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Revista Literaria AZUL@RTE

OTROS

KARMASENSUAL 2

KARMASENSUAL 2

 

Karmasensual2 karmasensual2@friulinelweb.it

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Les hago conocer a los autores y relatos seleccionados para integrar el libro que editará gratuitamente "El Taller del Poeta" para fin de noviembre 2006. El libro este año se titulará: “Karma sensual2: Historias de pueblo” y se compondrá de los 16 (dieciséis) mejores relatos seleccionados por el jurado estable de “Karma sensual”, junto a datos de los autores.  Los textos ganadores, por orden de arribo al concurso, son: (avísenme por favor si cometí algún error al transcribir datos) 

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“El máximo error“- Cristina Validakis- Argentina.

“Ahora que remuevo el café”- Pedro Felix Novoa Castillo- Perú.

“El café no sabe igual“- Néstor Hernán Pedraza Hurtado- Colombia.

“Jamás te quites la venda“- Marcelo Brignole- Argentina.

“Amor a lo grande“- Susana Camilletti- Argentina.

“El papiro del deseo”- Carlos Gustavo Bellorín García-Miguel- Venezuela.

“Cristine“- Armando Aravena Arellano- Chile.

“Historias de mi pueblo“- Verónica Roxana Duffau- Argentina.

“Tiempo de juegos“- Carlos Pineda González- España

“Se movía, demonios, se movía“- Juan Ángel Laguna Edroso- España-Francia.

“El servicio“- Ana Inés Urrutia- México.

“101 días sin nieve“- Miguel Rodrigo Gonzalo- España.

“Con un antiguo gusto a limón“- Graciela Diana Pucci- Argentina.

“Bajo sus dedos“- Graciela Diana Pucci- Argentina.

“La cuadra“- Juan Carlos Perez Lopez- España

“Dame mi amor, la eternidad“- Paula Salmoiraghi- Argentina. 

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Felicitaciones a los ganadores y agradecemos a todos los participantes que confiaron en nosotros.

El Subtema del próximo año será: “Amor y humor”.Gracias de corazón.

Marta Roldán 

E-mail: fama@enterinformatica.com.ar
           fama@friulinelweb.it
Site: www.enterinformatica.com.ar/crearparaleer
        www.friulinelweb.it/unmododidire
Colaboradora externa de la Asociación Cultural Italiana "La Nueva Musa"
Colaboradora en la revista "La fuente de las 7 vírgenes".
grupo Crearpoesia: crearpoesia-subscribe@gruposyahoo.com.ar
Noticias literarias:
http://www.grupobuho.com/modules.php?name=Content&pa=showpage&pid=1     

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Ganador: Cristina Validakis - Argentina 

Reconocimiento para una escritora de Río Tercero 

Dos obras de la escritora riotercerense Cristina Validakis fueron recientemente seleccionadas para participar en la antología que editará el Centro de Promoción de las Artes y las Ciencias de Buenos Aires. Junto a trabajos de autores de todo el país se publicarán el cuento "El máximo error" y la poesía "Cada segundo", que se reproduce en esta página, pertenencientes a la escritora de Río Tercero. Ambos trabajos fueron seleccionados a través del concurso Latinoamericano "Contraluz". Además, la autora local junto a las también escritoras riotercerenses Armida Tagliasachi y María Cristina Mugas, fueron reconocidas por la Legislatura de Córdoba por su participación en las diferentes antologías que editará Nuevo Ser Editorial, de la ciudad de Buenos Aires.  

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Cada segundo 

De pronto, la imagen de mi lápida me diceque el tiempo, mis torpes decisiones apresura,y su faz de piedrase torna indefectible, y más segurapara apoyar la sien, y decidir,y sepultar vertiginosas dudas. 

Allí, donde otros creeránllorar la muerte de mis vivencias truncas...nace esta otra mujer,intrépida, indagante, aún más pura,la que sabe que en su lápidanadie sabrá jamás plasmarni los temores, ni la angustiaque la obligaron a elegir,que la impulsaron a vivirsus sueños y placeres con premura. 

Allí, donde otros pondrán florespremiando mis vivencias, con coronas,nace esta otra mujer, la que no duda,en abrazar cada segundo agradecida;y sale del dolor y los fracasosaún más enaltecida... 

De pronto... la imagen de mi lápida me grita,como si ya estuviera allícomo si viera el mármol fríoy lo sintiera en las venas,que mi andar es limitado, y el final,irrenunciable y sorpresivo. 

Y ver en ella, la efigie de nombre escritoaunque de mí, nada explicite, porque no habrá epitafio que contemplemis triunfos, mis caídas y mis luchas,lo que no me animé a hacer,por cobardía o dejadez,ni cuán valerosa o ardua fuecon mis días, cada cita. 

Porque no es solamente, vivir así de prisa,sino, que al abrir los ojos y vermeeternamente en la propia sepultura,entender que sólo es sabio si vivísin sentirme aletargada o vacía.Intensamente, capaz y más despiertacada segundo valioso de mi vida. 

Cristina Validakis   

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El máximo error

El que se publica a continuación es un cuento de la escritora riotercerense Cristina Validakis, inspirado en un hecho real, ocurrido en la ciudad de Río Tercero. La obra formará parte, con el nombre "El prisionero", del libro de novelas históricas breves de la autora, aún inédito, titulado "De raíces y huellas".Por Cristina Validakis 

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La galimatía de colores del atardecer, iba golpeando, perezosa, las cumbres serranas y derramándose en los espinillos del monte que me vieron crecer. Mis ojos, infantiles aún, observaron nuevamente el espectáculo cotidiano con una mezcla de asombro y expectación. ¡Cómo amaba esos paseos! Recibir el aire fresco en la cara y retozar ociosamente en el pasto. El mundo se vislumbraba maravilloso.

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Mi madre se hallaba recostada en el tronco de un árbol con los ojos entrecerrados. Bella y tranquila. Disfrutando del paisaje como todas las tardes otoñales. Pero ya se acercaba la hora de abandonar ese remanso. Entonces, ella se incorporó, se acercó gozosa, nos acarició por última vez en la cabeza y comenzó a andar con sus pasos majestuosos y suaves sobre el acolchado pastizal seco, casi sin hacer ruido, perdiéndose luego por el sendero entre el matorral de cañas. Mis hermanos corrieron entusiasmados tras ella, en una vocinglería feliz, mientras, recostado de espaldas y aún jugueteando con varias ramas, me entretuve un segundo. Sólo un segundo de solaz y distraído regocijo... extraño y fatal... Determinante. Ese segundo en el que cometemos el máximo error, el que nos cambia la vida.

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Entonces un estampido seco perturbó la impermeabilidad pacífica del crepúsculo. Llantos y gritos. Gruñidos extraños y roncos. Más estampidos... Y un silencio más impactante aún. Mortal y omnipresente. Silencio de aves del monte acobardadas, silencio de insectos intimidados. Vigilia total... Un manto de asimétrica negrura, fue ocultando lentamente el paisaje con su atuendo de sombras cada vez más atemorizantes. Mientras iniciaba la búsqueda inútil de mi madre, mis ojos se anegaron y lloré como jamás había tenido posibilidad de hacerlo. La soledad y la sombra, me acometieron de una manera desconocida, con su terrorífica y palpable autarquía.

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Durante toda la noche deambulé en forma azarosa entre matas espinosas y prados brillantes por la luna llena, sin saber hacia dónde ir. Sólo mi madre conocía el camino hacia el hogar. Y siempre había confiado en contar con ella. Ahora, casi paralizado del terror, aturdido de zozobra, debía hallarlo solo. Tal vez, cuando llegara allí estarían ellos, mi familia. Y todo volvería a ser como siempre. Mis músculos se movieron impulsados por una necesidad imperiosa de llegar hacia la tranquilizadora vida que acababa de serme injustamente arrebatada. Y mis pies se movieron, hasta que el sueño me alcanzó y recostado en busca de una protección inalcanzable, bajo un árbol de corteza dura y helada, me doblegué a las inevitables pesadillas que el sopor nocturno trajo.

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No sé cuánto tiempo duró mi adormecimiento, pero cuando desperté me esperaba una sorpresa más horrenda aún: algo o alguien, me había tomado prisionero y ahora, encerrado en una oscuridad más incomprensible que la del sueño me trasladaban en forma bamboleante. Intenté moverme y escapar, golpeando desesperado con mis manos, la inesperada y reclutoria cárcel de dimensiones tan estrechas. Pero nada conseguí. Ni siquiera me fue posible cambiar la incómoda posición decúbito dorsal en la que me hallaba. Y así continué durante mucho tiempo hasta que debo haberme adormecido nuevamente. Un golpe sobre mi espalda me obligó a abrir lo ojos, con la rara esperanza de haber estado soñando. Con la ilusión de ver nuevamente a los míos, y sentir el roce de sus suaves pieles y sus voces tranquilizadoras. Pero en cambio, me hallaba en un lugar de rara iluminación, tirado sobre una superficie tan lisa y deslumbrante a la que me costó acostumbrar mis ojos. Con una brusquedad angustiada intenté girar e incorporarme, pero resbalé y caí sobre ella. Lo intenté varias veces, y noté que mis pasos eran prácticamente imposibles, casi no me podía sostener. Entonces enormes sombras se elevaron a mi alrededor y me acorralaron. Al levantar la vista, unos seres extrañamente espantosos, que jamás había visto, me tomaron, me apretujaron y pasaron sobre mi piel sus extremidades lisas y gelatinosas de una manera imposible de describir, casi repugnante, impregnándome con el fétido olor de sus epidermis. Pero de alguna forma, luego de un rato comenzó a resultar agradable ese contacto cálido, y notoriamente carente de la violencia que había temido y que mi soledad angustiada necesitaba. Era un consuelo volver a sentir la tibieza de alguna piel cerca. Aunque no fuera la que conocía desde mi nacimiento.

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Pronto, mi olfato se impregnó de olores irreconocibles y confusos... acres... dulzones. Algunos misteriosamente apetitosos. En los momentos en que los curiosos seres me dejaban solo, y con un recelo instintivo, fui recorriendo lentamente lo que parecía iba a ser, por el momento, mi nuevo hogar. Y digo por el momento, porque si bien, no me hacían daño, me hallaba como víctima del destierro, en un enclaustramiento total ya que mantenían cerradas las posibles salidas del lugar. Sí, es cierto que me cuidaban. Me hallaba alimentado con productos que al principio me desagradaron y a los que con el paso de los días me acostumbré y hasta llegué a apreciar. Por la noche tenía abrigo y seguridad. Y sobre todo, nada, absolutamente nada qué hacer. Sólo en algunos momentos, en que los seres necesitaban tocarme, pasar sus pieles contra la mía, como acariciándose a sí mismos. Otras veces, corrían a mi alrededor. Y yo corría también con ellos. Eso parecía encantarles, porque estiraban sus bocas en lo que parecía una sonrisa y emitían bufidos y extraños chillidos. En algunos momentos me cansaban sus juegos y entonces les saltaba encima hasta hacerlos caer. Así, los que terminaban cansándose de la actividad eran ellos y me dejaban tranquilo.

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En realidad, con el tiempo, me empezó a agradar la compañía de mis inofensivos propietarios y, hasta podría decir, que los extrañaba cuando se marchaban. A pesar de ello, estaba seguro que ni bien tuviera la oportunidad, debía huir. Ni siquiera sabía hacia dónde, porque tampoco sabía dónde me hallaba, ni en qué clase de lugar me habían hecho prisionero. Más allá de las comodidades que me proporcionaban, no dejaba de ser una cárcel en la que había caído, quién sabe por qué. Por más que pensaba y pensaba, no lograba entender cuál era el motivo por el que me mantenían allí. No había razones posibles. No me hacían trabajar, no pretendían que aprendiera nada, a no ser que no ensuciara el piso, por lo que pusieron un tacho con tierra que supuestamente debía usar. Una vez que lo hice, nada más pretendieron. Y aparentemente, tampoco pensaban emplearme como alimento.

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El momento en que más extrañaba mi mundo, era por la noche. Cuando en ese rutilante salón de perfectos brillos, me llegaban los sonidos externos. Sonidos que me transportaban a otra época, otro lugar en el que nada me impedía elegir, ser libre. Y principalmente, era cuando más ansiaba ver un rostro como el mío y acariciar o ser acariciado por alguien como yo. Con mi piel, con mi olor, con mi voz y mi idioma. Y sentía en mi cuerpo una necesidad imposible de canalizar. Fruto de la indigencia de vivencias compartidas con los pares. Una urgencia incontenible de la carne. Y de expresión natural e instintiva de sentimientos.

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Cuando la monotonía de mis días y los nuevos hábitos impuestos, parecían haberse instalado en forma perpetua, una mañana, me cargaron en algo, no sé qué, jamás había visto una bestia o aparato semejante. Con gruñidos y aullidos desaforantes se movía a una velocidad que en mi mundo no podía igualarse. Nuevamente encerrado en un espacio pequeño y oscuro. Pero nada de eso ocurrió. Por un momento tuve la ilusión de que me devolvían con mis congéneres. En cambio, me encontré dentro de otro lugar similar al que había sido mi hogar durante tantos... ¿días, meses, años...? Ya me era imposible calcular el tiempo que llevaba en esa nueva vida. Sólo percibía que mi cuerpo había cambiado. Sí, había crecido. También lo había notado cuando me reflejaba en las superficies pulidas del piso o las paredes. Ya no era un niño. Indudablemente había pasado demasiado tiempo desde que me habían atrapado. Toda una vida. Y en esa vida había perdido todo. Mi identidad, mi naturaleza, mi idioma, mi familia... el universo que conocía. Y nada había adquirido a cambio. Sólo esta apremiante necesidad de salir. De huir. De dejar de ser el prisionero.

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Una noche, como tantas otras, desperté por un sonido proveniente de la puerta que, sabía, daba al exterior. Sorprendido esperé la entrada de uno de los seres por allí, pero nada pasó. O sí, algo insólito e inesperado. La entrada milagrosa de un rayo de luz que enseguida reconocí. La luz que en mi terruño, provenía de la luna llena. Sigilosamente me acerqué a la puerta. Con temor y expectativa logré llegar a ella y nuevamente mis sentidos se impregnaron de un aire maravillosamente fresco y en mis pupilas, se dibujó el increíble astro en plenilunio, de la noche de mi abandono. La noche en que empecé a ser un prisionero. Sí, allí estaba ella. Tan alta y redonda como siempre. Tan blanca y brillante como los pisos sobre los que acostumbraba a caminar. Y la tierra, ya no contenida en un tarro, sino interminable hacia adelante... hacia los pastos verdes. Y comprendí que hay cosas que jamás, un adoctrinamiento o domesticación extranjera pueden cambiar. Aquellas sensaciones que forman parte del reguero de reminiscencias de nuestra formación ancestral. Aquellos instintos que germinan de nuestra naturaleza más insondable. Mi cuerpo, mi mente, mis percepciones todas, volvieron a aquella fatídica noche. Entonces, corrí bajo la luna llena. Como hacía... meses, años... que no lo hacía. Y todas mis articulaciones y músculos anudados y deplorablemente sometidos al cautiverio, se desvelaron como despertando de una pesadilla. Nuevamente sobre la tierra, sobre el pasto... nuevamente bajo el cielo... con el aire penetrando a raudales en mis pulmones, extendiendo las aletas de mi nariz y percibiendo olores antiguos y originales. Un poco más allá una pared detuvo mi huida. Pero no, ahora nada impediría que volviera a mi hogar. Nada me detendría. Con un impulso invencible, soñando con los espacios abiertos que me esperaban, me proyecté en un salto sobre ella y caí del otro lado. Inmediatamente comprendí que no era lo que yo esperaba. Todo el lugar estaba cercado por edificaciones oscuras y brillantes, en las que la luz de esa luna tan similar a la de mi mundo, se multiplicaba indefinidamente. Las construcciones eran similares a la que me había mantenido preso. No obstante, seguí corriendo entre ellas, salté nuevos muros de diferentes tamaños. Pero siempre hallaba otro... y otro... Imposible contarlas, ni calcular el tiempo que corrí en ese laberinto. En esa desesperación alocada, salté otro muro y de golpe, me estampé contra una superficie translúcida que se partió en mil pedazos sobre mi cabeza. Y cerré los ojos vencido. Mucho tiempo después, la luminiscencia lunar fue reemplazada por unos tímidos rayos penetrando por una ventana alta. Había amanecido. Poco más tarde, se oyeron las sirenas, los gruñidos de animales, y ruidos de aparatos. Allí estaban. Venían a buscarme. Pero no pensaba salir. Si me querían, deberían entrar por mí. Sólo que ahora, no me atraparían vivo. Porque el encierro me había transformado en un ser desesperado, dispuesto a luchar por su vida, por su natural dignidad. Pronto, varios de ellos, intentaron acercarse y arrojarme un objeto, algo así como ramas enredadas entre sí, pero logré desplazarme a tiempo en el ínfimo reducto en el que me hallaba recluido, cayendo a mi lado. Finalmente se abstuvieron de acercarse y sólo me miraban por la alta ventana. El tiempo transcurrió lentamente, pero los ruidos del exterior, lejos de disminuir, fueron en aumento. Noté que trabajaban en la ventana, sin saber qué hacían allí. Cuando lo pude entrever, ya era demasiado tarde. Uno de ellos, introdujo un elemento desconocido, y cuando estaba por incorporarme para atacarlo, el intenso y sorpresivo dolor me inmovilizó. Poco a poco, mis miembros se endurecieron y mi visión se nubló. Así, totalmente paralizado pude ver, con una atemperada pavura, que se acercaban ante mi completa inmovilidad, que me tomaban entre sus extremidades, ante mi torturante impotencia. Y me sacaban del inútil refugio que, crédulo de su protección, había hallado. Nuevamente me encontré encerrado esta vez, en una jaula de rejas duras, pero a través de las cuales, pude ver cómo me cargaban. Y, a mi alrededor, todos ellos. Tantos, imposible de contarlos. Nunca hubiera imaginado cuántos eran. Al fin y al cabo, en mi encierro, sólo llegué a conocer a unos pocos.

-"No les haré daño". "Déjenme volver con los míos, a mi lugar"- quisiera gritarles.

Pero no comprenderían mi idioma. Y mucho menos, esta necesidad acuciante de libertad que me acongoja. O esta tenaz e insalubre inquietud que se ha instalado insaciable en mis pensamientos. Ni este instinto insatisfecho que requiere con porfía, una pronta complacencia.

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No puedo hablarles y sólo los miro. Con la esperanza de que alguno entienda. Con la ilusión de que al menos uno de ellos, intuya por simple identificación mi sufrimiento.

Mucho tiempo después, despierto en un lugar distinto. Por un momento la euforia me invade como un remolino al ver los árboles, el pasto, el sol. Y lo más increíble. A lo lejos alcanzo a divisar un ser que se me asemeja mucho, cerca de unas piedras. Entonces, cuando abren mi jaula salto, y corro sobre el césped húmedo a su encuentro. Libre al fin, devuelto a mi lugar. Entonces, al acercarme lo miro con asombro. Lo primero que noto son sus ojos, tan tristes de sometimiento, en una total apatía de emociones. Y luego su piel, de otro color. Y por último, las disimuladas rejas de la misma tonalidad de las plantas, que nos separan. Y que nos encierran. Atraído por un titilar rutilante de colores, levanto mi mirada. Y allí está el cartel. No entiendo lo que se ha escrito en él. Pero lo sé... mi instinto me lo dice. Y recuerdo, que alguna vez oí que las mascotas exóticas, cuando se tornan peligrosas, van al zoológico. Sí, ahora, puedo entender cuál fue mi verdadero error. Durante todo este tiempo, simplemente fui una mascota.

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Ególatras e ignorantes, que puedan pensar, por un instante, que me engañan con sus disfraces absurdos, vistiendo la jaula con árboles y pastizales y hasta un hilo de agua artificial y clorada, creídos en su necedad, haber logrado imitar burdamente un hogar natural imposible.

Ingenuos inmutables, en su vana creencia de haber anulado mágicamente mis instintos de lucha y mis deseos de huir.

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¿Qué argumento esgrimiré, ahora, que están convencidos, de haber hallado la mejor solución a mi molesta e inoportuna presencia? ¿ Cómo podré explicarles, que sólo han puesto ante mí un espejo de la vida que me quitaron y que aún, indeleble, con más fuerza sigue palpitando en mis venas? ¿Cómo seguir subsistiendo, entonces, en la falsaria creencia de ser libre, cuando nadie, absolutamente nadie, comprende que en el ornamentado hábitat de la reserva, sólo sigo siendo un prisionero...?Tontos, soberbios y petulantes que pueden dormir tranquilos, en la inútil convicción de que yo, un puma, felino carnívoro y predador, león americano, nacido en el monte serrano, pueda existir y ser feliz alguna vez, viviendo en cautiverio. 

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http://www.internetxaire.com.ar/tribuna/noticia.php?_edicion=241&id=10740 

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Dominique GASIEWICZ

Dominique GASIEWICZ

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Dominique GASIEWICZ. : dominiquemarie03@hotmail.com 

   

17 años desde ya… Cartas sobre el muro 

La exposición 'Cartas del otro lado' se realiza en el Museo de la Comunicación de Berlín. 

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Para celebrar los 17 años de la caída del muro de Berlín, los alemanes pueden ver por primera vez los rastros de las dificultosas comunicaciones entre las dos Alemanias a través de sus cartas. Todo esto gracias a la exposición titulada 'Cartas del otro lado' que se lleva a cabo en la ciudad de Berlín en las instalaciones del Museo de Comunicación.

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Todavía hoy se puede ver al lado de las puertas de muchos apartamentos berlineses un lápiz colgado de su marco con una serie de pequeños papelitos para escribir.

En la Alemania Oriental habían tan pocos teléfonos que siempre era una aventura decidir visitar sin aviso a amigos o novias. El consuelo de una visita fracasada era escribir algo en esos papelitos.

En la Alemania Oriental el único medio de comunicación efectivo dentro y fuera del país era el correo. Pero en un sistema como el de la Alemania comunista, la comunicación entre sus habitantes y entre ellos y los extranjeros era vista también como una posible amenaza. 

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Vigilantes kafkianos

Cuesta trabajo imaginarse la revisión del correo de la Alemania Oriental. Un total de 2.000 empleados trabajando kafkianamente todos los días del año, abrían diariamente 90.000 sobres, leyéndolos escrupulosamente para buscar conspiraciones, amenazas, desviaciones.

Aparatos para hacer traslúcidas las cartas, otros para abrirlas y cerrarlas sin dejar rastro son parte del inventario de métodos que la Stasi -la policía secreta de la República Democrática Alemana- usaba para espiar la correspondencia.

Pero todos sabían o sospechaban al menos la censura.

"Entre los amigos de Alemania Occidental se ponían entre paréntesis los temas políticos; se argumentaba que era la única forma de evitar conflictos y hacer posible que siguiera el contacto a través de cartas" comenta una de las curadoras de la exposición, Silvia Fischer. 

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La caza de los críticos

Una de las víctimas de esa censura fue Rudolph Winkler, un tranquilo y apolítico procurista de Magdeburgo que en 1961 comenzó a escribir cartas anónimas de protesta contra las tergiversaciones de la información a varios diarios de la Alemania Oriental.Cuatro años después, luego de 14 cartas y una municiosa persecución, la Stasi dió con Winkler y el gobierno de la RDA lo condenó a cuatro años de cárcel por " propaganda antiestatal".

De todas maneras se pueden leer cartas con vehementes críticas al sistema de la RDA, otras que advierten los peligros de tales críticas, cartas obligatoriamente banales y otras que tras su resignación susurran historias trágicas, como ésta de una niña en Berlín Oriental a su madre en Berlín Occidental:

"Berlín, 14 de Octubre, 1965

Querida mamá: una compañera de mi clase viajará a la casa de sus padres al otro lado del muro ¿Podría pasar a visitarlos a ustedes? Le daría algunas flores para tí o algo parecido. Tu hija que te extraña. Angela."

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Hay también cartas de amantes que se enamoraron luego de una visita de uno de ellos a Berlín Oriental. Caminar de la casa de uno a otro habría insumido algunos minutos, con el muro de por medio la dificultad de encontrarse parecía aún mayor a la de vivir en dos continentes distintos. 

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Los paquetes amarillos

Había sin embargo un envío de correos que alegraba a todos, los "paquetes amarillos", que mandaban los habitantes de Alemania Occidental a sus parientes, amigos y hasta a desconocidos de la Alemania Oriental.

Los paquetes estaban llenos de productos inalcanzables para los habitantes de la RDA, me cuenta Wiebke, que pasó su infancia en Berlín Oriental:

"Siempre era como un evento especial cuando llegaba uno de esos paquetes amarillos. Mis papás esperaban hasta que se juntara toda la familia en la mesa para abrirlos todos juntos: mi papá, mi mamá, mi hermano y yo. Adentro venían chocolates, café, jabones, champiñones en lata o piña en lata, cosas que no había en la RDA y que considerábamos un lujo".

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Hoy, poco después de celebrarse los 17 años de la caída del muro, muchas familias y enamorados pudieron reencontrarse, pero para otros fue demasiado tarde. Angela, la pequeña que fue separada de su madre, nunca la volvió a ver. 

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BBC World

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Juan Manuel GÓMEZ

Juan Manuel GÓMEZ

 

Celan y Heidegger: diálogo en el silencio

Por George Steiner

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Para los Presocráticos, la poesía y la filosofía eran lo mismo. Las conjeturas cosmológicas y las argumentaciones eran expuestas en verso. El problema comenzó con la discriminación categórica que hizo Platón entre “las verdaderas funciones” del discurso filosófico y la pedagogía, por un lado, y la ficción, incluso irresponsable, a la que la poesía y sus rapsodias eran inevitablemente propensas, por el otro. El sentido inicial de armonía entre la filosofía sistemática y la expresión poética nunca ha estado por completo perdido. Se manifiesta en los escritos de Lucrecio, Pope o Voltaire. Repetidas veces, en sus diarios y cuadernos de notas, Wittgenstein expresa el deseo de que sus intuiciones filosóficas pudieran encontrar una articulación adecuada en poesía (Dichtung). Pero el vínculo ha sido cada vez más incómodo. Grandes maestros de la filosofía, como Descartes o Spinoza, hablan por muchos filósofos cuando sugieren que el ideal del análisis filosófico debiera ser el de las matemáticas o el de la abstracción sin compromiso de la lógica. Mallarmé (lector atento de Hegel) replicaba con agudeza que la poesía está hecha de palabras, no de ideas.

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En el contexto del siglo XX, el encuentro más fascinante y productivo entre la filosofía y la poesía es el que se dio entre Paul Celan y Martin Heidegger. Ha sido objeto ya de una extensa literatura suplementaria, obstaculizada inevitablemente por el hecho de que el conjunto de la obra de Heidegger continúa en proceso de publicación, con frecuencia en ediciones inaceptables, y por “las circunstancias oscuras” que siguen, en gran medida, caracterizando la vida privada de Celan. Lo que ha abierto una línea de investigación es la disponibilidad de muchos de los papeles póstumos de Celan en el Archivo Literario Nacional de Marbach, donde se encuentran también, sobre todo, los ejemplares de los libros de Heidegger en los que Celan realizó anotaciones minuciosas durante periodos cruciales de su propio desarrollo teórico y poético. Quizá nada nos haya permitido echar un vistazo tan cercano e intrincado a la forma en que trabaja un poeta mayor desde que se publicaron los cuadernos de notas de Coleridge y sus apostillas. El mérito indudable de Paul Celan et Martin Heidegger: Le sens d'un dialogue (Fayard), de Hadrien France-Lanord, es estar entre los primeros trabajos que explotan este material y abren pasadizos que lo hagan accesible al gran público. Ante los hechos, no hay duda. Celan estableció contacto con la obra de Heidegger en 1948.

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El intermediario parece haber sido Ingeborg Bachmann, con quien Celan mantenía una relación cercana. La tesis doctoral de Bachmann tuvo por tema “la recepción crítica de la filosofía existencial de Martin Heidegger”. De 1952 en adelante, Celan leyó y anotó un buen número de textos decisivos de Heidegger: Ser y tiempo, Introducción a la metafísica y Arte y poesía entre ellos. Los comentarios a Hölderlin, Stefan George y Trakl llamaron especialmente su atención. Por su parte, Heidegger se había percatado del desarrollo de Celan y de su ya controvertida importancia en la poesía alemana. Después de un angustioso titubeo, y en respuesta a la presencia de Heidegger en una lectura de sus poemas —gesto extremadamente raro en Heidegger— Celan accedió a visitar el célebre retiro del filósofo a la “cabaña” de Todtnauberg, cerca de Friburgo. Este encuentro tuvo lugar a finales de julio de 1967. Se reunieron dos veces más, en junio de 1968 y en marzo de 1970 (de nuevo Heidegger había asistido a una de las últimas lecturas públicas de Celan). Fueron pocas las cartas que intercambiaron, y son todavía menos las que parecen haberse conservado.

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Esto es todo, y cuán escaso es. No obstante, los comentarios, interpretaciones y conferencias con respecto a la relación entre el pensador y el poeta se han multiplicado rápidamente. Ahora inundan una academia parásita y la industria del periodismo. Numerosos “testigos” afirman haber escuchado tanto a Celan como a Heidegger debatir entre sí sus juicios e impresiones. Tomando en cuenta lo casi patológicamente reservado que era Celan, incluso con sus pocos amigos íntimos, y la arrogante cautela de Heidegger, tales afirmaciones son en su mayoría, autocomplacientes. Por su parte, los análisis de los textos, en especial el del famoso poema en el que se sigue desde el comienzo la visita a Todtnauberg y la caminata por los alrededores, son demasiado a menudo polémicos, tienen una motivación ideológica y, de nuevo, son autocomplacientes. Los reportes que Celan hizo a su esposa y a su círculo de amigos cercanos sólo complican las cosas.

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Lo que nos deja perplejos es que Celan haya estudiado con mucha intensidad las obras de Heidegger y que los dos autores se hayan conocido. El genio de Celan residía en la insoportable paradoja de tener que hablar en el idioma de quienes habían atormentado a su padre hasta matarlo y habían asesinado a su madre. Para él la muerte “era un amo más allá de las fronteras de Alemania” —esta frase resonante llegó a ser aplicada a Heidegger—, y un poema era un “apretón de manos”; un acto más desnudo de confianza mutua, más arriesgado para el espíritu humano que ningún otro. Como he intentado mostrar, la elíptica, exhaustiva inventiva de Celan y su alemán a menudo hermético es una autotraducción. Es un intento, siempre frustrado, aunque también radicalmente iluminado, como ninguna otra poesía después de Hölderlin, de “traducir” lo inhumano a un idioma alemán “al norte del futuro”.

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Por su parte, Heidegger encarnaba no sólo aspectos ciertamente complejos y heredados del nazismo, sino la orgullosa convicción de que el alemán, la lengua de Kant, Schelling y Hegel, podía por sí sola (junto con el griego antiguo) exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. El patrimonio hebreo en la cultura occidental, tan vital para Celan, jugaba un papel casi inexistente en las fuentes de Heidegger. La Selva Negra, la cabaña, la vestimenta rústica de Heidegger, habían llegado a simbolizar casi todo lo que aterrorizaba a Celan. Significaban el renacimiento potencial de la barbarie teutónica que obsesionaba a Celan, y que, gracias a las difamaciones esparcidas por Claire Goll acerca de su trabajo, lo condujo al borde de la locura.
¿Cómo aventurar una manera de medir la indudable empatía entre estos dos hombres o entre estas dos obras?
La influencia de Heidegger ya había penetrado en el pensamiento francés a lo largo de la década de los cuarenta. En diversos sentidos, Ser y tiempo fue considerado fundamental por Levinas, por Sartre y, más tarde, por Derrida. Jean Beaufret se volvió el portavoz del maestro. Durante la década pasada, y a pesar de la evidencia adversa, la guardia pretoriana francesa se agrupó en torno a la reputación política y humana de Heidegger. Hadrien France-Lanord es, con mucho, miembro de esta camarilla protectora y apologética. Por consiguiente, su tratamiento de la figura total de Heidegger, sin duda compleja, raya en el escándalo. Según él, la relación de Heidegger con el nazismo fue un breve “error”, esencialmente finiquitado y enmendado por su renuncia a la rectoría de la Universidad de Friburgo después de diez meses decepcionantes. Al cabo de lo cual, su permanencia fue una resistencia estoica, un esfuerzo incomparablemente profundo y clarividente por comprender al nazismo como un elemento de la enorme catástrofe del nihilismo occidental y de la tecnocratización. En el fondo, Heidegger nunca “olvidó su falta” pero eligió integrarla dentro de una crítica del destino del Ser, con lo cual el suyo fue un entendimiento único, profético. Los detractores de Heidegger son charlatanes malévolos o ideólogos contaminados con obsesiones radicales pro semitas.

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Esto, por supuesto, es evadir o falsear lo obvio. Los pronunciamientos de Heidegger sobre el Verjudung, la “infección del judaísmo” en la vida espiritual alemana, son anteriores a la ascensión de Hitler al poder. Los discursos que pronunció en 1933 y 1934 elogiando al nuevo régimen, su trascendente legitimidad y la misión del Führer, perduran en la ignominia, así como la decisión de Heidegger de reimprimirlos —orgulloso de su integridad— en una edición de 1953 de su Introducción a la metafísica, la famosa definición de los altos ideales del nacionalsocialismo. Otra máxima, aún más célebre, ocurrió en una de las lecturas que Heidegger pronunció en Bremen en 1949. Equipara la masacre de seres humanos (Heidegger evade tímidamente la palabra “judíos”) con la agricultura en serie y la tecnología moderna. Como la entrevista publicada por Der Spiegel en 1966 deja en claro, Heidegger simplemente no estaba dispuesto a expresar cualquier opinión directa sobre el Holocausto o sobre el papel que él desempeñó en el miasma retórico y espiritual del nazismo. Era un silencio formidablemente astuto. Permitió a Lacan declarar que el pensamiento de Heidegger era “el más encumbrado del mundo” e hizo posible que Foucault basara su modelo de la “muerte del individuo” en el “post humanismo” heideggeriano.

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No se trata necesariamente de valoraciones equivocadas. Sobre todo porque cada vez más el pensamiento de Heidegger apuntala el desarrollo de la filosofía moderna. El post estructuralismo, la deconstrucción —Derrida habla conmovedoramente de que Heidegger lo “ampara”— y el posmodernismo son variaciones, incluso artificiosas, de la colosal obra de Heidegger. Heidegger es, por supuesto, incomparable”, enseñaba en sus clases Leo Strauss, a la vez que prohibía mencionar el nombre de Heidegger en su seminario. El asunto sigue siendo inmensamente complicado. Sin duda hay vulgaridades y omisiones en muchas de las violentas embestidas “liberales” con que se ataca la reputación de Heidegger. Las líneas que relacionan su “nazismo privado”, una brillante definición a la que llegaron las autoridades de Berlín a finales de 1933, con los argumentos ontológicos actuales y con las revisiones de Aristóteles y Kant, todavía no han sido ventiladas con una precisión responsable. En lo que no hay duda es en la gravedad del caso, en lo profundo de las implicaciones de Heidegger en la catástrofe alemana, o en las tácticas de evasión con las que se aseguró su estatus después de 1945 y en que se erigió su encumbramiento global. Los sofismas de France-Lanord en su Paul Celan et Martin Heidegger le hacen flaco honor a Heidegger.

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Paul Celan sin duda estaba consiente de la afiliación nazi de Heidegger, a pesar de que muchos detalles (como por ejemplo que mantuvo su tarjeta del partido hasta 1945 o su postura contra Husserl) sólo emergieron después. Al filo de la locura por su cercanía con la sobrevivencia y el recrudecimiento del nazismo y el antisemitismo, propenso a romper incluso con los conocidos más íntimos ante cualquier insinuación de odio hacia los judíos o de apologías teutónicas, Celan, no obstante, se mantenía inmerso en los trabajos fundamentales de Heidegger. Cuando René Char, el gran poeta francés y líder de la Resistencia, le dio la bienvenida a Heidegger, el gesto fue de fascinación anárquica y carismática reciprocidad. Char no sabía alemán; Heidegger hablaba poco francés. Ambos reverenciaban a Heráclito y la luz del sol. El compromiso de Celan era de una profunda y amenazada intensidad. Volvía a la lengua alemana. Lo que Celan encontró en Heidegger fue una centralidad lingüística y un radicalismo, en muchos sentidos por completo opuestos a los suyos, pero aún así afines. Nadie después de Lutero y Hölderlin había reconstruido la lengua alemana como lo hizo el autor de Ser y tiempo. Nadie había tratado de abrir los recursos lexicológicos y gramaticales del alemán, de extraer de una herencia infernal las potencialidades de verdad y renacimiento, como lo hizo Celan. Casi fatalmente, incluso de maneras que por momentos se mantienen oscuras e impenetrables, sus caminos opuestos estaban destinados a encontrarse.

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Como John E. Jackson ha observado en su traducción al francés de Poèmes de Paul Celan, la deuda que el poeta tiene con ciertas innovaciones lexicológicas y sintácticas de Heidegger es indiscutible. Jackson muestra sutilmente cómo sus validaciones de las formas verbales, de los adjetivos y de los adverbios inspiraron a Celan, así como la técnica de Heidegger —a menudo violenta— de separar al alemán de sus “raíces” arcaicas, de hundir los respiraderos de la etimología en lo que él consideraba revelaciones perdidas mucho tiempo atrás. Si bien Hölderlin era una fuente compartida, fueron los neologismos a menudo arbitrarios de Heidegger y sus construcciones paratácticas los que dieron lugar a muchos de los experimentos de Celan. Esto es casi completamente cierto en Meridian de Celan, su celebrado manifiesto poético moral en ocasión de haber recibido el Premio Büchner. La “antífona”, si así puede llamarse, es de Heidegger.

Como lo muestra la inspección minuciosa de France-Lanord a los subrayados y las anotaciones que Celan hizo en los márgenes de los textos de Heidegger, somos testigos de una de las colisiones o conjunciones supremas entre la poesía y la filosofía en el pensamiento occidental (un fenómeno exquisitamente “triangular” si tomamos en cuenta las inspiradas traducciones que Celan hiciera de Char). Si la cita es confiable Celan, poco antes de su muerte negó la famosa obscuridad de Heidegger, tal y como había negado la de sus propios poemas. Por el contrario, al volver a sus raíces, restituirle su sobrenatural, primordial energía a cada palabra e incluso a cada sílaba, Heidegger había restituido al lenguaje “su translucidez, su claridad” (“sa limpidité”). Celan concuerda con el énfasis de Heidegger en que las funciones del lenguaje son “nombrar” (tropo Adánico) y “develar” (aletheia). A pesar de que su “visibilidad” fenomenológica fuera crucial (das Reden Sehenlassen), como subrayó Celan en su ejemplar de Ser y tiempo, la audición, la capacidad de escuchar lo que está ocurriendo dentro del lenguaje, que “trasciende la utilidad humana de la comunicación”, puede ser más importante. Celan subraya en la Introducción a la metafísica de Heidegger, la preeminencia del lenguaje sobre lo que éste designa: “Es en la palabra, en el decir, que las cosas cobran existencia”, una paráfrasis virtual de Mallarmé. En “Y para qué poetas”, Celan subrayó el credo fundamental de Heidegger: “El lenguaje es el santuario (el templo), es decir, la casa del Ser [...] Y porque es la casa del Ser, el paso constante a través de ella hace que alcanzamos aquello que es". Y en Carta sobre el humanismo, Celan elige enfáticamente la que bien podría ser la máxima de su propia poética: “El lenguaje es el adviento encubierto-iluminado del Ser en sí mismo”.

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Tanto en Heidegger como en Celan está implícito un post —o quizá un pre— humanismo. Heidegger argumentaba que el hombre aún no ha empezado a saber cómo pensar, cómo comprender una sociedad de consumo en masa, inevitablemente tecnológica, al borde del nihilismo. Para Celan, la Shoah (el Holocausto) había puesto en inevitable cuestionamiento el papel del hombre, la posibilidad de cualquier recuperación posible de su humanidad. Mucho antes de Foucault, el ontólogo y el poeta ponderaron el eclipse del sujeto en primera persona. La expresión de Celan, casi seguramente en deuda con uno de los más controvertidos neologismos de Heidegger, no admite traducción ni paráfrasis: "Eins und Unendlich,/ vernichtet,/ ichten", donde la decisiva ambigüedad de ichten (“llegar a ser yo”) hace eco al famoso Nichten de Heidegger, “la nada en acción”. Igualmente para ambos, como France-Lanord señala, es el valor del silencio en una sociedad histerizada por el ruido, el chismorreo y la basura periodística. La imagen de Celan es asombrosa: “Atardecer de las palabras, buscador de manantiales en el silencio”. Heidegger se refiere a lo mismo cuando asevera, repetidamente, que sólo puede ocurrir cualquier intento real de pensamiento en la vía del silencio (subrayado de Celan). Y cuando Heidegger escribe que nadie puede comprender la magnitud en la que el lenguaje sólo “se concierne a sí mismo”, en que extrae sus revelaciones del silencio, está sentando directrices esenciales para Meridian de Celan y para la aún desafiante interioridad de sus últimos poemas.

Estos cabos sueltos se juntaron en un amasijo en “Todtnauberg” el 25 de julio de 1967. Por extraño que parezca, Heidegger apenas se enteró del judaísmo de Celan, a pesar de que le habían informado del asesinato de sus padres. Por su parte, Celan estaba en un estado extremo de estrés psicológico, entremezclado con destellos de energía creativa que seguramente eran de naturaleza maníaca. Por mucho tiempo se creyó de que Celan se alejó de Heidegger devastado por el silencio de éste. La esperanza de extraer “una palabra pensante/ el origen de una/ palabra/ en el corazón” había resultado vana. Sólo la oscuridad permaneció de ese paseo compartido a través de los fangosos caminos de la ciénaga, donde los términos Knüppel (garrote) y Moor (pantano) cargan ecos asesinos específicos de los campos de concentración. De ahí en adelante, las cosas se volvieron más opacas. Las cartas que Celan le escribió a su esposa y a su amigo cercano Franz Wurm describen el encuentro como positivo y “completamente claro”. Al contrario de los rumores, el contacto entre los dos no cesó por completo. Al recibir el poema "Todtnauberg", Heidegger respondió calurosamente en una carta fechada el 30 de enero de 1968. Aquel día en la Selva Negra había sido “vielfalting gestmmt” (“pleno de sensibilidad”). Después de eso, Heidegger pronunció una de sus frases supremas: “Seitdem haben wir Vieles einander zugeschwiegen” (“Desde entonces, es mucho lo que nos hemos dicho en silencio el uno al otro, en silencio mutuo”). Por su parte, Heidegger escribió el “prefacio” en verso a uno de los más discutidos poemas de Celan. Esta introducción sólo fue publicada en 1992 y las circunstancias de su origen permanecen en cierto modo oscuras. Si nos apegamos al texto, Heidegger reitera su creencia de que las palabras ni designan ni significan, sino adquieren valor en esa inmaculada singularidad (“reiner Eignis”) en la que existe la respiración del silencio.

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Como anoté arriba, la literatura secundaria generada por este encuentro y el poema de Celan es voluminosa. Consiste, a grandes rasgos, de rumores y conjeturas, a menudo oportunistas o incluso falsas. El uso por parte de France-Lanord de testimonios inverificables, en ocasiones sospechosos, de la concordancia entre el mago y el poeta, entre el “niño de Auschwitz” y el rector de la Universidad de Friburgo con una svástica en el ojal, constituyen argumentos a menudo resbaladizos.

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Anotando el volumen de Conferencias y ensayos de Heidegger, Celan había subrayado con doble línea la propuesta de que la poesía y el pensamiento —la frase talismánica del alemán “das Dichten und das Denken”— sólo se unen cuando cada uno preserva su ser distinto. Para Heidegger, la poesía suprema, que es la de Sófocles y la de Hölderlin, revelaba y a la vez ocultaba la inmediatez del ser del lenguaje, lo cual ni el más penetrante discurso filosófico podría igualar ni parafrasear exhaustivamente. Si bien en "Todtnauberg", la desilusión de Paul Celan subyace incluso más profundamente que cualquier tragedia personal o circunstancia política. Sugiere la imposibilidad de cualquier diálogo amplio entre el lenguaje del poeta y el del pensador, aún cuando están en la cúspide de su respectiva verdad. Ningún “voyeurismo biográfico”, como asienta Hadrien France-Lanord, podrá agotar las connotaciones de ese fallido, indispensable diálogo o “anti-diálogo” de un día de verano.
Hay mucho de valor en esta monografía, gran cantidad de material por el cual estar agradecidos. Pero caveat emptor (cuidado).

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Steiner (París, 1929). Catedrático de Lecciones de los maestros (Siruela, 2004)

Traducción de Juan Manuel Gómez 

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Orhan PAMUK

Orhan PAMUK

  

Novelista a caballo entre la descripción poética y el thriller psicológico, intelectual polémico que no tiene reparos en descubrir ante el mundo la historia prohibida de su cultura, el escritor turco Orhan Pamuk (1952) recibió el jueves pasado el Premio Nobel de Literatura. Como un acercamiento a este autor, ofrecemos a nuestros lectores, con autorización de Random House Mondadori, las páginas iniciales de su nuevo libro, Estambul, así como un ensayo de Carlos Martínez Assad que aborda las tensiones ocultas en una obra que se ha convertido en punto de confluencia entre dos mundos.  

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Estambul

por Orhan Pamuk 

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En mi infancia y primera juventud existía un fuerte nacionalismo turco que pretendía que el uso de la palabra “Constantinopla” implicaba que no pertenecíamos a esta ciudad, que algún día sus primeros dueños regresarían y nos expulsarían después de quinientos años de ocupación o que, cuando menos, nos convertía en ciudadanos de segunda.

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En los primeros años de la guerra fría, Turquía, miembro de la OTAN, no quería recordar al mundo la conquista de la ciudad (ocurrida en 1453). Sin embargo, en 1955, cuando el gobierno fue incapaz de controlar a las masas que había estando provocando bajo cuerda, fueron saqueados los establecimientos de los rumíes [descendientes de los antiguos bizantinos] y de otras minorías de Estambul. Aquel suceso, en el que se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordó el espectáculo de saqueos y crueldad durante la “caída” de Constantinopla que describen los historiadores occidentales. Los errores de las autoridades turcas y griegas tras la formación de sus estados nacionales, que han tratado a sus minorías como “piezas de intercambio”, han conducido a que el número de rumíes que ha abandonado Estambul en los últimos 50 años sea superior al de los que lo hicieron en los 50 años posteriores a 1453.

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En 1955, después de que los ingleses se retiraran de Chipre y mientras el gobierno griego se preparaba para tomar posesión de la isla entera, un agente de los servicios secretos turcos arrojó una bomba a la casa donde había nacido Atatürk, en Salónica. Cuando Estambul supo de la noticia después de que los periódicos de la ciudad la agigantaran en una edición especial, una muchedumbre hostil a las minorías no musulmanas se reunió en la plaza de Taksim y en primer lugar saqueó y quemó hasta el amanecer los establecimientos de Beyoglu, aquellas tiendas a las que solíamos ir mi madre y yo, y luego de toda la ciudad.

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Se puede decir que las bandas de saqueadores que despertaban el terror por la violencia que desataron en barrios donde la población rumí era numerosa, como Ortaköy, Balikli, Samatya o Fener, se portaron tan despiadadamente como las tropas del sultán Mehmet el Conquistador, si tenemos en cuenta que en algunos lugares asaltaron pequeños colmados de rumíes pobres, que prendieron fuego a sus lecherías, que invadieron sus casas y que violaron a jóvenes rumíes y armenias. Mucho más tarde se supo que para poner en marcha a aquellos asaltantes que aterrorizaron la ciudad durante dos días y que convirtieron Estambul en un sitio más infernal que la peor pesadilla orientalista de los cristianos y los occidentales en general, miembros de ciertas organizaciones apoyadas por el Estado les habían dicho que podían saquear con entera libertad. La mañana siguiente a aquella noche que todos los no musulmanes pasaron con el riesgo de ser linchados, las calles del barrio de Beyoglu y la calle Istiklal aparecieron llenas de objetos que habían pertenecido a las tiendas esquilmadas, a las que habían roto los escaparates y reventado las puertas, cosas que los saqueadores no habían podido llevarse pero que habían destrozado con sumo placer. [...] Aquí y allá podían verse bicicletas, coches volcados o quemados, un piano destrozado, los maniquíes rotos de unos almacenes mirando al cielo después de que los tiraran desde el escaparate a la calle cubierta por las telas y los tanques que por fin habían enviado, aunque fuera tarde, para calmar los ánimos.

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Como de todo aquello se habló largamente en casa durante años, está tan vivo en mi cabeza con todos sus detalles como si yo mismo lo hubiera visto. Mientras las familias cristianas arreglaban sus tiendas y sus casas, de lo que más se hablaba en la mía era de cómo mi tío y mi abuela corrían de una ventana a otra observando inquietos los acontecimientos al tiempo que las agresivas bandas de saqueadores llegaban ante la puerta de nuestro edificio e iban calle arriba calle abajo rompiendo escaparates y lanzando consignas contra los rumíes, los cristianos y los ricos. Como mi hermano había tenido el capricho de comprarse días antes una de las pequeñas banderas de tela que también habían comenzado a venderse en la tienda de Aladino como consecuencia del emergente nacionalismo turco y la había colgado dentro del coche, ni volcaron el Dodge de mi tío ni le rompieron las ventanillas.

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La religión

Hasta los diez años tuve una idea muy clara de Dios: era la imagen venerable de una mujer de rostro impreciso, extremadamente, anciana y vestida con una túnica blanca. Aunque parecía un ser humano, esa imagen, al igual que las demás de mi imaginación, ante mis ojos no estaba tan clara como la de cualquiera que pudiera encontrarme por la calle. Porque se encontraba cabeza abajo y como inclinada a un lado. Cuando se me metía en la cabeza, con un poco de curiosidad y un poco de reverencia por mi parte, las demás imágenes de mi mente retrocedían y ella, como ocurre en algunos anuncios o tráilers, giraba sobre sí misma un par de veces con gran elegancia, se hacía más definida y ascendía entre las nubes, al lugar al que pertenecía. Las arrugas de la túnica estaban muy bien trabajadas, como las de algunas estatuas que había visto en las ilustraciones de los libros de historia. Cuando se me aparecía aquella imagen, cuyos brazos y cuerpo nunca se veían, yo sentía que estaba en presencia de un ser muy poderoso, muy respetable y muy superior, pero no le tenía demasiado miedo. Tampoco recuerdo haberla llamado en mi ayuda nunca ni haberle pedido nada. Porque tenía muy claro que a ella no le importaban los que eran como yo sino los pobres.

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La primera vez que me llevaron a la mezquita me sirvió para confirmar mis prejuicios básicos con respecto a la religión y al islam. No fue una visita oficial: una tarde en que no había nadie en casa, la señora Esma me llevó a la mezquita sin pedirle permiso a nadie, más que por amor al culto, porque se aburría sola. En la mezquita de Tesvikiye un grupo de veinte o treinta personas formado por criados, cocineros y porteros que servían a los ricos de Nissantassý, y propietarios de las pequeñas tiendas de las calles de atrás estaban sentados en las alfombras más en un ambiente de solidaridad y compañerismo que de oración, y esperaban la hora del rezo cotilleando entre susurros. Recuerdo que mientras rezaban yo paseaba entre ellos, que corrí hasta los lugares más recónditos de la mezquita para jugar y que nadie me paró ni me riñó, más bien al contrario, algunos miembros de la comunidad me sonreían dulcemente, como siempre me pasaba en mi infancia. Descubrí de nuevo que la religión era algo de los pobres pero también que, al contrario de lo que se deducía por las caricaturas de los periódicos y por el ambiente republicano de casa, los piadosos eran personas inofensivas.  

Pero por el ambiente despectivo de casa, que a veces se convertía en una furia autoritaria, también podía comprender que, aunque aquella gente fuera buena y pura, existía una contradicción entre su bondad y las cosas en las que creían que dificultaba grandes proyectos como la modernización, la europeización y el desarrollo. No tanto como propietarios de bienes materiales sino como poseedores del derecho a juzgar, ya que éramos “positivistas” y occidentalizados, debíamos oponernos violentamente a que aquellos “ignorantes” se vincularan excesivamente a sus creencias, no solo para defender nuestros intereses sino también los del país. Incluso con mi mente infantil podía comprender que los hirientes comentarios de mi abuela cuando se enteraba de que un electricista que debía estar trabajando se había ido a rezar tenían como blanco, más que el que hubiera dejado la tarea a medias, las tradiciones y los hábitos que impedían el progreso del país.

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Para mí la esencia de la religión es el sentimiento de culpabilidad. Cuando era niño me sentía culpable porque no temía ni creía lo suficiente en la imagen venerable de la mujer vestida de blanco que de vez en cuando se me metía en la cabeza. También me sentía culpable porque me consideraba distinto de los que creían en Ella. El ejemplo más claro de esa ambivalencia de mi familia ante la religión eran las Fiestas del Sacrificio. Como se espera de cualquier musulmán como es debido, cada fiesta del sacrificio comprábamos un carnero, lo atábamos en el pequeño jardín trasero del edificio Pamuk y la mañana de la fiesta venía a casa el carnicero del barrio y lo sacrificaba. Como no me gustaban demasiado las ovejas ni los corderos, no se me partía el corazón con los balidos que lanzaba el carnero en los últimos días de su vida, al contrario que los niños de corazón de oro protagonistas de algunos tebeos. Incluso me alegraba saber que muy pronto nos libraríamos de aquel animal feo, estúpido y maloliente, pero el que por un lado repartiéramos la carne del animal sacrificado entre los pobres y por otro ese mismo día la familia se reuniera y en el almuerzo se bebiera cerveza, prohibida por nuestra religión, y se comiera otra carne comprada en el carnicero porque la recién cortada olía demasiado fuerte, me recordaba que no todo el mundo vivía su espiritualidad a mi manera, en forma de una continua sensación de incomodidad y culpabilidad. Si la esencia religiosa de la idea del sacrificio era matar un animal en lugar de un niño para demostrar la fidelidad a Dios y así librarse de los sentimientos de culpabilidad, nosotros hacíamos justo lo contrario, y comiendo una carne mejor comprada en el carnicero en lugar de la del animal sacrificado, hacíamos algo por lo que tendríamos que habernos sentido culpables por segunda vez.

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Pero yo vivía en una casa en la que se pasaba de puntillas y en silencio por problemas más graves que esas contradicciones e incongruencias espirituales. Las carencias morales, que tan a menudo he visto en las familias estambulíes occidentalizadas, ricas y laicas, se manifestaban sobre todo en esos silencios más que en su desdén por la religión: mientras que se podía hablar de todo lo que se refiriera a temas como las matemáticas, el éxito escolar, el fútbol y las diversiones, en cuanto se mencionaban cuestiones fundamentales como el amor, el cariño, la religión, el sentido de la vida, los celos o el rencor, todo el mundo se encerraba en el ensimismamiento y en una soledad patética, y cuando alguien sufría y quería hablar de esos temas y comunicarse, manoteaba desesperado y nervioso sin decir una palabra, como los sordomudos. Luego se dejaban llevar por alguna melodía de la radio, encendían un cigarrillo y se retiraban en silencio a su mundo interior. Yo también pasé en un silencio parecido ese ayuno que hice por ansias de fe. Tampoco es que sufriera demasiada hambre gracias a que aquel oscuro día de invierno fue breve. De todas formas, mientras comía todas aquellas cosas con huevas, anchoas y mayonesa que me había preparado mi madre, y que tan poco se parecían al tradicional iftar turco de aceitunas y embutidos, dentro de mí sentía un enorme contento y paz espiritual. Era el placer, más que de haber hecho algo por Dios, de haber superado con éxito una prueba a la que había decidido someterme.

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Esa noche, después de haberme atiborrado hasta más no poder, fui corriendo por las frías calles al cine Konak, vi una película de Hollywood olvidándome de todo lo demás y nunca más se me volvió a pasar por la cabeza la idea de ayunar. Pero aquella torpe relación mía con la religión nunca me mantuvo alejado de los temas metafísicos y religiosos. Siempre mantenía en un rincón de mi mente el razonamiento de que si Dios, aunque no pudiera creer en él como a mí me habría gustado, era un ser omnisciente como decían, sería sin duda muy inteligente y entendería por qué yo era incapaz de creer y me perdonaría. Si no convertía mi falta de fe en un desafío, Dios me comprendería, consideraría circunstancias atenuantes el sentimiento de culpabilidad que me provocaba el no poder creer y el sufrimiento de la falta de fe y no le daría demasiada importancia a un niño como yo.

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Lo que yo temía no era a Dios, sino la rabia que sentían los que creían demasiado en Él hacia gente como yo. La estupidez de aquella gente excesivamente pía, cuya inteligencia nunca podría compararse —que Dios me perdone— con la de ese Dios en el que con tanto amor creían, era la segunda razón de mi miedo. Durante años tampoco me abandonó el temor a ser castigado por no ser “como ellos” y ese pensamiento tuvo una influencia más decisiva en que durante mi primera juventud me atrajeran las ideas de izquierdas que todos los libros teóricos que leí.

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Pamuk. Entre sus obras traducidas al español: El libro negro, La vida nueva, Mi nombre es Rojo y Nieve 

Articulo: El Universal.com.mx/Confabulario:

http://estadis.eluniversal.com.mx/cultura/index.html 

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Isla Negra 2/84

Isla Negra 2/84

  

Isla Negra 2/84

Casa de poesía y literaturas

Octubre 2006

Suscripción gratuita. Lanusei, Italia.

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Dirección: Gabriel Impaglione 

Publicación inscripta en el Directorio Mundial de Revistas Literarias UNESCO

impaglioneg@yahoo.es  - http://isla_negra.zoomblog.com 

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Isla Negra

No se vende, ni se compra, ni se alquila, es publicación gratuita que persigue el noble afán de promocionar lo mejor de nuestras literaturas y promover lecturas. 

Isla Negra

Es territorio de todos quienes aman las letras. Isla Negra también es arma cargada de futuro, herramienta de auroras repartidas. Breviario periódico de la Cultura universal. Estante virtual de biblioteca en Casa de Poesía…

Isla Negra

En el directorio Mundial de la Poesía: www.unesco.org/poetry 

 
Gabriel Impaglione - Argentina 

Dònde, Comandante

Dónde, Comandante, en qué foresta

la gota de luz que no se acaba.

Su feroz ternura acechando

la hondura metálica de la noche más negra. 

Dónde, Comandante, dónde

la raiz que zapa en el recóndito

secreto de las sustancias

y empuja como un trencomo cien mil obreros

como cientos de hijos sentados a la mesa

lo más puro del hombre

que se enhebra en el viento. 

Dónde comandante, la adarga que espera,

en qué era de pájaros se atesora el sueño,

después de qué vietnam finalmente el mundo para todos,

dónde y dónde comandante

el hombre más duro empuñando la más dulce guitarra. 

Dónde Comandante

la esencia del gran abrazo de los pueblos

esa gota de luz que no se acaba

que brotó de tu sonrisa,

de constelada boina o de tus manos

nacidas de la sustanciade todos los hombres de la tierra.  

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Pablo Neruda - Chile

Tristeza en la muerte de un Héroe 

Los que vivimos esta historia, esta muerte y resurrección de nuestra esperanza enlutada,

los que escogimos el combate y vimos crecer las banderas, supimos que los más callados

fueron nuestros únicos héroes y que después de las victorias llegaron los vociferantes

llena la boca de jactancia y de proezas salivares. 

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El pueblo movió la cabeza:

y volvió el héroe a su silencio.

Pero el silencio se enlutó hasta ahogarnos en el luto cuando moría en las montañas

el fuego ilustre de Guevara. 

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El comandante terminó asesinado en un barranco.

Nadie dijo esta boca es mía.

Nadie lloró en los pueblos indios.

Nadie subió a los campanarios.

Nadie levantó los fusiles, y cobraron la recompensa aquellos que vino a salvarel comandante asesinado. 

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¿ Qué pasó, medita el contrito, con estos acontecimientos?

Y no se dice la verdad pero se cubre con papel esta desdicha de metal.

Recién se abría el derrotero y cuando llegó la derrota fue como un hacha que cayó

en la cisterna del silencio.

Bolivia volvió a su rencor, a sus oxidados gorilas, a su miseria intransigente,

y como brujos asustados los sargentos de la deshonrra, los generalitos del crimen,

escondieron con eficiencia el cadáver del guerrillero como si el muerto los quemara.

La selva amarga se tragó los movimientos, los caminos, y donde pasaron los piesde la milicia exterminada hoy las lianas aconsejaron una voz verde de raícesy el ciervo salvaje volvió al follaje sin estampidos.

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Mario Benedetti - Tacuarembò-Uruguay- 1920

Hombre preso que mira a su hijo

 al "viejo" hache 

Cuando era como vos me enseñaron los viejos

y también las maestras bondadosas y miopes

que libertad o muerte era una redundancia

a quién se le ocurría en un país

donde los presidentes andaban sin capangas

que la patria o la tumba era otro pleonasmo

ya que la patria funcionaba bien

en las canchas y en los pastoreos 

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realmente botija no sabían un corno

pobrecitos creían que libertad

era tan sólo una palabra aguda

que muerte era tan sólo grave o llana

y cárceles por suerte una palabra esdrújula 

olvidaban poner el acento en el hombre 

la culpa no era exactamente de ellos

sino de otros más duros y siniestros

y éstos sí

cómo nos ensartaron

con la limpia república verbal

cómo idealizaron

la vidurria de vacas y estancieros 

y cómo nos vendieron un ejército

que tomaba su mate en los cuarteles 

uno no siempre hace lo que quiere

uno no siempre puede

por eso estoy aquí

mirándote y echándote

de menos 

por eso es que no puedo despeinarte el jopo

ni ayudarte con la tabla del nueve

ni acribillarte a pelotazos 

vos sabés que tuve que elegir otros juegos

y que los jugué en serio y jugué por ejemplo a los ladrones

y los ladrones eran policías 

y jugué por ejemplo a la escondida

y si te descubrían te mataban

y jugué a la mancha

y era de sangre

botija aunque tengas pocos años

creo que hay que decirte la verdad

para que no la olvides

 por eso no te oculto que me dieron picana

que casi me revientan los riñones 

todas estas llagas hinchazones y heridas

que tus ojos redondos

miran hipnotizados

son durísimos golpes

son botas en la cara

demasiado dolor para que te lo oculte

demasiado suplicio para que se me borre 

pero también es bueno que conozcas

que tu viejo calló

o puteó como un loco

que es una linda forma de callar 

que tu viejo olvidó todos los números

(por eso no podría ayudarte en las tablas)

y por lo tanto todos los teléfonos 

y las calles y el color de los ojos

y los cabellos y las cicatrices

y en qué esquina

en qué bar

qué parada

qué casa 

y acordarse de vos

de tu carita

lo ayudaba a callar

una cosa es morirse de dolor

y otra cosas morirse de vergüenza 

por eso ahora

me podés preguntar

y sobre todo

puedo yo responder 

uno no siempre hace lo que quiere

pero tiene el derecho de no hacer

lo que no quiere 

llorá nomás botija

son macanas

que los hombres no llorana

quí lloramos todos 

gritamos berreamos moqueamos chillamos

maldecimos

porque es mejor llorar que traicionar

porque es mejor llorar que traicionarse

 llorá        pero no olvides     

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Vicente Aleixandre - España, Sevilla-1896-1984

Adolescencia 

Vinieras y te fueras dulcemente, 
de otro camino 
a otro camino. Verte, 
y ya otra vez no verte. 
Pasar por un puente a otro puente. 
—El pie breve, 
la luz vencida alegre—. 

Muchacho que sería yo mirando 
aguas abajo la corriente, 
y en el espejo tu pasaje 
fluir, desvanecerse. 
 
 

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Julio Cortázar - Argentina

Instrucciones para subir una escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sbe en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.  

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Leonel Rugama - Nicaragua- 1949-1970

La tierra es un satélite de la luna

El Apolo 2 costó más que el Apolo 1
el Apolo 1 costó bastante.

El Apolo 3 costó más que el Apolo 2
el Apolo 2 costó más que el Apolo 1
el Apolo 1 costó bastante.

El Apolo 8 costó un montón, pero no se sintió
porque los astronautas eran protestantes
y desde la luna leyeron la Biblia,
maravillando y alegrando a todos los cristianos
y a la venida el papa Paulo VI les dio la bendición.

El Apolo 9 costó más que todos juntos
junto con el Apolo 1 que costó bastante.
Los bisabuelos de la gente de Acahualinca tenían menos
hambre que los abuelos.
Los bisabuelos se murieron de hambre
Los abuelos de la gente de Acahualinca tenían menos
hambre que los padres.
Los abuelos murieron de hambre.
Los padres de la gente de Acahualinca tenían menos
hambre que los hijos de la gente de allí.
Los padres murieron de hambre.
La gente de Acahualinca tienen menos hambre que los hijos
de la gente de allí.
Los hijos de la gente de Acahualinca no nacen por hambre,
y tienen hambre de nacer, para morirse de hambre.
Bienaventurados los pobres porque de ellos será la luna.
 

Fuente- http://www.elpimentero.blogspot.com/  

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José Agostinho Baptista - Funchal, Portugal- 1948

O Voo e a Música

Poderei,
com esta harpa de cordas tensas, com as pérolas
deste colar de sons e mágoa,
tocar o teu ouvido ou a tua alma,
poderei chegar sem que o vento me anuncie,
mais perto dessa cama que nunca foi o céu ou a
terra ou o mar e onde,
impiedosa,
não se abrisse a tempestade?

É talvez uma asa, um ser aflito,
aquilo que chega ao alpendre e em veloz sombra
inicia a sua viagem,
de norte para sul, para a brisa que arrefece a
cal,
quando em silenciosa migração as tuas aves
partem para sempre
e é mais triste o promontório com o farol que
já não acendes.


Enviado por Amélia Pais

  
Ilustración: The Alcorn Gallery
http://www.alcorngallery.com/ 
 
  

Eric GRIFFITHS/William BURROUGHS

Eric GRIFFITHS/William BURROUGHS

 

William Burroughs: los atajos del placer 

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La vida de William Burroughs (1914-1997), el gurú de la generación beatnik, que presidió el panorama contracultural de la segunda mitad del siglo XX fue, como en su novela más celebrada, El almuerzo desnudo, un viaje por el mundo de la droga, en el que se mezclaron las alucinaciones y las metamorfosis, las pesadillas y los delirios poético-científicos, el erotismo y una amplia gama de perversiones. Este ensayo, que no hace concesiones a la leyenda, revisa la relación de Burroughs con las adicciones, bajo una luz que alumbra de modo inédito una obra cada vez menos leída y más comentada.

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Por Eric Griffiths

William Burroughs se sentía orgulloso de su cuerpo. En Interzona (1989) escribió sobre sí mismo en tercera persona: “Tenía el cuerpo esbelto de un adolescente. Bajó la mirada para ver su estómago, que dibujaba una curva plana desde el pecho. La heroína había esculpido su cuerpo hasta reducirlo a hueso y músculos.” En Tánger, las inyecciones de dihidroxy-codeina cada dos horas le producían un irse consumiendo que, incluso bajo sus propios estándares, era muy lento, y el protagonista de El almuerzo desnudo (1959) encuentra tiempo para preguntarse: “¿Sería posible aislar de la heroína la molécula que elimina la grasa?”.

A Burroughs le gustaba imaginar salvadoras o por lo menos lucrativas soluciones para sus debilidades, no importa cuán terminales fueran. En esto, como en tantas otras cosas, se mantenía fiel a las raíces que odiaba, al “grisáceo horror del suburbio del medio oeste”. Hijo de empresarios, mantenía, de un modo fantástico, el hábito familiar de la planeación financiera (hasta los cincuenta y un años vivió de la mesada que obtenía gracias a las regalías que generaba una máquina sumadora inventada por su abuelo).
Burroughs era a la vez una réplica del carácter distintivo que lo crió como un rebelde que se sublevaba contra él. De su vida y de su obra puede afirmarse exactamente lo mismo que él dijo sobre uno de sus recuerdos de juventud:
“No sé si es o no una parodia”.

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Hoy pueden parecer extrañas sus fantasías acerca de crear un nicho para la heroína en el mercado de las dietas milagrosas, pero en los años cincuenta miles de millones de personas consumían legalmente anfetaminas como un atajo libre de riesgos hacia la moderación y la esbeltez. (“Con Metedrina ella puede negarse felizmente”, rezaba la publicidad que aparecía en una revista de medicina, ilustrada con la caricatura de una dama que —complacida de sí misma— rechaza una rebanada de pastel.) Durante un par de décadas las drogas estimulantes se consideraron sanas. Los pilotos la consumían antes de efectuar sus vuelos contra las fuerzas de Hitler; ayudaron a Kennedy, atiborrado de dexedrina, a acabar de manera abrumadora con Nixon en los debates que se transmitieron por televisión; Auden era laureado por su espejismo de energía.


Mientras todos a su alrededor adelgazaron químicamente, Burroughs le tenía pavor a los Estados Unidos, a cebarse, según le escribió a Ginsberg:
“Cuando estaba en casa... algo espantoso me ocurría... Unos centímetros de horrenda carne blanda desfiguraba mi vientre plano, del que siempre me he sentido tan orgulloso.”

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Burroughs escribe acerca de ese brote de gordura como algo “que le ocurría”, y que en apariencia sucedía sin que él jugara algún papel en ello. La gordura, como la edad madura o la adicción, nos asalta en un descuido, pero pocos han nombrado su propia negligencia con una autonomía tan maligna como Burroughs, a veces logrando un efecto vívido en sus muchas historias sobre cómo se apoderó de él “un organismo autónomo adosado al sistema nervioso” (El tiquet que explotó, 1962), pero con frecuencia, debido a una mera incapacidad para reconocerse a sí mismo como agente de su propia vida tanto como una víctima de su modo de vivir. Los diarios de Interzona están cargados con una “sabiduría a chorros” como la que él admiraba en sí mismo:
“Siento que hay una horrenda fuerza que está desatada en el mundo y que avanza como una enfermedad, diseminándose como una plaga... El control, la burocracia, la reglamentación, éstos son apenas síntomas de una enfermedad más profunda que ningún programa político o económico puede tocar. ¿Qué es la enfermedad en sí misma?”

Burroughs jamás advirtió que dos párrafos atrás se había advertido a sí mismo: “Me estoy quedando sin dinero. Tengo que dejar el hábito”, y jamás se preguntó qué relación podría haber entre su aprehensión con respecto a la desazón del mundo y su propio estado drástico. El espectral titilar de sus historias, sus veloces cambios de escenas y sus dislocadas líneas temporales, su elenco de miles de seres intercambiables y fácilmente desechables, traducen la verdadera intermitencia de su preocupación por los otros y por el mundo de los otros en los estremecimientos y los vuelcos de un vodevil psíquico. Su vida y su estilo de vida eran uno solo.

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Algo que resulta triste acerca de escritores que, como Burroughs, se convierten en leyendas en vida, es que pocos leen sus libros y, en cambio, muchos admiran ciegamente sus vidas, aunque antes la palabra “leyenda” quería decir “material de lectura”. Estandartes y camisetas aún perpetúan sus rasgos siniestramente remilgados debido a que se le rinde culto por asociación con Ginsberg y con Kerouac, a quien se parece sólo en sus debilidades, y porque las obras y los desastres de admiradores tardíos como Patti Smith, David Cronenberg y Will Self, reemplazan su fascinación. En una tienda de autoservicios como Tesco, uno puede adquirir diecisiete de sus producciones pero sólo una de las de Samuel Beckett, aunque Burroughs consideraba que “uno de los mayores elogios que he recibido en mi vida” fue la respuesta de Beckett cuando le preguntaron qué pensaba de Burroughs: “Bueno, es un escritor”: un reclamo menor que “profeta junkie” y probablemente más duradero.

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Aquí una anotación sobre la química del cerebro puede ayudar a aclarar un error común. La adicción a los opiáceos le dio a Burroughs un tema frecuente y una de sus analogías favoritas, pero fue la marihuana y no la heroína la que coloreó su imaginación cuando escribía, como él mismo lo describió en El lugar de los caminos muertos (1984):
“El cannabis hacía que todo se volviera mucho más nítido... también hacía que él se volviera tonto y espectral de una manera un poco fantasmagórica”. Aunque hace mucho Walter Benjamin clamó por una “fisiología del estilo”, los estudios literarios no han avanzado mucho en esa dirección, y no digamos ya intentado una neurofisiología del estilo.

Quizá los prospectos explicativos no sean prometedores: el Marqués de Sade, por ejemplo, era adicto al chocolate, pero puede ser que no sea fácil relacionar la ingestión masiva de teobromina con el carácter de su obra. Sin embargo, en el caso de Burroughs él mismo se autodiagnosticaba con tal avidez que esto parece suficiente como para calibrar una gráfica de consumo contra rendimiento.
A menudo su escritura se halla en el peligroso borde entre la lascivia y la indignación.

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Cuando describe a sus anchas los orgasmos que le produce el ahorcarse, un lector puede no estar muy seguro de si el autor está criticando mordazmente la pena capital o si se está regodeando en la asfixofilia. Es probable que Burroughs haya compartido este suspenso de actitud cuando se encontraba bajo su estilo “intoxicado”, pues anotó en sus “Cartas de un adicto experto” que:
“una característica particularmente desconcertante de la intoxicación con marihuana es la perturbación de la orientación afectiva. Uno no sabe si alguien le cae bien o no, si una sensación es placentera o desagradable.”

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Foto de Burroughs

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Al someter las historias de Burroughs a observación a fin de detectar la presencia de efectos colaterales que nos den alguna indicación, caemos en su juego más que lograr explicarlas. En medio del desenfreno que conjuraba cuando estaba bajo los efectos de la marihuana, a menudo aparece la voz certera del escritor del Scientific American, reportando que algo “le ha ocurrido a este investigador”, añadiendo una idea lateral al registro etnológico: “El autor ha notado que el pene de los árabes tiende a ser ancho y en forma de cuña)”, o cuando insiste después de hacer una referencia a “las alas silenciosas del Anófeles” de que: “Ésta no es una forma retórica. Los mosquitos Anófeles no hacen ruido”. Burroughs estaba habituado a leer textos científicos desde los trece años y tachonó su prosa con distintivos de la práctica clínica: “proctitis”, “aureomicina, terramicina y algunos de los mohos más nuevos”.

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Cuando escribe como si fuera el capitán Ahab
: “Yo, William Seward, capitán de este lujurioso e intoxicado vagón, someteré al Monstruo del Lago Ness con rotenona y me montaré en la ballena blanca”, más vale que uno crea que, al igual que Melville, él sabía de qué alardeaba, ya que la rotenona es, en efecto, un pesticida lacustre (utilizado en las aguas de Oregon sólo unos años antes de que fueran a parar a El almuerzo desnudo). Burroughs era, y esto lo enorgullecía, un escritor menos inventivo de lo que sus seguidores de ojos más vidriados suponen. De modo que cuando en Ciudades de la noche roja (1981) menciona a “una doctora con título” que dispensa “cualquier cantidad de heroína, cocaína, o ambos”, la burlona extravagancia exagera un hecho sencillo: la doctora se llamaba Isabella Frankau, que expedía recetas desde su consultorio en la calle Wimpole a principios de los años sesenta, en la época en que Burroughs vivía en Londres.

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Las salpicaduras de vocabulario técnico son comunes en la ficción gótica; entre mayor sea la ignorancia de una ciencia, más encrespada se vuelve la curiosidad léxica que genera. La ciencia no sólo proveyó el sustento de algunos de los cuentos de Burroughs, sino que justificó modos de escribir que él consideraba como un método científico, aduciendo que su técnica de “cortar”, “
puede conducir a una ciencia precisa de las palabras y a descubrir la forma en que ciertas combinaciones de palabras producen ciertos efectos en el sistema nervioso humano.” La precisión viene de la revisión, y Burroughs era determinadamente antirrevisionista.

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En este caso, él no revisó los términos que él mismo utilizó para referirse a premisas que no examinó, como la superstición positivista de que las palabras operan sobre el “sistema nervioso” de una manera casi farmacéutica. Nada en las obras de la imaginación corresponde al objetivo del científico de poner a prueba una hipótesis y de aislar factores significativos de causalidad mediante la repetición con control de variables. Sin embargo, cuando en 1963 apareció en The Times Literary Supplement una reseña adversa a Burroughs, vanguardistas como John Calder y Michael Moorcock se lanzaron en su defensa, chirriando que “investigaba sobre líneas que T.S. Eliot había advertido por primera vez”, y que su obra era “tanto un experimento literario como científico”. Este tipo de trapacería es la compañera constante de la ciencia, y Burroughs la parodiaba y la practicaba con igual agudeza. En muchas ocasiones él era su víctima. Cuando, al inicio de su carrera, escribía textos publicitarios para Cascade, un producto para limpiar el colon, es probable que no se haya creído sus propias peroratas, y sin embargo, esos refranes publicitarios sentaron el tono de gran parte de lo que escribiría después:
“Los desperdicios acumulados durante años simplemente desaparecen sin dejar rastro. Sentirá que vuelve a nacer.”

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Para Burroughs resultaba difícil rechazar cualquier ofrecimiento de limpieza integral, ya fuera asegurada por la narcosis, la insurrección o la terapia. Impresionado por el modelo mohoso y filamentoso de la memoria como bodega de experiencias, elaboró una base de esperanza irracional que puede esbozarse así: memoria=experiencias pasadas almacenadas en el cerebro; grabadoras=máquinas para almacenar sonidos pasados; de este modo, la memoria es una especie de grabación; por lo tanto, las grabadoras que permiten borrar y volver a grabar encima pueden liberar del sometimiento a los recuerdos dolorosos:
“Entre más escuchemos las cintas y más las editemos, menor será su poder”. No es de extrañar que durante un tiempo Burroughs perteneciera a la Iglesia de la Cienciología, misma que, según declaró, podía “hacer más en diez horas que el psicoanálisis en diez años” (quizá sea cierto sin que por ello la cienciología sea la acolada por la que él la tomó). Pero ninguna técnica disponible de auto-mejoramiento era suficientemente segura para sus anhelos. Él creía que la fuerza y la producción en masa eran necesarias para “condicionar a las personas en una línea de ensamblaje de control de ondas cerebrales y procesos corporales... Es tiempo de dedicarse a la bio-electrónica del mecanismo del cerebro para sintonizarlo y expulsar el conflicto”. Fatuas como pueden ser estas nociones, no se trataba de idiosincracias de Burroughs sino de deseos vivos que eran prácticamente normales entre los iluminados de su día: Bertrand Russell, por mencionar a uno, también creía que la agresión podía sacarse a pellizcos del cuerpo humano, como si se tratara de un repulsivo pelo en la nariz, con pocas molestias aparte de un recular momentáneo. La fe religiosa se esfuma, pero deja tras de sí esperanzas religiosas que se estancan, y luego quienes pretenden llenar esa vacante que tiene forma de Dios, las mantienen resollando con varios cultos de experiencia y satisfacción garantizada. Si los seres humanos no pueden ser salvados, porque no hay ningún Dios que los salve, dejemos que por lo menos resuelvan sus conflictos. En Puerto de santos (1973), una vez más por fin Burroughs se prometió a sí mismo un futuro libre del pasado: “Reescribiremos todos los males de la Historia”. Evidentemente, reescribir los males requiere menos esfuerzo que enmendarlos, de ahí la inclinación que existe entre los regímenes de todo tipo de remendar los libros de texto de Historia. Burroughs compartió con otros nigromantes, ya sea esgrimidores de fetiches o con Stalin, una dolorosísima alta estima por la eficacia de las palabras, y aquí también él aparece como una figura tradicional en muchas culturas: el hombre que identifica el conocimiento con el poder, el escritor que engrandece su propia profesión, el curandero.

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Coleridge consideraba su propia adicción al opio como un gran error, ocurrido en parte “
por la más perniciosa forma de ignorancia: saber de medicina a medias.” Todo conocimiento médico es un conocimiento a medias, pero las personas ávidas de encontrar una cura, prefieren visiones más expansivas y crédulas que aquello que sabe y receta el doctor. En muchas ocasiones la confianza en la caligrafía de los doctores ha llevado a una adicción iatrogénica (en la época en que Burroughs nació la mayoría de los morfinómanos eran víctimas urbanas de recetas mal escritas); el opio era el Prozac del siglo diecinueve, recetado para muchos males, desde la malaria hasta el temor a las luces brillantes, la masturbación y el “hipo violento”. En 1898 The Lancet aconsejaba a los médicos generales que la heroína carecía de los “desagradables efectos colaterales de la morfina” y, por lo tanto, podía “administrarse... en dosis comparativamente grandes”; Parke Davies incluso llegó a poner a la venta una heroína cubierta de chocolate. Cuando Freud intentó quitarle a un amigo la adicción a la morfina introduciéndolo a la cocaína, sólo hizo estúpidamente lo que los mercachifles de las “curas” para las adicciones hacían de un modo bribonesco, porque preparaciones como “Denarco” u “Opacura” típicamente contenían como ingrediente activo la droga de la cual clamaban liberarlo a uno.

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La adicción es un desorden de aprendizaje del que los propios doctores aprenden lentamente. Conforme nuevas drogas entraron al mercado en el siglo veinte,
“los médicos repitieron el ciclo de: entusiasmo inicial, administración liberal, dependencia concomitante y revaloración crítica que había caracterizado a la administración hipodérmica de la morfina en el siglo XIX” (David T. Courtwright, Dark Paradise: A History of Opiate Addiction in America). Uno de los motivos para la existencia de este ciclo está en la presión para resolverle la vida a los pacientes para los cuales trabaja el médico. La solución también tiende a estar presente en nuestra imaginación como algo técnico, como si pudiera y debiera de haber una solución rápida para la adicción. Así, Tom Carnwath e Ian Smith, en su lúcido volúmen Heroin Century observan que: “Procesos mentales similares subyacen a todas las adicciones… estos procesos están íntimamente conectados con los mecanismos del aprendizaje y de la formación de hábitos”. La química de estos “mecanismos” es “compleja y todavía se le comprende pobremente”, pero “los investigadores se concentran cada día más en los mecanismos que resultan comunes a los diferentes drogas que causan adicción y que son comunes tanto a los procesos de adicción como a los del conocimiento”. La palabra “mecanismo” tiene un tono alegre: evoca algo fácilmente desmantelable y que puede componerse. Pero aunque pueden existir mecanismos bioquímicos que “subyacen” o que están “íntimamente conectados con” el aprendizaje y la formación de hábitos, el aprendizaje y la formación de hábitos no deben identificarse con estos mecanismos, ni tampoco deben persuadirnos locuciones familiares como “subyacen” para hacernos pensar que estas vagas metáforas apuntan el camino hacia un conocimiento preciso de la relación que existe entre los estados mentales y las realidades socioculturales del aprendizaje y de los hábitos; un conocimiento preciso que pronto nos permitirá manejarnos a nosotros mismos y a las dificultades del ser. El cuidadoso y trillado lenguaje de Carnwath y Smith cuando dicen “íntimamente conectado”, etcétera, pronto se diluye para convertirse en formulaciones más mordaces: “El cerebro recuerda los atajos químicos del placer… La adicción es crónica y hace que el cerebro recaiga en la enfermedad” (Cartwright: Forces of Habit).

Pero el cerebro nada recuerda, sólo las personas recuerdan, como sólo una persona experimenta placer, que el cerebro jamás siente. Si la adicción es una enfermedad, es una “memoria” cortical y química de atajos, entonces, en principio, debería existir un remedio farmacéutico para curarla. Debería de haber una droga que dispare la ingestión regular de perspectivas a largo plazo y renuncie a un placer inmediato para alcanzar lo que es mejor para nosotros. Algún día esta droga se comercializará bajo el nombre “Paciencia” y tendrá una garantía de que no produce efectos colaterales indeseables como la adicción.

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En contraste, San Pedro entendía la adicción desde dentro:
“Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero... pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Romanos 7:15, 19. 23-4).

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Foto de Burroughs en las manos de Ginsberg 

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El pecado es al deseo lo que la adicción al hábito: una hipertrofia que termina en atrofia; y el potencial para el pecado como para la adicción es intrínseco al deseo humano y a la formación de hábitos tal y como los conocemos. El auto-extrañamiento del adicto —captado de manera tan vívida en el desaire mutuo de las frases de San Pedro— se siente como la gota de agua que no podemos sacarnos del oído: como una canción que “sencillamente no podemos dejar de canturrear”, como si el cuerpo del adicto tuviera una mente propia. Pero las descripciones en términos de violación ajena resultan desconcertantes (desconcertaron gravemente a Burroughs), pues lo que confronta y confunde al adicto sobre su propia conducta es ni más (ni menos) que un ritmo adquirido irreflexivamente y que se arraiga profundamente, como una habilidad que se posee pero de la cual hemos olvidado las innumerables horas de práctica que nos tomó aprenderla. Para un individuo, una adicción es una destreza que ya no se quiere tener y, a nivel de la comunidad, es una Némesis de ese reemplazo de prácticas que llamamos “aculturación” y, como tal, necesita ser considerada como un fenómeno transpersonal, no sólo como el parloteo bioquímico de grupos individuales de nervios. John Yerbury Dent, cuyo tratamiento con apomorfina mantuvo a Burroughs alejado de las drogas durante mucho tiempo, pensaba que la adicción era sólo
“una forma especial de ansiedad”; un aferrarse con pánico a lo ya conocido, aún si lo conocido resulta detestable o injurioso: “Si protegemos a cualquier organismo vivo… o al organismo completo como si se tratara de un niño consentido, entonces cada vez necesitará más y más protección. Se volverá adicto a la protección”.

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Burroughs resultaba un paciente ideal para Dent porque nada añoraba más que sentirse a salvo, ya fuera “en la seguridad de la heroína” (1958) o en un loft de Nueva York que “te da la sensación de estar a salvo, como en Suiza” (1981), o mejor aún, en su “idea del cielo” que era “sentirse más seguro” (1983). La idolatría que Burroughs sentía por la seguridad era algo completamente estadounidense, y su adicción podría incluso verse como un sacrificio patriótico ante el cuerpo político, ya que, durante sus años de formación y mucho tiempo después, “
la lucha antinarcóticos era esencialmente una función de seguridad nacional” (Douglas Valentine, The Strenght of the Wolf). Durante décadas, la información falsa, con tintes políticos, generada por la CIA y por el Buró Federal Antinarcóticos señaló a la China comunista como la principal fuente de opio, a la vez que ocultaba el involucramiento de los agentes de inteligencia estadounidenses con los barones anticomunistas de la droga así como la cosecha anual —en las tribus de las colinas del Triángulo Dorado— de niños reclutados como soldados para los ejércitos privados que sostenían “la alianza entre el gobierno y los gángsters” (Alfred W. Mc Coy, The Politics of Heroin). Este mundo de agentes turbios, niños ferales y fraude transcontinental es, justamente, el de los cuentos de Burroughs, en cuyas páginas a nadie sorprende toparse con espeluznantes animaciones de atracción diabólica como el príncipe Sopsaisana, el coronel Boris Pash, Joe Adonis, Levi G. Nutt y Santo Traficante.

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En lo que a temas médicos se refiere, casi nunca me equivoco”, subrayó Burroughs a Ginsberg cuando le envió “Una teoría general de la adicción”, pero sin duda estaba equivocado en considerar que la adicción es apenas un tema “médico”, y permaneció ciego ante la posibilidad de que la medicina en sí y su mito de panacea, pudiera ser adictivo, como podría serlo también la imagen inversa de las ideas fantásticas acerca de la curación, la fantasmagoría de una plaga. Ya en 1894 William James escribió una carta a The Nation protestando contra los anuncios de medicinas de patente que insistían en los daños a la salud “hasta que el mundo se asome a nuestra imaginación en una especie de vapor catarral, o en una neblina hemorróidica.” La mayoría de los cuentos de Burroughs se desarrollan en medio de ese tipo de efluvios mefíticos. Cuando un lector escudriña —con la fascinación de quien se dedica a buscar costras— la amenaza de “una espantosa enfermedad parecida al cáncer que invade tu cuerpo… y ha enterrado sus repugnantes tentáculos en tus órganos vitales. Un detestable carroñero que lenta e inexorablemente te va consumiendo vida”, la prosa no suena a Burroughs, pero el temor al cáncer y el parasitismo sí (las oraciones son contemporáneas a la escritura de El almuerzo desnudo y provienen del primer libro de Harry M. Hoxsey que, ambiciosamente, se titula No tienes que morir, 1956).

Burroughs creció en medio del apogeo de la teoría de los gérmenes, cuando
“los ciudadanos temían una ubicuidad viral de la cual era imposible escapar” (cito la obra fundamental de Harvey Young, American Health Quackery).

Las coloridas tramas de Burroughs, a partir de El tiquet que explotó en adelante, en los cuales un virus global, y quizás intergaláctico, conspira para someternos a todos, reciclan la pseudociencia de su niñez. Sus años de adolescencia coincidieron con la pretensión de conocimiento experto que tenían los eugenistas, quienes lanzaron la advertencia de que organismos invasores y alienígenas “
lenta, insidiosa e irresistiblemente están devorando el corazón mismo de los Estados Unidos” (Herny Pratt Fairchild, The Melting Pot Mistake); Burroughs pudo haber leído, mientras desayunaba Corn Flakes, los anuncios de la Fundación para el Mejoramiento de la Raza de la familia Kelloggs y su objetivo de producir “Humanos de Raza Pura”. Evocó el feroz conformismo de sus años de secundaria cuando “cualquiera que expresara dudas sobre la forma en que tratamos a los indios, la pena capital, la inferioridad natural de los negros, la abominación de ser homosexual o drogadicto, habría causado que sus compañeros de clase le rehuyeran por considerarlo un radical peligroso” (The Adding Machine, 1985). Sin embargo, Burroughs era un reaccionario peligroso: reflejaba aquello que repudiaba. Trató de alejar a sus lectores del cristianismo por considerarlo “un virulento veneno espiritual”, al estilo de Charles Davenport que conminó a la Asociación de Criadores Estadounidenses a “aniquilar la repugnante serpiente del protoplasma irremediablemente inmoral”. Burroughs alcanzó la conciencia adulta escuchando a despreciables ejecutores de fraudes —que esperaban descargarse en la incurable ilusión de los dulces de la tía Fanny, las plantillas eléctricas, o la Combinación Suave para el Tratamiento del Cáncer del doctor Johnson—, y al alcance de mercachifles similares que cometieron fraudes aún más grandes imponiendo la Prohibición para asegurar la higiene moral y la calma cívica, a la vez que, por otro lado, promovieron la salud mental de los ciudadanos a base de una dieta de sustos y de estadísticas cocinadas. No es de sorprender que Burroughs tuviera poco tiempo para dedicarle a la democracia: “La democracia es cancerosa y las oficinas son su cáncer”. Y todavía extraña menos el que incluso este aborrecimiento emergiera en un supuesto diagnóstico de una Enfermedad Mortal, ya que la visión que tenía Burroughs de un gurú verdaderamente liberador incluía una bata blanca: “…esa rareza: un doctor que piensa. Puede advertir qué está mal en cualquier situación, ya sea en el cuerpo humano o en una estructura social.”.

Ahora las computadoras figuran como ayudantes sin ambigüedades para lograr avances en el bienestar colectivo e individual. Jugaron este papel desde la juventud de Burroughs y hasta los años sesenta en la radio, quizá debido a una sospecha retorcida de que los radios tenían algo que ver con la radioterapia. Hubo una pequeña estafa que tenía forma del “Instrumento de Radio Terapéutico” del doctor Ruth B. Drown; hubo ofertas propagandísticas por parte de eruditos como Marshall McLuhan: “
El sistema nervioso humano puede reprogramarse biológicamente con tanta facilidad como cualquier cadena de radio que quiera alterar su programación.” Este es un mundo donde los extraños transmisores y receptores que aparecen en esa novela de Burroughs que se llama La máquina blanda (1961) —“el equipo de emisión de calor que era un radio viviente con partes de insectos”— parecen de lo más normales. La radio también se oculta en una broma escalofriante cuando en El almuerzo desnudo imagina a un adicto ciego llamado Willy the Disk, “tratando de tocar la silenciosa frecuencia de la heroína”. Los “instrumentos como cajas” eran la pasión del escritor, desde sus escapadas con acumuladores hasta cofres todavía más talismánicos, como la “caja de plata” con un “intrincado arreglo de alambres de cobre, plata y oro, que formaban un revestimiento entrecruzado”, como una antigua radiofascia, en la que se le aconseja al personaje de Tierras del Occidente que deposite su fe: “Si no confías de manera absoluta en esta caja, la caja es absolutamente inútil”. Confiaba en enclaves de todo tipo —“el grueso capullo del comfort”— que hallaba en la heroína, las fortalezas de proscritos que aparecen en sus cuentos posteriores, las fortalezas de asesinos de Alamout. En Crime Zone el coronel Gerard Richarson, jefe de la CID en Tánger en la época en que Burroughs empezó a escribir allá, lo recordaba como “Morphine Minnie”. Burroughs mandó a hacer una caja grande con hoyos en los lados.

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A veces convencía a algún joven para que se metiera a la caja y se acostara...

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Después de que, al parecer de Burroughs, el joven había permanecido ahí suficiente tiempo, volvía a abrir la caja, dejaba salir al muchacho y lo encaminaba. Luego él mismo se metía a la caja y se recostaba. Cuando reemergía, supuestamente lo hacía rejuvenecido.
Para cualquier homosexual que se respete, el joven habría sido el centro de toda su atención, y sin embargo, para Burroughs el centro de atención era la caja.


La caja más resistente de todas fue el País de Nunca Jamás de su adolescencia, al cual volvía con frecuencia en su escritura, a veces en torrentes de evocación desorientada: “El fragmentado punto de origen, las revistas de músculos de San Luis Misuri que están encima de la florería, jadea una vieja y triste telenovela”, y a veces haciendo alusión a los clásicos que había leído en casa y en Harvard, donde obtuvo un título en Literatura Inglesa. Se imaginaba a sí mismo como médico, atendiendo a “un niñito pelirrojo de trece años” y “poniéndole un vendaje en la pierna con una dulce, renuente y amorosa demora”. Por un momento, en la memoria del comportamiento de Eva en el Libro Cuatro del Paraíso Perdido, sale a la luz que tentar al joven podría compararse con la frescura erótica de la primera hora de la Creación, pero Burroughs no suele más que coquetear con las implicaciones que podría tener la alusión. Sus versos favoritos, como los que pronuncia Próspero: “Y se diluyen para volverse aire”, derivan de manera semirelevante a lo largo de su escritura, como un cambio de humor sin causa u objetivo definido: “Dos malditos hijos de puta, se diluyen para volverse aire y polvo”; “leí un libro titulado Thin Air acerca de un proyecto ultra secreto de la marina para hacer que un buque de batalla y todos sus marineros desaparezcan”. Cita libremente a T.S. Eliot, otro nativo de San Luis, llevándolo a él también hasta la estrecha órbita de sus preocupaciones, como cuando Prufrock se reprocha a sí mismo: “He medido mi vida en cucharadas de café” y se consume en el repudio que siente Yonky del libre albedrío: “He visto que la vida se mide en gotas de solución de morfina.” Algunos escritores, cuando hacen alusión a algo, abren su trabajo a formas de pensar que de otro modo no se les habrían ocurrido: su escritura se reorienta, como si se le amonestara desde otro mundo; pero Burroughs más bien absorbe al colega que cita y lo incorpora a su guetto de actitudes, de acuerdo con su programa para un “retiro de individuos que piensan de manera similar en comunidades separadas.” 

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Retrato de Burroughs por Avedon

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Withdrawal (“abstención”) es una palabra que temen la mayoría de los adictos, pero Burroughs no, pues fue cuando se abstuvo de consumir drogas que más confiablemente ideó hallar al joven que él fue, allá en San Luis: “
Sentí una aguda nostalgia del silbido de los trenes, del sonido de la música del piano en una calle, de las hojas quemándose. Un grado medio de malestar por la heroína siempre me recordó la magia de la infancia. ‘Nunca falla’, pensé.Burroughs sabía por sus adorados libros de consulta médica que esta magia la ejercía el proceso fisiológico de la homeostasis, donde los sistemas que antes estuvieron deprimidos por una droga rebotan en una actividad sin ningún tipo de amortiguamiento. Sin embargo, el saberlo no le restó encanto a los “orgasmos espontáneos” que eran “una de las pocas características agradables de los síntomas de abstinencia”. “Con ardor adolescente, uno puede seguir y tener tres o cuatro orgasmos”, le alardeó juvenilmente a Kerouac.

Aquellos silbatos de los trenes de los años veinte resuenan a través de sus libros. Convirtió ese repetirse a sí mismo en una carrera, o más bien, en un credo, tal y como lo observó en una de sus bromas más alertas cuando en Tierras del Occidente contempla a un escritor incapaz de escribir: “‘
El sol frío sobre un muchachito delgado con pecas’, repite Burroughs durante mil años”. Quizá no mil años, pero por lo menos a partir de La máquina blanda (1961): “El sol frío sobre un muchachito delgado con pecas, me conoces desde hace mucho, señor dame-dinero-para-cigarros.”.

Estas repeticiones podrían clasificarse como síntomas desconsoladores de un ritual adictivo, o considerarse —al igual que Burroughs lo hizo a veces— como herramientas de una autopurgación terapéutica, pero también deben reconocerse como rutinas cómicas. En su aguda respuesta a Burroughs, Mary McCarthy señaló que estos elementos pertenecen a un tipo de humor muy estadounidense, y son a la vez explícitos y furtivos. Es el humor de un comediante frente a la cortina de asbesto. Surgen las mismas bromas, ligeramente retocadas para adaptarse a las circunstancias, tal y como un artista de vodevil cambiaba la ubicación de sus chistes según la ciudad en la que se presentara.


Con frecuencia Burroughs se quejaba de que algunos de sus seguidores lo tomaban con demasiada solemnidad. (“Sólo me burlo un poquito. Estoy tan harto de que me sometan a algo pesadísimo cuando lo único que hago es una bromita”), y ciertamente ni los comentaristas académicos ni quienes lo consideran un diagnosticador cultural han señalado sus innumerables chistes, como, por ejemplo, el de “la rata que se condicionó para ser reina” y que lamentó: “el mío es un amor que no se atreve a chillar su nombre”. El chiste es insensible acerca del sufrimiento de los animales de laboratorio, pero enérgico en darle crédito a la víctima-roedor ridiculizando a Lord Alfred Douglas. Muchos de los animales que aparecen en dibujos animados muestran esta simultaneidad de abyección y adaptabilidad, y Burroughs era un caricaturista con sus “
personas en un departamento de duela, estilizados como figuritas de plomo en un galería de tiro al blanco.

La caricatura es un arte demacrante, pues sus figuras quedan drenadas de dimensión y, sin embargo, adquieren un perfil más sensacional, con la segmentación de sus acciones, cuadro a cuadro, a lo largo de un cinturón de cajas transportadoras. Este tipo de arte era algo natural para Burroughs, como también lo era la matanza esquemática y el moralismo adolescente. Calmaba sus gastados nervios porque su resplandor alucinante siempre insiste tácitamente en que “esto no puede estar sucediendo”. Es por esto que afirmó que era adicto a la escritura. Cuando adopta una “galería de tiro al blanco” como emblema de su propio estilo, se burla del sentido de las palabras en el argot de los drogadictos de los años cincuenta, tal y como la revista Life tan sobriamente lo definió:
“un establecimiento que no sólo vende droga al adicto sino que también le proporciona las agujas.” En semejante galería, la pistola (que en el lenguaje de los adictos significa una jeringa) apunta y mitiga a la vez; se ejerce la violencia y entonces, al mismo tiempo, llega un suspiro analgésico de que no hay ningún daño. Esta es la esencia de la comedia burda —el fuerte de Burroughs—, y también la realidad geopolítica de la extensa colaboración entre las agencias de inteligencia y el negocio de la estupefacción. Su comedia saca a relucir estas terribles verdades pero les notifica una respuesta que no es más sustancial que la fragilidad de la risa que, como Bergson escribió, le confiere “una anestesia momentánea al corazón”. Burroughs hizo de ese alivio fugitivo el hábito de toda una vida.

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Si sólo hubiera sido incapaz de registrar su propio infortunio, su caso habría sido triste, pero no serio. Pero, como a menudo sucede con la vida de los adictos, no sólo se devastó a sí mismo, sino que era tan profundamente auto compasivo que omitió sentir compasión por los demás. En 1952, le escribió a Ginsberg:
“Estoy enganchado de nuevo. Y todo gracias a mi dealer y a mi propia estupidez. No entiendo cómo un hombre que vive alimentándose de sus congéneres puede mirar su imagen en el espejo para afeitarse.”

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Manuscrito de Burroughs

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Unos años después, en El almuerzo desnudo, un par de homosexuales muy afeminados pasan por Tánger, anunciando a los árabes: “
Hemos venido a alimentarnos de su subdesarrollo... En palabras del Bardo Inmortal, a cebarnos con estos moros.” La deformación que se le da a las palabras de Hamlet es refinada, pero el susurro no debe volvernos sordos al hecho de que Burroughs era un turista sexual que explotaba adolescentes paupérrimos desde México hasta África. Cuando se le preguntó cómo era la vida sexual en Tánger, contestó: “Terriblemente sencilla. Los muchachos son pobres.” Burroughs no tuvo ninguna dificultad para mirarse al espejo y afeitarse. Para él el Tercer Mundo era un vasto adolescente cuya “dulce inocencia masculina” y su “inocente y tosco culo” canturreaba, y cuyos servicios él aseguraba, por lo general mediante una tarifa de cincuenta centavos al día, más alimentos. Y, sin embargo, en Interzona deplora a un bailarín árabe de catorce años cuyos “impulsos codiciosos y sexuales están completamente fusionados... Hay en él una absoluta falta de juventud, de toda la dulzura y la falta de certeza y timidez de la juventud.”

Y cuando Burroughs advirtió que El almuerzo desnudo se “convertía en una saga de la inocencia perdida”, fue sólo su propia pérdida la que lloró. Todos tenemos puntos débiles, sin duda, e incluso los cultivamos cuando necesitamos tamizar nuestros apetitos con una pantalla de decencia. Sin embargo, Burroughs proclamó para sí mismo una claridad experta a la vez que se burlaba de semejantes afirmaciones. Definió el “almuerzo desnudo” de su obra más celebrada como “un momento congelado en el que todos ven qué hay en el otro extremo del tenedor”, pero fue miope en cuanto a las verdaderas razones y resultados de su propia destrucción. No veía ningún obstáculo para que las amapolas no se sembraran fácilmente en los Estados Unidos, “a lo largo y ancho de las Montañas Rocallosas, digamos, de mayo a septiembre”.

Eso habría sido maravilloso, pero “como el opio se recolecta en pequeñas cantidades y a mano, y los resultados que rinde cada trabajador apenas se miden en onzas, esta labor debe ser barata a la vez que debe ejecutarse con cuidado. Los recolectores turcos de principios del siglo veinte ganaban entre treinta y cincuenta centavos por un día de catorce horas de trabajo” (La fuerza de la costumbre), que es la cantidad aproximada que Burroughs le pagaba a sus jóvenes acompañantes. En la tierra de la libertad esta tarifa habría resultado inaceptable. El suyo era un almuerzo desnudo en el que jamás se fijó en los meseros, no digamos ya en los cargadores de la cocina, que se necesitaban para servirlo, como Chardin notó sobre los recolectores de opio en la Persia del siglo diecisiete: “son como muertos extraídos de sus tumbas, lívidos, enjutos y temblorosos como si tuvieran parálisis.”

Estos sufrientes no pudieron haber captado la mirada errante de Burroughs, porque su entusiasmo por lo médico no se extendía al tratamiento de los afectados: “los enfermos me desquician”. Viajaba no por la aventura o por curiosidad, sino de acuerdo a las leyes de la oferta y la demanda, conforme lo guiaran sus antojos. La atracción del subdesarrollo consistía en que le permitía regresar al hogar de su pasado, una y otra vez. En La máquina blanda observó de camino a México: “
Entre más al Sur nos dirigíamos más fácil era anotarse un tanto, como si hubiéramos llevado los años veinte con nosotros.” Adondequiera que iba, llevaba a los Estados Unidos con él, aunque rechazaba a su país con desdén llamándolo “viejo y sucio y maligno antes de los colonos, antes de los indios”, porque él era un bohemio en remisión, sensibilizado a los tipos de cambio, que se regocijaba cuando veía al dólar “elevarse como un ave hermosa”. Su amigo Alan Ansen lo llamó una “personalidad completamente anónima”, pero se requiere de más que un ingreso autónomo para asegurar la independencia de pensamiento, por no mencionar la condición más deseable que es la independencia reconocida.

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Otro de sus amigos, Jack Kerouac, nos pidió que viéramos a Burroughs como “
el más grande satirista desde Jonathan Swift”. De hecho, se parecía más a Gulliver; era más una parábola viviente acerca de la sátira y su confianza en sí mismo que en el satirista en sí. Gulliver estaba seguro de que el mundo podía reformarse en un lapso de “siete meses” siguiendo lineamientos “fácilmente deducibles de los preceptos desarrollados en mi libro”. Burroughs prometió “algunas respuestas a la pregunta del origen de la Palabra”, si le dábamos “diez años y mil millones de dólares para la investigación.” El orgullo que siente Gulliver de la forma en que detesta el “vicio absurdo” del orgullo está igualado por Burroughs, que había protestado en contra de la “absurda condición llamada auto-respeto”, pero quien terminó echándose porras en su diario con el pensamiento de que a través de “la propia medicina de Dios” (la morfina) él había alcanzado el “auto-respeto y, al hacerlo, el respeto de los demás”. Gulliver se retiró a su propiedad para conversar con sus caballos de piedra y así evadir a su hedionda esposa, como si los yahoo (los brutos con forma humana) no hubieran tenido nada que ver en la historia de Equus caballus. Burroughs regresó al Medio Oeste, rehuyendo casi siempre al “animal malo: el Hombre” y siendo más feliz entre sus múltiples gatos: “Sí, adoro a los animales, en detrimento de los animales humanos que pueden, en muchos casos, desafortunadamente, HABLAR” (Las últimas palabras de Dutch Schultz, 1969), aunque fue mediante sus conversaciones con gatos —entre otros métodos— que el hombre trajo al Felis domesticus a la existencia. Es más difícil huír de los seres humanos de lo que uno podría pensar o esperar. Por otro lado, Gulliver pasó cuatro años ficticios y a la vez reales, como aprendiz de cirujano, mientras que Burroughs fraguó su disfraz de pericia a partir de sus lecturas en revistas y de un semestre en la escuela de Medicina, en Viena, justo antes del Anschluss. Se salió de la carrera porque “no quería atiborrar mi mente con todos esos datos”. Pero Burroughs y Gulliver son hermanos en el arte de recomponer el mundo fracturado y hacer el bien, y ambos se deleitan en el juego de jugar al doctor con las otras criaturas, aunque ninguno de los dos tiene estómago para el más arduo de todos los procedimientos que es detectar el haz en la propia mirada y luego extraerlo. 

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Griffiths. Catedrático del Trinnity College de Cambridge.

Autor de Dante in English (Penguin Classics, 2005).

© The Times Litterary Supplement, 22 de julio de 2005

Traducción de Emma Palacios.

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Orhan PAMUK, Nobel de Literatura 2006

Orhan PAMUK, Nobel de Literatura 2006

 

Otorgan a turco Orhan Pamuk el Nobel de Literatura  

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El escritor turco, Orhan Pamuk, es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2006, comunicó hoy la Academia Sueca de la Lengua.

Aunque su carrera como escritor se inició a finales de los años setenta, y su primera novela se publicó en 1982, su obra comenzó a tener repercusión internacional con la novela El astrólogo y el sultán y alcanzó su consagración con Me llamo Rojo, una novela que combina la narración de misterio, la historia de amor y la reflexión filosófica, ambientada en el Estambul del siglo XVI, bajo el reinado del sultán Murad III.

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Pamuk, de 54 años, recibirá el galardón como escritor que “en búsqueda del alma melancólica de su ciudad natal ha encontrado nuevos símbolos para reflejar el choque y la interconexión de las culturas”, según la explicación del veredicto. El escritor turco sonaba como uno de las más firmes candidatos al Nobel y, en esta ocasión, la Academia Sueca ha confirmado estos pronósticos. El Nobel de Literatura 2005 fue el dramaturgo británico Harold Pinter, mientras que en 2004 el galardón fue para la austriaca Elfriede Jelinek, lo que en esa ocasión sí fue un premio contra todo pronóstico.

El anuncio del premio de Literatura es el penúltimo de la “ronda de los Nobel”, que se cerrará mañana con el de la Paz, que se dará a conocer desde Oslo. Los galardones del año en Medicina, Física, Química y Economía fueron a parar exclusivamente a investigadores estadounidenses.

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Abrió la ronda el de Medicina, el lunes de la semana pasada, que fue compartido entre Andrew Z. Fire y Craig C. Mello, por sus trabajos en el campo de la genética. Siguió el de Física, al día siguiente, otorgado a los también estadounidenses Johan C. Mather y George F. Smoot, por sus investigaciones sobre el eco del “ big bang ” . El de Química, el miércoles, fue para su compatriota Roger D. Kornberg por sus estudios sobre la base molecular de la transcripción eucariótica. El de Economía, finalmente, este lunes, fue para Edmund S. Phelps, por sus análisis en política macroeconómica. El Nobel de Literatura está dotado con 10 millones de coronas suecas (1.1 millones de euros) y se entrega el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de Alfred Nobel, fundador de los premios. 

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Perfil de Orhan Pamuk, Nobel de Literatura 2006 

El escritor turco, Orhan Pamuk, ganador del Premio Nobel de Literatura 2006, es uno de los principales nombres de la nueva literatura turca y su obra ha sido traducida a una treintena de idiomas. Nacido el 7 de junio de 1952 en Estambul, donde ha pasado toda su vida, excepto tres años que residió en Nueva York (EU) y cortas estancias en Alemania, estudió en la Universidad Técnica de Arquitectura y de Periodismo en la capital turca y, a partir de 1974, comenzó a publicar sus primeras novelas.

Se estrenó como escritor con Cevdet y sus hijos (1982) , que fue Premio Orhan Kemal de Novela en 1983, y a la que siguió La casa del silencio (1983) , que obtuvo el Premio Madarali (1984) y cuya traducción al francés recibió en 1991 el Premio del Descubrimiento Europeo.

Pamuk, situado por la crítica entre grandes autores del siglo XX como el argentino Jorge Luis Borges o el italiano Italo Calvino, se dio a conocer internacionalmente a principios de los años noventa gracias a dos obras: El libro negro (1990) y El astrólogo y el sultán, Oriente y Occidente en el imperio otomano (1991) , muy elogiadas por el escritor estadounidense John Updike.

En la primera de ellas, llevada al cine por su compatriota Omer Kavur como El rostro secreto (1991) , el propio novelista hizo el guión de la cinta. Sus libros impactan por el fuerte compromiso social del autor, que aborda con frecuencia los antagonismos entre el Este y el Oeste, la tradición y la modernidad.

Durante la entrega del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes (2005) , se refirió a la adhesión turca a la UE y también criticó la actitud de algunos estados miembros por una reticencia que Pamuk, considera, va más allá de la deficiencia democrática de su país, desacreditando la cultura y el pueblo turcos.

Este intelectual, incómodo para Turquía por su voz independiente frente a la presión militar e islamista, fue acusado de traición por unas declaraciones de febrero de 2005 a la prensa suiza en las que responsabilizó directamente a Turquía de la masacre de un millón de armenios y 30 mil kurdos en 1915.

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El caso provocó tanto estupor internacional que escritores de gran peso firmaron una declaración de apoyo a Pamuk acusando al Gobierno turco de no respetar los derechos humanos. El juicio al escritor fue aplazado y en enero de 2006 el Ministerio de Justicia turco promovió el archivo definitivo de la causa.

Aparte de las novelas citadas, Pamuk ha publicado La vida nueva (1994) , Me llamo Rojo (2002) y Nieve (2004) .

Su última obra, un libro sobre Estambul, ha terminado siendo una autobiografía, con lo que ha cumplido su “destino incuestionable”: escribir sobre la ciudad donde vive desde que nació, añadiendo una buena dosis de memoria, pensamiento y filosofía para que diera como resultado Estambul. Ciudad y recuerdos.

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Como reconoció el pasado septiembre en un encuentro con periodistas españoles “lo que me ha determinado ha sido permanecer ligado a la misma casa, a la misma calle, al mismo paisaje, a la misma ciudad. Es lo que ha formado mi carácter”. Entre los reconocimientos que ha recibido, figuran los Premios al Mejor Libro Extranjero en Francia (2002) , Grinzane Cavour en Italia (2002) , Internacional IMPAC de Dublín (2003) , Médicis de Francia (2005) a la mejor novela extranjera por Nieve, Ricarda Huch de Alemania (2005) y el de la Paz de los Libreros Alemanes (2005) . 

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Una década de Nobel literario

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De los diez últimos ganadores, siete son europeos y ninguno de ellos es de habla hispana. Este año el honor llegó a Turquía
Este año el turco Orhan Pamuk recibió el premio Nobel de Literatura. Así el galardón recayó en un escritor que bien podría llamarse asiático, pero también europeo, pues una el territorio de Turquía está justo a medio camino entre estos dos continentes. En los últimos diez años, los europeos han predominado en este reconocimiento con siete ganadores, pero en esta década, también hemos tenido un Nobel en Asia, otro en África y uno más en América. Bueno, Vidiadhar Surajprasad Naipaul es de Trinidad (la mayor de las islas de Trinidad y Tobago), pero es de padres hindúes y formación británica así que América parece ser el continente con menor presencia literaria en el galardón durante la última década.

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Recuento literario

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2005 Harold Pinter (inglés)
2004 Elfriede Jelinek (austriaca)
2003 John Maxwell Coetzee (sudafricano)
2002 Imre Kertész (húngaro)
2001 Vidiadhar Surajprasad Naipaul (trinitario)
2000 Gao Xingjian (chino nacionalizado francés)
1999 Günter Grass (alemán)
1998 José Saramago (portugués)
1997 Darío Fo (italiano)
1996 Wislawa Szymborska (polaca)
 
 

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¿Qué pasa con los latinos?

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Durante el siglo XX sólo diez de los 100 escritores que fueron premiados por "haber producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección correcta" eran de habla hispana:

1904 José Echegaray y Eizaguirre (español)
1922 Jacinto Benavente (español)
1945 Gabriela Mistral (chilena)
1965 Juan Ramón Jiménez (español)
1967 Miguel Ángel Asturias (guatemalteco)
1971 Pablo Neruda (chileno)
1977 Vicente Aleixandre (español)
1982 Gabriel García Márquez (colombiano)
1989 Camilo José Cela (español)
1990 Octavio Paz (mexicano)
 
 

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Articulos:

http://estadis.eluniversal.com.mx/cultura/index.html

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Marcelo LUNA/Eugenio MONTALE

Marcelo LUNA/Eugenio MONTALE

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Poeta, crítico literario y premio Nobel italiano, Eugenio Montale nació el 12 de octubre de 1896 en Génova. En 1917 se incorpora a filas y conoce allí a Sergio Solmi, y en 1919 a Camilo Sbarbaro. Luchó en la I Guerra Mundial. En 1925 firma el Manifiesto de los intelectuales antifascistas promovido por Giovanni Amendola y redactado por Benedetto Croce. Tras trabajar en una revista y en una editorial, en el año 1928 fue director de la biblioteca del Gabinete Vieusseux en Florencia, trabajo que abandonó en 1938 a causa de sus convicciones antifascistas. Durante diez años fue traductor al italiano de autores ingleses y norteamericanos y en 1948, se inició como crítico literario y musical para el Corriere della Sera, de Milán. Editó cinco libros de poemas, entre los que destaca Huesos de sepia (1925), Las ocasiones (1939) y El vendaval y otras cosas (1956), todos ellos reeditados en un solo volumen, Poesie, en (1958). En 1966 publica Autodafe y es nombrado Senador vitalicio por Giuseppe Saragat, presidente de la República Italiana. En 1971 aparece Satura y en 1973 Diario del 71 y 72. En 1974 recibe el doctorado honoris causa de la Facultad de Letras de la Universidad de Roma. En el 1975 recibe el Premio Nobel. Falleció en Milán en 1985. Fue sepultado junto a su mujer en el cementerio de San Felice en Ema, Flore.  

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Eugenio Montale o los “Ossi di Seppia”

Por Marcelo Luna 

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Hasta 1972 no superaban la docena los poemas traducidos al español de Montale, con el advenimiento erróneamente. Se le adjudica un hermetismo a mi criterio equivoco; que sea el menos analizado y traducido, tal vez el mas intimo recoleto, ajeno al rumor y la propaganda; hacen de Montale un paradigma de la incomprensión. 

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Definir la poesía de Montale supera la esperanza a la comprendió; toma en un principio elementos del simbolismo francés y deviene de a poco en un lenguaje propio, oscuro y sinuoso… Transforma el verso en un tormento de hombre cercado por el mundo cruel y sin valores ni ideales… Casi como ahora, bien globalizado. 

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La certeza de Montale y su principal virtud poética se encuentra en otro mundo, auténtico y subjetivo, anterior y pasado, y es poco después de publicar Ossi de Seppia cuando se propone liberar ese mundo oculto, que solo él comprende. 

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De ahí la tan mentada “hermeticidad” montaliana, simples correlatos de críticos vanos y superfluos a una lectura que no les llena su vació de talento… Porque Montale no fue un poeta de modas y estilos de la época, fue un silente grajo de los tormentos íntimos llevados a la categoría universal.Montale es un pesimista, sin duda busca el espacio del hombre, el “tempo” del sujeto, o sea él mismo y tal vez la evasión en la sátira hacia la civilización actual ignora a la metafísica. 

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Quien no ha sabido interpretar y descifrar su peculiar lenguaje intimo y referente, ni deducir sus referencias particulares lo catalogan de “hermético”, y nada mas alejado de tal categorización… Que lo comparen con Eliot, no es vano, pero sus eternas preguntas en medio de un poema sin “saber de que va” provocan ese erróneo concepto, usar como él solo lo sabe las referencias y las palabras vertidas en imágenes al paisaje ligur para conformar un símbolo o talismán; hacen de su poética un complejo digno de develar… 

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El intrincado vocabulario de Montale no ayuda a la traducción española, por más que se diga que hay similitud entre ambas.Que tengan sus poemas mas de una interpretación, no justifican la hermeticidad, prefiero la explicación errónea o susceptible de análisis, ya  que ella puede ser modificada en una segunda, tercera o cuarta lectura…Si algo es obvio en Montale: es su descriptivísimo, formula mágica de contar en un poema una historia, y es esa rápida impronta la que valoriza su “fondo” o materia… Materia en plena descomposición, tratada en la más cabal de las tradiciones literarias de la Italia en crisis. 

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Montale es la breve caída hacia la nada, con breves reposos geográficos en su Liguria amada.Si de pronto lo vemos en escena, es porque carece de imaginación, y realiza como mimo una obra trágica en la poesía contemporánea italiana. Al situarse en la trilogía de los grandes poetas del siglo XX, “La Sagrada Familia”, junto a Ungaretti y Cuasimodo, podemos decir que se cierra una era en la Sbarbaro, Novaro, Boine, Pasolini, Sanguinetti, pueden decir mucho; pero la impronta se hereda de estos tres monstruos. 

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Curioso… Uno en Milán, otro en Florencia y un tercero en Sicilia, por más que los avatares y las ciudades digan otra cosa.Un ligur en Milán, un siciliano en el Norte y un egipcio en el MezzoItalia que se radica en el Sur…“La Santísima Trinidad”… Alabada sea por sus hijos, no habéis dejado tierra sin hollar, poetas de los huesos, de la alegría y de la tierra prometida…  

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Adamar: http://www.adamar.org/  

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DOLOR DE VIVIR

Frecuentemente hallé el dolor: vivir
era el riochuelo estertoroso, agónico;
la llama retorciéndose en la pira;
el cabello en la ruta, inútil, roto.

Placer no conocí. Sólo el milagro
que obra la divina indiferencia:
la estatua erguida entre la somnolencia
tórrida, con la nube y el milano.

Versión de: Carlos López Narváez 

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LA FORMA DEL MUNDO

Si tiene el mundo la forma del lenguaje
y el lenguaje la forma de la mente,
la mente son sus plenos y vacíos
no es nada o casi y no puede salvarnos.

Así habló Papirio. Ya era noche
y llovía. Pongámonos a salvo,
dijo, y avivó el paso no advirtiendo
que era suyo el lenguaje del delirio.

Versión de: José Ángel Valente 

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REMEMORO TU SONRISA...

Rememoro tu sonrisa, y es para mí como el agua límpida
hallada al azar en la pedrera de un arenal,
exiguo espejo en el que mira una hiedra sus corimbos;
y encima el abrazo de un tranquilo cielo blanco.
Ese es mi recuerdo; no sabría decir, en la distancia,
si en tu rostro se expresa libre un alma ingenua,
o si verdaderamente eres un fugitivo que el mal del mundo extenúa
llevando su sufrir consigo como un talismán.

Más esto puedo decirte, que tu imaginada efigie
sumerge mis caprichosas inquietudes en una oleada de calma,
y que tu semblante se insinúa en mi gris memoria
sencillo como la copa de una joven palmera...

Versión de: F.Ferrer Lerin  

EL OLOR DE LA HEREJÍA

¿Fue Miss Petrus, secretaria y hagiógrafa
de Tyrrell, su amante? Sí, fue la respuesta
del barnabita, y un movimiento gélido de horror
serpenteó entre los familiares, los amigos y otros
ocasionales huéspedes.

Yo, apenas un niño, permanecí indiferente
a la cuestión; el barnabita era
un discreto tapeur de pianoforte
y a cuatro manos, quizá a cuatro pies,
zapateamos o cantamos
«En esta tumba oscura» y otros varios
divertimientos.

Que desprendiera un tufo de herejía
parecía ignorarlo la familia. Muerto
y ya olvidada la persona, supe
que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto.
¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué?
¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo?
¿Sería lo divino un gancho o colgadero?
¿Entra por el olfato como cualquier olor?

Sólo más tarde comprendí el sentido
de la expresión y ya no me quedé
suspendido de aliento. Aún me parece ver
al viejo fraile en la pineda,
que ardió hace tiempo, inclinado sobre textos miasmáticos,
bálsamo para él. Y nada en el olor recuerda
lo demoníaco o lo divino, soplos de voz o pneumas,
de los que sólo queda huella en algunos papeles ilegibles.

Versión de: José Ángel Valente

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A consultar :http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2057http://es.wikipedia.org/wiki/Eugenio_Montale

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