes de los navegantes genoveses, igual que América. En cambio, pensemos en la rueda o -en el campo sociopolítico- en el ágora de Pericles. ¡Allí estamos frente a dos creaciones absolutas! Y, por una vez, estas invenciones históricas puras no dormitaban en ningún cielo de ideas separadas...

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Queda por decir que nos reencontramos en el combate de Badiou contra los posmodernos, "amigos de todo el mundo". Con coraje, él hace valer lo universal (ama a San Pablo) contra la libre competencia entre los aparatos culturales, esas pequeñas máquinas que producen sentidos minúsculos. Reacio a la astenia, al retraimiento en la familia, al consumo infinito, Badiou valora la decisión, lo tajante. Así, se encamina con y contra Lacan; rechaza la muerte, junto con Spinoza (la sabiduría es una meditación de la vida y no de la muerte); riñe con Leibniz, el conciliador, el moderado, el flexible discípulo de Descartes... Directo, nuestro filósofo no oculta su prevención con respecto a la insoslayable roca kantiana. "¡No tiene derecho!", le dice constantemente al profesor de Königsberg.

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Junto a una auténtica erudición filosófica, encontramos en el libro maravillosos paseos novelescos. Los relatos de la batalla de Gaugamela (Alejandro vence allí a Darío inventando el ataque oblicuo), de la Comuna de París (ese poder obrero), de la rebelión de Espartaco (al constituirse en ejército, los esclavos dejan de ser tales) y de la fiesta de La nueva Eloísa son pequeñas obras maestras, surgimientos de sitios excepcionales. Vemos surgir mundos singulares, consistentes; en particular, en el campo de las matemáticas, la aparición de Galois también abre un espacio inédito que quiebra la historia de esta disciplina. En más de un sentido, esos momentos intensivos encantan el mundo. Así, será un placer visitar de nuevo El cementerio marino de Valéry. Allí volveremos a encontrar la potencia máxima del sol de Sète, los muertos, el mar que siempre recomienza ("siempre" remite a la vez a lo idéntico y a lo diferente). En realidad, se trata de escuchar, en filósofo:
"¡No, no! ¡De pie! [...] Corramos hacia la ola saltarina, viva".

De hecho, los sujetos políticos, artísticos, amorosos, científicos -esos tipos de verdades- remiten al entusiasmo por la igualdad, al placer perceptivo, a la intensa felicidad existencial, al gozo de nuevas luces. En suma, conviene oponerse, punto por punto, a la reacción, al academicismo, a la conyugalidad, al pedagogismo. El desafío de Logiques des mondes -la soberbia, dicen sus detractores- es conferir un carácter absoluto a la relación con las verdades:
"Así pues, llamaremos ´inmortal a quien acceda, de manera absoluta, a algunas verdades".

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Por Christian Descamps
La Quinzaine Littéraire, 2006


(Trad. de Zoraida J. Valcárcel)

Dominique GASIEWICZ

Dominique GASIEWICZ

 

Dominique GASIEWICZ: dominiquemarie03@hotmail.com 

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Pollock, ¿el nuevo rey del mercado del arte?

Por BÁRBARA CELIS    

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Un inversor mexicano bate el récord mundial al pagar más de 109 millones de euros por 'Número 5' 

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Los millones siguen lloviendo en el mercado del arte, donde ayer volvió a producirse una nueva cifra récord, que de confirmarse, convertiría el cuadro Número 5 (1948), de Jackson Pollock, en el más caro de la historia. Según expertos anónimos citados por el diario The New York Times, el inversor mexicano David Martínez, del que se desconoce casi todo excepto su voracidad por el arte contemporáneo, habría pagado 109,6 millones de euros (140 millones de dólares) por el lienzo de Pollock. Hasta ahora el cuadro pertenecía a David Geffen, socio y fundador de los estudios Dreamworks junto a Steven Spielberg y propietario de la discográfica Geffen Records.

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Ni Martínez ni Geffen han confirmado la transacción, como tampoco lo ha hecho la casa de subastas Sotheby's, que supuestamente ejerció de intermediario en la transacción. Sin embargo, el pasado junio también fue el diario The New York Times el que destapó la noticia de la venta del cuadro Adele Bloch-Bauer I, de Gustav Klimt, que fue adquirido por el magnate de los cosméticos Ronald Lauder por 105,7 millones de euros (135 millones de dólares). Hasta hoy, ése había sido el cuadro más caro jamás vendido, aun cuando estuvo a punto de perder el liderazgo hace un mes con la venta de El sueño (1932), de Picasso. Aquella obra iba a ser vendida por 108,8 millones de euros (139 millones de dólares). Sin embargo, poco antes de serle entregada a un comprador anónimo, su dueño, el empresario de los casinos Steve Wynn, le dio un fatal codazo y lo agujereó, frustrando así la transacción.

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Hace apenas un mes Geffen, que ha expresado su interés en adquirir el periódico Los Angeles Times, también se deshizo de obras de Jasper Johns y Willem de Kooning por 111,9 millones de euros en total. La cercanía de ambas ventas ha hecho sospechar, en círculos periodísticos, que Geffen quiera dinero líquido para cumplir su objetivo de comprar el periódico de Los Ángeles, que atraviesa por una fuerte crisis económica.

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El cuadro Número 5 está considerado una de las obras clave del expresionismo abstracto estadounidense. Cargado de rojos, amarillos y negros, es uno de los de mayor tamaño de su producción y antes había pertenecido al pintor Alfonso A. Ossorio, un conocido coleccionista de pollocks. Éste se lo vendió a S. I. Newhouse Jr., un magnate editorial, que a su vez se lo cedió a Geffen hace algunos años.

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Este nuevo récord llega apenas una semana antes de que arranque la temporada de subastas en Nueva York, donde las disparatadas cifras obtenidas recientemente en Londres, auguran números de infarto. Una nueva generación de inversores asiáticos y rusos y jóvenes empresarios estadounidenses han convertido las subastas en una guerra de millones cuya tendencia ascendente no parece haber tocado techo. Aún se trata de una de las obras maestras del expresionismo abstracto americano. 

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LAS SUBASTAS QUE SE AVECINAN 

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- Impresionismo y arte moderno. Obras de Picasso, Cézanne, Modigliani, Matisse, Kandinsky, Vang Gogh, Giacometti, entre otros artistas. Sothebys. Nueva York, 7 y 8 de noviembre 

- Impresionismo y arte moderno. Obras de Picasso (entre ellos el famoso retrato El bebedor de absenta, de 1903), Klimt, Kirchnener, Schiele, Gauguin, Mondrian. Christie's. Nueva York, 8 de noviembre 

- Arte Contemporáneo. Obras de Jackson Pollock, Andy Warhol, Clyfford Still, Roy Lichtenstein, Cai Guo-Qiang. Christie's. Nueva York, 15 y 16 de noviembre 

- Arte español. Obras de Nonell, Santiago Rusiñol, Hermenegildo Anglada-Camarassa, Joaquín Sorolla, Julio Romero de Torres. Sothebys. Londres, 15 de noviembre 

- Arte Latinoamericano. Obras de Botero, Wifredo Lam, Claudio Bravo, Gunther Gerzso. Sothebys. Nueva York. 20 y 21 de noviembre 

- Maestros antiguos. Obras de grandes maestros de la pintura Botticelli, Pieter Brueghel "el joven", Bernardo Belloto, Rubens, Ribera, Guardi, Tiepolo, Lucas Cranach. Christie's. Londres, 7 de diciembre

 

Ilustración: Thrdgll Illustration

http://thrdgll.tripod.com/

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William STYRON

William STYRON

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Murió el escritor William Styron 

El deceso tuvo lugar el pasado miércoles en Massachusetts; fue considerado el sucesor de Faulkner y un autor transgresor; las confesiones de Nat Turner, es la crónica de una revuelta de esclavos negros que tuvo lugar en 1831. 

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NUEVA YORK.- El escritor estadounidense William Styron murió el pasado miércoles a los 81 años de edad, reportó The New York Times.

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La polémica obra que lo hizo merecedor al Premio Pulitzer, Las confesiones de Nat Turner, es la crónica de una revuelta de esclavos negros que tuvo lugar en 1831. Al publicarla, el escritor blanco fue acusado de racismo y de haber incluido imprecisiones en su relato ficticio sobre un hecho histórico.

Styron, según cuenta el escritor especialista en literatura estadounidense, Hernán Lara Zavala, fue un hombre que visitó México en varias ocasiones, pues era muy cercano a autores como Juan García Ponce, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y Héctor Aguilar Camín.

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Hoy se hace memorable el encuentro que en los años 60, Styron sostuvo con varios mexicanos en una céntrica cantina de la ciudad. El novelista vino a México y Carlos Fuentes lo agasajó en compañía de Fernando Benítez, Carlos Monsiváis y José Luis Cuevas.

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Styron nació en Virginia, Estados Unidos, y falleció en la isla Martha´s Vineyard, en el estado de Massachusetts, como consecuencia de una pulmonía. Era hijo de un ingeniero naval que padecía depresión. Su madre murió cuando tenía 13 años y fue enviado pronto a una escuela preparatoria masculina para entrar en la universidad. Después de la universidad se alistó en los marines, donde fue asignado para formar parte de la fuerza que invadiría Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki llevaron a la rendición de Japón, Styron fue cesado del servicio activo.

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En su primera novela, Tendidos en la oscuridad (1951), este autor se ocupó de la desintegración de una familia sureña de clase media. En varias ocasiones se mencionó que Styron había asumido el legado de William Faulkner; sin embargo, a él no le gustaba la comparación, a pesar de que se sentía halagado. "No me veo en la escuela de la tradición de los estados del sur. Sólo determinadas cosas en el libro son típicamente sureñas".  

Uno de sus amigos mexicanos, Juan García Ponce, vivió en casa de Styron en los años 60. Contaba el propio García Ponce que este escritor trabajaba incansablemente durante todo el día, casi sin moverse de su lugar; pero que en la noche se emborrachaba y por la mañana siguiente se levantaba como si nada hubiera pasado, como si estuviera construyendo una casa ladrillo por ladrillo.

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Lara Zavala recuerda que Styron tuvo una carrera muy brillante y sólida. "Carlos Fuentes lo llevó un par de veces a la Feria Internacional del Libro y ahí su obra fue presentada por Héctor Aguilar Camín. Su novelística fue muy interesante y considero que le dio mucha fama La decisión de Sophie, de la cual incluso se hizo una película". En el libro La decisión de Sophie, Styron relató en 1979 la historia de una superviviente de un campo de concentración, que tras el fin de la guerra llega a Nueva York para iniciar una nueva vida. Allí se topa con los recuerdos del pasado y, finalmente, decide suicidarse. Esta obra fue llevada al cine y le valió un Oscar a Meryl Streep, como mejor actriz.

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"En uno de sus últimos libros, Esa visible oscuridad: Memoria de la locura (1990), él habla de su alcoholismo y de una fuerte depresión que tuvo a raíz de este vicio. Es un ensayo en donde él describe por qué comenzó a sentir un miedo y angustia incontrolable."

"Su obra es muy amplia y representativa del sur de los Estados Unidos, tuvo muchos reconocimientos de carácter intelectual a lo largo de su vida, entre ellos el Pulitzer. Es una gran pérdida para las letras estadounidenses", finaliza Lara Zavala

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En marzo de 2000, Arthur Miller y Styron encabezaron una delegación de intelectuales estadounidenses que viajó a La Habana para "tender puentes culturales en aras de mejorar las relaciones" entre su país y Cuba. El grupo se reunió con Fidel Castro y con Gabriel García Márquez 

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El Universal.com.mx: http://estadis.eluniversal.com.mx/cultura/50398.html 

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Gustavo MORALES

Gustavo MORALES

 

Bukowski: La Inspiración No Llega Sola

Por Gustavo Morales

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La vida de Charles Bukowski no fue un cuento de hadas. Como él mismo lo describió en Ham on Rye, sabía muy bien lo que era un banco de parque y el sonido de los dedos de un casero golpeando a su puerta. Bukowski, reconoció su vocación temprano en su vida, pero no hubiera sido sino otro vagabundo más en California de no haber buscado la ayuda de los que la habían experimentado antes.   

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Charles Bukowski, uno de los más importantes escritores que ha parido Norteamérica, era alemán. Nació en Andernach, Alemania, en 1920. En 1922 emigró con sus padres a Los Ángeles, donde vivió hasta morir.

Desde niño su vida estuvo marcada por la miseria personal y económica. Tuvo constantes enfrentamientos con su padre y desavenencias con su madre, quienes fueron protagonistas de episodios de violencia doméstica gracias a la depresión económica y el rechazo hacia los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.

Para colmo de males, una terrible infección de acné le llenó de cicatrices de pies a cabeza por el resto de su vida, condenándolo sin remedio a la soledad.

Y fue la soledad la que nos dio a Bukowski. Bukowski da sus primeros pasos en la escritura, escribiendo fantasías evasivas desde la oscuridad de su cuarto, (su padre le obligaba a apagar la luz a las nueve), y fueron estos primeros cuentos los que le llevaron a experimentar con la lectura.

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Aunque sus primeros cuentos no sobreviven, de seguro no tenían el estilo en primera persona que más tarde le caracterizaría. En la biblioteca pública leyó hasta cansarse sin ver mucho de su interés. Con una vida tan mísera como la que llevaba, qué interés podía encontrar en la fortuna u opinión de otros.

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"Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?" escribiría Bukowski. "Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa...Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros."

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Este libro era Pregúntale al Polvo, de un escritor desconocido, cuya obra no había hecho sino agarrar lo que sugería el título. Pero al leerlo Bukowski sintió una revelación, definitivamente sin intención, que finalmente le llevó a dedicarse a lo que quería, ciegamente, con pasión y con una honestidad que muy rara vez, si acaso alguna, se ha visto en la literatura mundial.

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Bukowski adoptaría este estilo de Fante, y lo recordaría siempre como un favor personal. Como el favor de quien presta dinero sin esperar que lo devuelvan.

Pero el estilo no fue el favor que Fante le hizo a Bukowski. Bukowski le debe a Fante el valor para seguir sus instintos. Para hacer lo que quería hacer, sin detenerse a analizar. Vivir la vida como si esta fuera un estorbo que interrumpe lo que somos, en el caso de Bukowski, un escritor.

Mucha de la obra de Bukowski se perdió en el tiempo. No hay manera de calcular cuánto de ella envió a editores que jamás le darían respuesta ni le devolverían sus escritos. Los americanos no entenderían su escritura hasta mucho después de ser adorado en Europa, donde se convirtió en un autor de culto, mientras dormía en un hotel de mala muerte en Los Ángeles.Así se pasó la vida, entre su afición a las carreras de caballos, trabajos de tercera y  borracheras. Sólo en 1970, tras abandonar su trabajo de veinte años como cartero, se dedicó de lleno a escribir y publicó su primera novela, Cartero (Post Office), a la que le seguirían otras cinco, así como innumerables antologías de sus primeros relatos y poemas.

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En 1978, Bukowski publica la novela Mujeres (The Women), y en ésta su alter-ego Henry Chinasky (el de Fante se llamaba Arturo Bandini) declara a Fante su escritor favorito. El editor de Bukowski, John Martin, dueño de la mítica editorial Black Sparrow Press, le preguntó si Fante era real o un invento de él. Bukowski le contestó que Fante era real y durante los siguientes meses, se dedicó a buscar que Martin reeditara el trabajo de Fante de forma tan apasionada, que llegó a decirle que si no lo hacía iba a llevarse su trabajo a otra editorial.

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En 1980, John Fante, quien había tenido una vida terrible  a pesar de algunos golpes de suerte, vio su obra maestra, Ask the Dust (Pregúntale al Polvo), de nuevo en las estanterías de las librerías. Esta vez con una introducción de Bukowski, que por si sola bien vale la pena el precio del libro.

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Desde entonces todas la obras de John Fante han sido reeditadas y se le considera como uno de los grandes novelistas del siglo veinte estadounidense, junto a Miller, Hemingway y por supuesto el bueno de Bukowski.

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El Nuevo Cojo incluye en esta edición las dos novelas más importantes de estos dos escritores, en español y formato PDF.Pregúntale al Polvo (Ask the Dust) 558 Kb  Cartero (Post Office) 462 KbPara mayor información acerca de Bukowski y su obra visita la excelente página dedicada por el escritor español Sergi Puertas haciendo clic en este link   http://www.geocities.com/SunsetStrip/5855/ 

Articulo : http://elnuevocojo.com/

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Ilustración: MUGS

http://www.writersmugs.com/

Dominique GASIEWICZ

Dominique GASIEWICZ

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Dominique GASIEWICZ dominiquemarie03@hotmail.com

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Serge Diaghilev, zar de la belleza

Por Ernesto Schoo 

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A principios del siglo XX, el arte ruso tuvo influencia sobre la estética occidental: inspiró a artistas y marcó la moda femenina. El artífice de esa invasión espiritual, Diaghilev, comenzó su campaña con Boris Godunov en París y la coronó con la creación de los Ballets Rusos   

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El próximo martes 17 subirá a escena en el Colón la nueva producción de Boris Godunov, la ópera de Mussorgsky, en la versión considerada definitiva, hecha por el propio compositor en 1872, distinta de la habitualmente representada cuya orquestación se debe a Rimsky-Korsakov. Resulta oportuno, entonces, recordar al hombre que dio a conocer a Occidente esa obra maestra: Serge Diaghilev, el creador de los Ballets Rusos y uno de los mayores artífices de la revolución artística del siglo XX, cuyos ecos resuenan todavía hoy. En gran medida, de él provienen los criterios actuales con que consideramos a las vanguardias en todas las artes, incluyendo el diseño, la publicidad, la moda; de él, también, la actitud expectante de quien intuye, en datos todavía brumosos, las formas del porvenir.

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Aunque la cabezota de Diaghilev -desproporcionada, pese a su estatura- fue reproducida con frecuencia por pintores, escultores y caricaturistas del mundo entero, quizá nadie captó su personalidad como su compatriota, el gran pintor Valentín Serov, en lo que es tan sólo el boceto de un retrato nunca completado. Allí asoman la boca sensual, subrayada por leve bigote, los ojos melancólicos y penetrantes, el célebre mechón de pelo canoso que inserta una suerte de penacho inesperado en la espesa mata renegrida. Pero es el ademán de la mano derecha -en alto, sobre el brazo reclinado en un apoyo, a punto de recibir el peso de la cabeza-, en el acto de flexionar la muñeca y curvar los dedos, el que otorga carácter al retrato. Un gesto a la vez indolente y autoritario, el del director de orquesta al ordenar un ataque, el del jefe que no admite réplica pero podría atenuar la fiereza que ya se diluye en la mirada benévola. Es a partir de estas cualidades contradictorias como tal vez se entienda la condición de líder que caracterizó a este hombre múltiple.
 Hijo de un oficial del ejército y de una dama noble, Serguei Pavlovich Diaghilev, nacido en Gruzino, provincia de Novgorod, el 19 de marzo de 1872, mostró desde niño predisposición hacia la música. Sus padres, en buena posición económica, lo enviaron a estudiar con Rimsky-Korsakov en el conservatorio de San Petersburgo, pero pronto el maestro enfrentó al discípulo con la realidad: carecía de dones para ese arte. El muchacho no se deprimió: no sería un músico profesional, pero la belleza sería su profesión. Con la gracia mundana un tanto displicente que le daría prestigio en los salones, explicaba: "Como tengo talento para muchas cosas, pero genio para ninguna, decidí promover el genio de los demás".  

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Fabricante de genios

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Palabra cumplida. Para explicar la trayectoria de este fabricante de genios, conviene remontarse a dos años antes de su nacimiento, a 1870, cuando Savva Mamontov, un noble riquísimo, mecenas de las artes, compró una casa de campo en los alrededores de Moscú, Abramtsevo (donde había vivido Gogol), e instaló en ella -influido por los principios del inglés William Morris y su movimiento Arts & Crafts- una fábrica de cerámica artística. Mamontov se rodeó de diseñadores, escultores y pintores, a los que mantenía y estimulaba con generosidad e imaginación. Amaba el teatro y tenía, en su mansión moscovita y en Abramtsevo, pequeñas salas privadas donde se presentaron las primeras escenografías inspiradas en el folklore eslavo, con su particular estilo "ilustración de cuento de hadas": coloridas, minuciosamente detalladas en clave fantástica, sin duda derivadas de los íconos bizantinos (origen de la pintura rusa) y de las imágenes populares con que los juglares trashumantes hacían entender sus leyendas a los campesinos analfabetos, en Rusia como en el resto de Europa. Las primeras pinturas de Kandinsky o las características cajitas esmaltadas en negro con delicadas figuras legendarias, en venta aún hoy, hablan ese mismo lenguaje, entre rústico y refinado, de la imaginería eslava. A ella debe sumarse también el aporte de los escitas nómadas y el del Asia Menor, desde las bestias fabulosas venidas de los santuarios de Siria hasta las miniaturas persas, cosechadas en el Camino de la Seda a través de ciudades cuyos nombres resuenan en Occidente con ecos de Las mil y una noches : Samarcanda, Basora, Ispahan.

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Toda este portentoso cargamento iconográfico, de una riqueza ornamental inigualada, se volcó en las escenografías creadas para los teatros de Mamontov, de cuyos talleres surgió, tras una primera etapa estrictamente privada, la segunda generación de los grandes escenógrafos que deslumbrarían a Occidente: Bilibin (1876-1928), Korovin (1861-1939), Golovin (1863-1930), Natacha Gontcharova (1881-1962; descendiente del poeta Pushkin), Larionov (nacido en 1881) y el acaso más famoso, León Bakst (1866-1924). Todos ellos y el gran Alexander Benois (1870-1961) acompañarían a Diaghilev en su asedio y toma de París, a partir de 1906.

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Examen de una estrategia

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Del examen de la carrera de Diaghilev nace, en principio, la hipótesis de una estrategia muy hábilmente concebida. Tal vez no haya sido así, pero los hechos parecerían probarlo. Su primer movimiento fue acercarse a la galaxia Mamontov -quien en 1898 había llevado su troupe a San Petersburgo- e integrarse a ella. En 1904 fundó la revista Mundo del Arte , órgano de la asociación artística del mismo nombre, y promovió la aparición de otras ( Apolo , El Vellocino de Oro ) en las que colaboraron los más importantes creadores en múltiples disciplinas. Ya en 1897, Serguei (conservaba todavía el nombre eslavo, que más tarde simplificaría en el Serge francés) había llamado la atención en San Petersburgo al organizar una exposición de acuarelas inglesas. Al año siguiente fue el turno del arte escandinavo, con idéntica repercusión. Y en 1905 llegó por fin la de arte ruso, en el espléndido palacio de Táurida: allí estaban todos, los orfebres de las estepas, las alfombras del Turquestán, los vidrios pintados por artesanos populares, los bocetos de los escenógrafos, los grandes pintores con el tradicional Repin y el moderno Serov a la cabeza. Y puesto que los decoradores de teatro eran también dibujantes, grabadores y pintores calificados, lo que ellos expusieron es, desde una mirada actual, la simiente del arte de vanguardia, tal como florecería inmediatamente después de la revolución de 1917 y que el estalinismo haría abortar.

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De la capital junto al Neva, la gran exposición del arte ruso se trasladó a la capital junto al Sena, donde el éxito fue deslumbrante. Hasta ese momento y con pocas excepciones, el resto de Europa miraba a Rusia con una mezcla de recelo y condescendencia: un pueblo de rústicos, pese a los esfuerzos de Pedro y Catalina -Grandes, ambos- por "occidentalizar" a sus paisanos. Y, de pronto, el sereno clasicismo francés, el de la mesura y el refinado equilibrio, en 1906 descubrió -apabullado, de veras conmovido- la explosión de color, pasión, misticismo y crueldad que llegaba de las estepas.

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El asedio de París

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Sin embargo, Diaghilev no había dado todavía el golpe maestro. En 1908 estrenó en París la ópera de Mussorgsky Boris Godunov (con la orquestación de Rimsky-Korsakov), con Fiodor Chaliapin como protagonista. Fue la locura, el desborde, el público y los críticos quedaron sin aliento: los magníficos decorados y trajes de Golovin, con las cúpulas doradas, en forma de bulbo, de las catedrales del Kremlin, los ropajes saturados de pedrerías, la belleza indescriptible de los coros y, sobre todo, la actuación de Chaliapin -bajo barítono que, más allá de su voz magnífica, era un actor insuperable- arrastraban al delirio.

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La Ciudad Luz, en ese momento capital artística del mundo, había sido tomada por asalto por un pacífico ejército eslavo. Faltaba un paso más. El 18 de mayo de 1909, la inmensa sala del Châtelet estaba colmada: ministros, embajadores, duquesas, académicos y cuanta celebridad pueda imaginarse, en cualquier disciplina, estaban allí para ver qué nuevo sofocón les habían preparado los rusos. Y fue, una vez más, la aprobación unánime, la gloria definitiva. Diaghilev había sustraído de los teatros imperiales de su país a los bailarines más diestros y famosos, para formar con ellos el elenco de los Ballets Rusos: Anna Pavlova (que sólo permaneció un año con él y formó después su propia compañía), Tamara Karsavina, Ida Rubinstein, Michel Fokine, Lydia Lopokova (que se casaría con el famoso economista John Maynard Keynes) y el primero entre todos, Vaslav Nijinsky. A las ocho y media de la noche se alzó el telón y comenzó el milagro: El pabellón de Armida , música de Gluck, coreografía de Fokine, trajes y decorados de Benois, y la pareja ideal: Pavlova y Nijinsky. Con la última pirueta, estalló la ovación sin límite: las duquesas parecían dispuestas a arrojar sus diademas al escenario, la sala entera se puso de pie, hechizada para siempre por el mago.

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La pareja despareja

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Con la galera de copa balanceándose riesgosamente en su cabezota, el abrigo con cuello de piel, el bastón con pomo de oro, Diaghilev salió del teatro, entre aplausos y ramos de flores, imperturbable, como siempre. Con ese atuendo había visitado puntualmente, como lo haría cada noche de estreno a través de los años, todos los camarines, desde el de las estrellas hasta el de los partiquinos, impartiendo a cada cual la dosis de confianza y alegría con que debían enfrentar al público. Junto a él trotaba el pequeño demonio de rasgos tártaros que sería su creación y su tormento: Nijinsky, su amante, su discípulo, su inspiración. Nadie describió a la pareja con la agudeza y la ferocidad de Cocteau, tanto en una caricatura impiadosa como en un texto memorable:
"Nijinsky era de estatura mediana. En cuerpo y alma, todo él era de una deformidad profesional. Su cara, de tipo mongol, se unía al cuerpo mediante un cuello muy largo y muy ancho. Los músculos de muslos y pantorrillas abultaban la tela de sus pantalones y hacían ver sus pantorrillas como curvadas hacia atrás. Sus dedos eran cortos, como si les hubieran rebanado las falanges". Es probable que Diaghilev no viera, en esa noche luminosa de la primavera parisiense, ni el Sena, ni las torres de Notre Dame, ni el lomo húmedo de los puentes: veía la aurora de un mundo nuevo, el mundo que él -mezcla curiosa de gran señor y campesino- crearía, con todos los genios que su talento sabía reunir.

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En la segunda temporada, el 4 de junio de 1910, se presentó en la Opera de Paris (el Palais Garnier), Scheherezade , música de Rimsky-Korsakov, coreografía de Fokine, decorados y trajes de Bakst. Otro deslumbramiento, que repercutiría en la moda femenina y en la decoración de interiores. El modista Paul Poiret vestiría a las mujeres más bellas y elegantes del mundo como sultanas, odaliscas, bayaderas; verdes, amarillos, rojos, violetas estallarían en las habitaciones donde hasta entonces reinaban los estilos de los Luises; los suelos se poblarían de almohadones abigarrados, estridencias y discordancias cromáticas aportarían una vitalidad nueva, desconocida.

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De tumulto en tumulto

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Se sucedían los éxitos, pero no faltaban los trastornos: un compatriota joven, ambicioso, Igor Stravinsky, le proporcionó partituras a Diaghilev: El pájaro de fuego (1910), Petrushka (1911) y, en fin, La consagración de la primavera , que en 1913 ocasionaría, en el Théâtre des Champs-Elysées uno de los escándalos más memorables en la historia del espectáculo. La agresividad de la música y la inédita potencia expresiva de la coreografía creada por Nijinsky (un ritual de fertilidad en una Rusia primitiva, salvaje) enfurecieron al público, entre el que se hallaba Victoria Ocampo, quien a partir de esa noche se convertiría en ferviente admiradora del compositor. Otro tumulto similar produjo, en 1912, L après-midi d un faune , que sobre el poema de Mallarmé y con música de Debussy, coreografió Nijinsky. La sexualidad explícita de la danza, la perturbadora sensualidad de la música, la ceñida malla del protagonista (diseño de Bakst) y sus gestos de erotismo animal escandalizarían a no pocos espectadores.

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Casi todos los grandes artistas de la época colaboraron con los Ballets: Picasso, Braque, Derain, Marie Laurencin, firmarían los decorados; Debussy, Ravel, Honegger, Milhaud, Erik Satie, Prokofiev, Falla, Richard Strauss, las partituras. Diaghilev era el promotor de todas las audacias, de todas las vanguardias. Ni siquiera la Primera Guerra Mundial interrumpiría el flujo creador. Con su instinto soberano de gran empresario, Serge previó la Era del Jazz, los Años Locos, la Generación Perdida. Entre 1914 y 1918 llevó su compañía a España neutral y a una gira por las Américas, en cuyo transcurso perdería a Nijinsky, quien se casó en Buenos Aires, en 1917, en la iglesia de San Miguel, con una mediocre bailarina polaca, Romola de Pulsky. Diaghilev no se lo perdonó nunca y Vaslav enloqueció: murió en un hospicio de Londres, en 1950, a los sesenta años de edad, sin volver a bailar jamás.

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Muerte en Venecia

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Demás está decir que la Revolución de Octubre de 1917, que derrocó a la milenaria dinastía de los Romanoff e instaló al régimen soviético, determinó que ni Diaghilev ni sus artistas regresaran a Rusia.
Diaghilev, espléndido y pródigo, siguió acumulando éxitos y prestigio, pero no dinero. Carecía de fortuna personal. "No hace falta ser millonario -decía-, basta con vivir como si uno lo fuera". Murió en la pobreza más absoluta y en Venecia, como corresponde a un romántico, en 1929. Su gran amiga y colaboradora, la célebre modista Coco Chanel, y la excéntrica Misia Sert, pagaron su sepelio en el cementerio de San Michele, donde dos de sus discípulos, Serge Lifar y Léonide Massine, tuvieron el gesto shakesperiano de pelearse a mordiscos sobre la tumba recién cubierta. Cerca de él yacen los restos de Stravinsky (1882-1971). 

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María MILAGROS ROIBÓN

María MILAGROS ROIBÓN

 

La Inspiración: ¿Musas o Cadenas de Pensamientos?

Por María Milagros Roibón 

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Los escritores, especialmente, los noveles, nos enfrentamos a menudo con el síndrome de la hoja en blanco. Estas épocas de sequía se reconocen a simple vista por frases como "no logro algo que valga la pena" o "no se me ocurre nada". La capacidad inventiva se encuentra por el piso. La inspiración se vincula a una especial apertura o predisposición del espíritu que surge en "determinados momentos" por obra del destino, la casualidad o la magia. Sin embargo, este artículo pretende demostrar lo erróneo de esta concepción y abordarla desde otros enfoques. 

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Considero que la inspiración se halla en el individuo, no viene impuesta desde afuera ni es modelada por fuerzas sobrenaturales. Si bien, este fundamento puede parecer una obviedad, no lo será a medida que nos adentremos en el estudio de la cuestión pertinente. 

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 ¿Qué elementos impulsan el proceso creativo? Por lo general, una imagen, una palabra o alguna situación actúan como "disparadores" de la invención, los cuales pueden proceder o no del mundo exterior.  

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Piénsese en la inspiración como una añeja botella de vino tinto. El líquido, o sea, el material o contenido -pensamientos, recuerdos, ideas- almacenado en el cerebro, permanece fuera del alcance del paladar, es decir, de la conciencia. No obstante, está descansado, pero, a la expectativa de ser degustado o descubierto por el sujeto. Los disparadores se comportan como el sacacorchos del recipiente. Una vez destapado, el alcohol fluye a borbotones. Un mecanismo similar, aunque mental, sucede con los autores: cataratas de palabras salen a la luz ante determinadas locuciones, sensaciones o imágenes.  

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¿Cómo se explica que la inspiración alumbre un parto que comienza con un término o frase para convertirse, inmediatamente, en un aluvión "desordenado" y "anárquico" de reflexiones, personajes, metáforas y hechos? Muchos autores responderían: "libre asociación". Sin embargo, me aventuró a sostener que la misma no existe o, al menos, no es tal como la imaginamos.  

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La única explicación posible se halla en que archivamos toda la información bajo estructuras o cadenas de pensamientos, las cuales se extraen del subconsciente. "Aparentemente", no poseen ningún nexo o sentido entre ellas, pero, si lo tienen en el inconsciente. Por eso, aparecen en forma copiosa y abrupta, sin ningún esfuerzo previo.  

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En síntesis, el estado de inspiración desnuda las redes o estructuras de relaciones de información y/o contenido, que subyacen en las capas más profundas de la psiquis, a través de "disparadores" (significados, conceptos, recuerdos, palabras, sentimientos, impresiones, etc.) que se relacionan o forman parte de dichas redes. Esto condiciona, la gestación de tal o cual cadena de pensamientos y no otra.  

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La escritura libre y el trabajo diario develan las diferentes cadenas e interrelaciones, únicas e irrepetibles en cada persona. De esta manera, no sólo se pule y perfecciona el estilo, sino que la redacción alcanza mayor nitidez y verosimilitud. La literatura consistiría, en última instancia, en un acto de auto-revelación a pesar del tiempo y de uno mismo.  

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María Milagros Roibón es una poeta y escritora argentina y  una de las creadoras del portal literario Poetas en la Red. 

Articulo : http://elnuevocojo.com/  

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