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Revista Literaria AZUL@RTE

Anne BARTON

Anne BARTON

  

William Shakespeare, poeta y dramaturgo canonizado por Harold Bloom como el escritor más poderoso e influyente de la literatura occidental, posee una obra tan luminosa y vasta como oscuros son los detalles que se conocen de su vida. Las nuevas biografías, a través de especulaciones e imprecisiones, nutren año con año el enigma de su identidad en vez de aclararlo. La académica británica Anne Barton se ha dedicado a revisar cuidadosamente los estudios sobre la vida de Shakespeare aparecidos en los últimos diez años, la mayoría de ellos volcados sobre la filiación religiosa del inglés. Éste es el resultado de su pesquisa. 

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Shakespeare, el único

por Anne Barton 

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En 1844, Matthew Arnold hizo su famoso comentario sobre Shakespeare: “Otros toleran nuestra pregunta. Tú eres libre./ Nosotros seguimos preguntando... Tú sonríes y no te inmutas,/ Venciendo el conocimiento”. Sugirió que a los biógrafos les sería más fácil interrogar al Monte Blanco para averiguar algo sobre su vida y sus opiniones. Sin embargo, los interrogatorios continúan. Y es más, parecen aumentar de forma alarmante. Desde 1996, cada año se ha publicado al menos un nuevo intento a gran escala (y a veces varios), que no sólo busca narrar la vida del hijo del guantero, que nació en la zona rural de Warwickshire y llegó a convertirse en el poeta y dramaturgo más importante de Inglaterra, sino ir más allá de los simples hechos, escasos y en gran medida enigmáticos, para poner al descubierto su personalidad, sus ideas y creencias. Tan sólo en 2005 se publicaron cuatro de ellos.

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A todo esto deben añadirse los incansables esfuerzos de los “antiestratfordianos” por demostrar que un estudio imparcial de la carrera de Edward de Vere, conde de Oxford, o de algún otro aristócrata (en los últimos meses, sir Henry Neville y Mary Sidney, condesa de Pembroke, han sido incluidos en la lista usual de los sospechosos) lo muestra como el verdadero, si bien oculto, autor de obras de teatro y poemas que supuestamente resultan incomprensibles si se consideran como el trabajo de un chico que estudió en una humilde y provinciana escuela de segunda enseñanza y que después se convertiría en actor profesional... un hombre tan duro e insensible que, en su último testamento, sólo le dejó a la mujer que fue su esposa durante treinta y cuatro años “la segunda mejor cama” del menaje de la casa de Stratford.

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Esta cama, que desapareció hace mucho tiempo, es un buen ejemplo de las incertidumbres que enfrentan los biógrafos de Shakespeare. Quizá este extraño legado no fue un insulto, sino la tierna designación del lecho marital, a diferencia de la cama menos personal que se reservaba a los huéspedes... (aunque Shakespeare, quien pasó la mayor parte de su vida adulta en Londres, debe haberlo compartido sólo en contadas ocasiones con la esposa que dejó en Stratford). De cualquier modo, ¿acaso Anne Hathaway (como se llamaba de soltera) no tenía derecho a recibir los ingresos que devengaba una tercera parte de las propiedades, bastante numerosas, de su difunto esposo? ¿Acaso se especificó “la segunda mejor cama” sólo porque ésta había pertenecido originalmente a la familia Hathaway de Shottery y, por lo tanto, debía permanecer en dicha familia? Pero, entonces, ¿por qué esta frase, la única que hace referencia a Anne, parece ser una ocurrencia tardía, insertada en el testamento sin incluir la expresión acostumbrada de “amada esposa”? ¿Acaso ella había llegado a resultarle antipática?

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Los biógrafos ofrecen una u otra respuesta, según sus propios prejuicios; esto mismo ocurre con la espinosa cuestión de si los sonetos de Shakespeare se publicaron en 1609 con o sin su consentimiento, la autenticidad del ordenamiento secuencial, el momento en que fueron escritos y la identidad del joven a quien se dirigen: el conde de Southampton, el conde de Pembroke (o quizá ambos), Marlowe o Chapman, el “poeta rival”, Emilia Lanier, la “dama misteriosa”, Mary Fitton o... Otros más insisten en que todas éstas son especulaciones inmerecidas que se hacen sobre brillantes ejercicios literarios, los cuales no pueden considerarse como poemas personales ni autobiográficos en ningún sentido. Los biógrafos de Shakespeare tienden a justificar sus afanes informándole a los lectores que, de hecho, se sabe más acerca de la vida del dramaturgo que de cualquier otra figura literaria de esa época, con excepción de Ben Jonson. Lo que no les gusta añadir es que todo lo que sabemos acerca de Jonson no sólo es enorme en comparación con el conjunto de datos que pueden recabarse sobre Shakespeare (la mayor parte proviene de dispersos y lacónicos archivos legales o parroquiales), sino que la procedencia y el tipo de información son profundamente distintos. Conservamos una gran parte de la correspondencia privada que escribió Jonson, un registro detallado de su conversación y un conjunto impresionante de textos de poesía y prosa explícitamente reveladores de la vida de este autor. Sabemos muy bien quiénes fueron sus numerosos amigos y benefactores, a dónde viajó y con quién se hospedó, cuando y por qué fue encarcelado y la fecha en que un incendio destruyó su biblioteca privada (junto con varias de sus obras inéditas). Él también dejó asentado lo que pensaba sobre Shakespeare como dramaturgo y (de manera más sucinta pero afectuosa) como hombre. Lo que Shakespeare opinaba de Jonson sigue siendo un misterio, salvo que este último actuó en dos de sus obras y (según cuenta la leyenda) logró que una de ellas fuera aceptada por su propia compañía de teatro.  

Ambos sufrieron la pérdida de un hijo primogénito. La muerte de Hamnet Shakespeare, a la edad de once años, quedó registrada en Stratford en el mes de agosto de 1596, mas no se sabe cuál fue la causa ni el paradero de Shakespeare en ese momento, ni siquiera si éste salió de Londres para asistir al funeral. Benjamin Jonson hijo murió de peste en Londres, a los siete años de edad, en noviembre de 1603, cuando su padre estaba en Connington, la propiedad campestre de Robert Cotton. Un sueño ominoso anunció la desgracia y Jonson se lo contó a Camden, su antiguo maestro, justo antes de enterarse de la noticia. El niño se le apareció en sueños llevando en la frente la marca roja que se usaba para aislar las casas infectadas en Londres. Después, Jonson expresó lo que sintió en el tierno poema titulado On my first son, en donde el apesadumbrado padre se despide del niño que fue Ben Jonson, su mejor creación poética”. Shakespeare no dejó ningún testimonio equivalente, obligando a los biógrafos a hurgar desesperadamente entre sus obras en busca de pasajes que pudieran de alguna manera reflejar su presumible dolor paterno... una tarea que las dudas cronológicas hicieron aún más difícil. “Hamnet” y “Hamlet” parecen haber sido nombres de pila intercambiables en ese entonces pero, aunque ciertamente la obra aborda la relación que existe en los padres y los hijos (adultos), es difícil fecharla antes de 1599/1600, lo cual no les deja a los biógrafos más remedio que argumentar (sin ninguna prueba que lo sustente) a favor de una sensibilidad personal sobre el tema, que todavía seguía teniendo mucha influencia sobre el autor y que persistió en las obras que escribió muchos años después. Cuando Stephen Daedalus, en el Ulises de Joyce, fantasea sobre la ecuación Hamlet/Hamnet (Shakespeare tiene el papel del Fantasma que se dirige al Hamlet representado por Burbage y piensa, “tú eres el hijo desposeído: yo soy el padre asesinado: tu madre es la reina culpable, Ann Shakespeare, llamada Hathaway de soltera”), Russell lo interrumpe con brusquedad por “husmear en la vida familiar de un gran hombre”, algo que sólo tiene “interés para el oficinista de la parroquia”. No obstante, el “fisgoneo” continúa y con frecuencia adopta formas aun más extravagantes. Todas las obras se convierten en documentos que deben saquearse en busca de pistas biográficas... no es de sorprenderse que dichas pistas resulten ser tendenciosas además de polémicas.

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Sin embargo, en los últimos años el tema principal del debate biográfico no ha sido la infamante “segunda mejor cama”. (Aunque esto puede suscitar un renovado interés ahora que Germaine Greer ha publicado una novela sobre la vida de la señora Shakespeare.) Se trata de la cuestión de la filiación religiosa de Shakespeare, en particular la posibilidad de que, a pesar de haberse bautizado, casado y finalmente enterrado de acuerdo con los ritos de la Iglesia anglicana, él en realidad era católico. En este punto, la comparación con Jonson (hijo póstumo de un sacerdote protestante) también resulta esclarecedora. Sabemos exactamente cuándo fue que Jonson se convirtió al catolicismo, en 1598, inspirado por un cura que lo visitó en la cárcel de Newgate mientras esperaba ser sentenciado por matar al actor Gabriel Spencer en un duelo. Doce años después, Jonson regresó a la religión reformada, bebiéndose la copa entera del vino de consagrar (como le dijo a William Drummond en 1619) al dejarse llevar por su entusiasmo ante la reconciliación. También le dijo a Drummond que era tolerante con ambas vertientes de la fe cristiana, dado que estaba “familiarizado con ambas”. La situación con respecto a Shakespeare es mucho menos clara.  

Según Richard Davies, un sacerdote poco confiable de finales del siglo XVII, el dramaturgo “murió siendo papista”. Davies también inventó la leyenda (que Rowe reiteraría a principios del siglo XVIII en la breve biografía de Shakespeare que anexó en forma de apéndice a la edición que hizo de sus obras en 1709) según la cual el autor se vio forzado a huir de Stratford y refugiarse en Londres después de haber sido aprehendido por cazar venados ilícitamente en la propiedad de sir Thomas Lucy, en Charlecote. (El hecho de que Lucy no poseyera un coto de venados en ese entonces salió a relucir muchos años después.) Paradójicamente, los biógrafos, ansiosos de encontrar detalles más emocionantes que las distintas inversiones en bienes raíces de Shakespeare, sus impuestos morosos o el hecho de que acaparó más de dos mil litros de malta en una época de escasez, acogieron más bien con regocijo la anécdota de la caza furtiva.

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Libro de Shakespeare (1623) 

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Sin embargo, el entusiasmo se apaga si pensamos que, al coronar una existencia breve, pero sin duda espectacular, al ser asesinado en 1593, Christopher Marlowe ha garantizado que se le siga postulando, de manera persistente, como el único candidato, que no era aristócrata, a la paternidad literaria de las obras de “Shakespeare”. Sin embargo, puede agregarse algo de refinamiento y misterio a la existencia oficial (y que de lo contrario resulta totalmente anodina) del hombre de Stratford al dar por cierto un catolicismo peligroso y cuidadosamente ocultado; algo que supuestamente no sólo fue fomentado por la educación familiar, sino por la influencia de Robert Cottam, un maestro de la escuela local que tenía nexos con los Houghton, una poderosa familia recusante (a saber, los católicos apostólicos y romanos que se negaban a aceptar la autoridad de la Iglesia de Inglaterra) de Lancashire, así como con la infiltración de la contrarreforma en Inglaterra, por medio de los seminarios jesuitas y de otras órdenes en el extranjero, y por lo tanto, con el mártir católico Edmund Campion y los jesuitas Henry Garnet y Robert Persons. Ésta ha sido, en gran medida, la idea que ha inspirado las recientes biografías de Shakespeare, incluso las obras Hamlet in purgatory (2001) y Will in the world: How Shakespeare became Shakespeare (2004) de Stephen Greenblatt quien la ha aceptado con cierta cautela.

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Todavía no se determina si Spiritual testament, un texto incompleto que un trabajador descubrió en 1757, entre los cabrios y el techo de la casa de la familia Shakespeare ubicada en la calle Henley, y que llegó a manos del gran académico Edmund Malone, es o no la prueba genuina de la recalcitrante fe católica del padre de Shakespeare quien, en apariencia, era protestante. Tiempo después, Malone, quien transcribió el opúsculo, llegó a dudar de la autenticidad del original... que para entonces ya estaba inoportunamente extraviado. Actualmente se ha establecido que el documento se redactó siguiendo un modelo jesuita... mas no se ha confirmado el respaldo de John Shakespeare. Lo que es indudable es que dicho documento no fue enterrado (como allí se estipulaba) con el señor Shakespeare en 1601.

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Entre 1534, cuando Enrique VIII repudió la autoridad del papa y la iglesia católica, y 1603, el año en que Jaime I ascendió al trono, hubo una cantidad asombrosa de cambios en la religión oficial; el protestantismo se arraigó con mayor firmeza durante el breve reinado de Eduardo VI, luego fue radicalmente derrocado en 1553 con el ascenso de María, una reina católica, para ser reinstaurado en 1558 gracias a Isabel. No es de sorprenderse que muchos súbditos, que habían vivido todas o sólo algunas de estas vertiginosas oscilaciones, cultivaran lo que James Shapiro, en A year in the life of William Shakespeare: 1599, describe atinadamente como un tipo de fe parecida a las pinturas murales católicas de la Capilla Dorada de Stratford, en donde algunas imágenes seguían vislumbrándose bajo la lechada con que habían sido cubiertas apenas unos meses antes de que Shakespeare naciera en 1564, por orden del concejo municipal del que su propio padre formaba parte. Como lo escribe Shapiro: “Afirmar que los Shakespeare eran católicos a escondidas o bien protestantes como la mayoría no da cuenta de que, salvo por una pequeña minoría situada en uno u otro extremo doctrinario, esas etiquetas no lograban captar, de la reina para abajo, la naturaleza estratificada de las verdaderas creencias de los isabelinos”.

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No obstante, esta conclusión, eminentemente sensata, les parece inaceptable a los biógrafos, empezando por E.A.J. Honigmann en Shakespeare: The lost years (1985), quienes están convencidos de que el “William Shakeshafte” que se menciona como abogado familiar en el testamento de 1581 de Alexander Houghton, el acaudalado terrateniente católico de Lancashire, era en realidad el joven de Stratford con un apellido ligeramente distinto. (Un apellido que, por otro lado, es bastante común en Lancashire.) Según esto, Robert Cottam, el maestro de la escuela de Stratford, que era católico a escondidas, envió a su alumno más prometedor al norte para ponerlo al servicio de los Houghton, ya sea como docente o para aumentar el número de simpatizantes del grupo que esa familia apoyaba. Allí, el joven Shakespeare confirmó su fe en el ferviente catolicismo que más tarde quedaría registrado (de forma evidente para quienes pueden descifrar el mensaje oculto), en sus poemas y obras de teatro.

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La obra de Richard Wilson Secret Shakespeare: Studies in theatre, religion and resistance (2004) fue seguida de Shadowplay: The hidden beliefs and coded politics of William Shakespeare de Clare Asquith, publicada en 2005. Ambos libros buscan establecer que el escritor a quien Coleridge alabó alguna vez por su admirable imparcialidad fue, por el contrario, un hombre dominado por una adhesión apasionada, pero que necesariamente se expresaba de forma encubierta, a la Iglesia de Roma. La aplicación de códigos basados en cifras (que alguna vez fueron muy usados por los baconianos) a la obra de Shakespeare nunca ha logrado recuperarse del todo del golpe que le asestó la revelación espuria, que dos criptógrafos profesionales hicieron en 1957, acerca del mensaje oculto que estaba contenido en Julio César en el sentido de que “Theodore Roosevelt es el verdadero autor de esta obra pero yo, Bacon, se la robé y me atribuyo el mérito”. Tanto Asquith como Wilson prefieren emplear nebulosas lecturas alegóricas o (en el caso de Asquith) un conjunto de palabras escritas en “clave” (“hermoso”, “oscuro”, “elevado”, “bajo”, “tempestad”, “ruiseñor”, “fénix”, “sombra”, “sustancia”, etcétera), que supuestamente les comunicaban a los fieles católicos, que formaban parte del auditorio del teatro, otro drama subterráneo (que con frecuencia no concordaba en absoluto con la trama que se representaba, de manera más directa por no decir interesante, sobre el escenario) y que, en su mayor parte, sólo ellos pueden discernir. (La cantidad exacta de los católicos receptivos, que podrían haber entendido el código y que podrían haber formado parte de los tres mil espectadores que llenaban el teatro Globe, es un tema que ni ella ni Wilson quieren abordar.) Los problemas que estos dos libros generan son múltiples y, en el caso del de Asquith, casi “derrumban las palizadas y los fuertes de la razón” (como dijo de Hamlet).

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“Sonety” de Shakespeare 

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A pesar de que Asquith incluye Secret Shakespeare de Wilson en su bibliografía, ella nunca cita esta obra en su propio libro. Quizá esto se deba a que estos dos autores tienden a proponer significados y códigos católicos distintos, y muchas veces opuestos, dentro de los textos que analizan. Por ejemplo, en El mercader de Venecia, Wilson identifica la casa de Porcia en Belmont con la familia recusante de los Montague, sugiriendo que existe una alusión al apellido así como a una de las propiedades que poseían. En su opinión, Belmont es una gran casa recusante donde “la piedad... redime el carácter mercenario del mercado protestante” de Venecia y Porcia, siendo el epítome del “catolicismo matriarcal”, preside en privado los ritos y fiestas de la iglesia romana, a la vez que les ofrece un refugio seguro a sus correligionarios. Por otro lado, al estudiar la misma obra, Asquith se las ingenia para identificar a Porcia con Isabel, la reina protestante asediada por pretendientes que representan a la iglesia católica (el príncipe de Aragón), a la Europa protestante (el “moreno” príncipe de Marruecos) y a sus leales súbditos ingleses (Bassanio), quienes están en deuda (como Bassanio lo está con Antonio) con la vieja identidad católica del país. En su interpretación, el vengativo Shylock se convierte en un puritano representativo bastante inverosímil.

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Asquith es muy ingeniosa y trabaja su alegoría con gran detalle, argumentando que estas “sombras chinescas” no sólo le habrían resultado evidentes a Isabel (quien se habría reconocido en el papel de Porcia y también habría advertido la súplica que se le hacía a favor de la tolerancia religiosa), sino también para algunos de los poderosos protestantes del auditorio, quizá alguno de los Cecil hacia quienes Asquith parece albergar una animosidad casi personal. (La autora cree que Shakespeare representó de manera explícita a Robert Cecil en el papel de Ricardo III.) De allí surgió lo que ella describe como el lamentable periodo de cuatro años de “apostasía” que le fue impuesto a Shakespeare después de El mercader de Venecia, durante el cual se vio obligado a abandonar o moderar sus “llamados elegantemente cifrados”, antes de volver a hacerlos con un giro diferente en Julio César.

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Es probable que la mayor parte de los lectores consideren que estas elaboradas alegorías, “descubiertas” en todas las obras de teatro, son poco convincentes, por no decir que carecen de consistencia interna. Edmund Spenser, el consumado alegorista, al presentar a Archimago en el Libro I de The faerie queene como un ermitaño ataviado de negro que juguetea con un rosario, garantizó que todas sus acciones subsiguientes en el poema se interpretaran como las de un católico estafador aliado con los poderes del mal. Por el contrario, Asquith rara vez puede hacer que todas sus interpretaciones alegóricas encajen en una obra de teatro completa, mucho menos hacer justicia a los intrincados recovecos de los personajes o incluso de las tramas de Shakespeare. Ella claramente distorsiona muchas de las cosas que constituyen una parte vívida de la experiencia de cualquier espectador o lector. También se ve obligada a ignorar por entero la difícil obra El rey Juan, con su intrigante enviado papal y su envenenador frailesco, y a hacer la absurda afirmación de que, a pesar de su postura en el Primer Folio, Enrique VIII, una obra igualmente incómoda, le fue atribuida a Shakespeare sólo a resultas de una conspiración protestante con la que estuvo coludido el verdadero autor... el despreciable y servil John Fletcher. Ni siquiera Wilson llega a esos extremos... aunque ciertamente esconde ambas obras bajo el tapete tan rápido como puede.

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El enfoque de Asquith se asemeja al clásico dibujo del conejo y el pato de Wittgenstein. Cuando uno analiza las obras de teatro, puede optar por ver el conejo católico, que a ella tanto le interesa, o el pato que resulta bastante más interesante y exigente... esto es, los personajes y sus acciones que Shakespeare nos presenta. Lo que uno no puede hacer, como en el caso del dibujo, es percibirlos al mismo tiempo, ya sea en el teatro o en la página impresa. Y esto es muy importante. Aun en el caso de Venus y Adonis de Shakespeare, un poema que, por una vez, Wilson y Asquith están de acuerdo en descodificar como la opresión de la Reina Isabel sobre el joven conde de Southampton, la gran esperanza de la resistencia católica en Inglaterra, el verso en sí echa por tierra los esfuerzos más decididos por conservar dicha idea en mente mientras que, al mismo tiempo, responde al erotismo cuidadosamente perfilado en el callejón sin salida que surge entre una fuerza irresistible (la diosa del Amor) y Adonis, el inmutable objeto de su deseo frustrado y claramente sexual.

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Además, la obra de Asquith contiene numerosas imprecisiones e interpretaciones erróneas de los textos de Shakespeare. Que en La comedia de las equivocaciones los ciudadanos de Éfeso confundan al nativo Antífolo con su gemelo de Siracusa es algo totalmente comprensible. Que Asquith haga lo mismo, hundiendo la trama en el caos, no lo es. En Los dos hidalgos de Verona, Valentín no ofrece “compartir” a Silvia con su amigo Proteo cuando le anuncia “todo lo que fue mío en Silvia, te lo concedo”, una idea absurda que se reitera a lo largo del libro. Él simplemente renuncia por completo a su derecho sobre ella. Tan sólo en la página 297, Asquith se refiere a Alonso, el personaje de La tempestad, como “Alfonso”, lo describe como el duque de Nápoles y no como el rey, compara el traje de cortesano de Gonzalo, que parece recién teñido por el agua salada, con “vestuario de actores”, inventando así un símil inexistente, y malinterpreta la descripción que hace Próspero de la bruja Sycorax (que, como era de suponerse, es otra caricatura de la Reina Isabel), quien llega a la isla “encinta”, pero dando a entender que ella ya tenía al pequeño Calibán retozando a su alrededor (no importa que a éste se le describa más adelante en la obra como “el hijo que ella parió aquí”). En cuanto a los distintos términos en clave de Asquith (“hermoso” / “elevado” que implica católico, “oscuro” / “bajo” que significa protestante y todo lo demás), ella los señala en el texto cuando se ajustan a su teoría y los ignora cuando no es así o, peor aún, cuando Shakespeare los aplica de una forma que entra en franca oposición con el esquema alegórico de la autora.

Shakespeare joven  

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La indignada pregunta que Hamlet le hace a su madre, “¿Es posible que aquel collado espléndido dejaras para pacer en valle cenagoso?”, tal vez puede forzarse para darle una identidad católica al viejo Hamlet, como supone el código hermoso/elevado, en comparación con la identidad protestante, oscura/baja, de su malévolo hermano menor. Pero entonces, ¿cómo interpretar la descripción que hace Horacio en el Acto I de la oscura y entrecana barba (“gris plateada”) que hace que el fantasma del viejo Hamlet sea uno mismo con el hombre que él era en vida? Asquith no hace ningún comentario al respecto. La obra Shadowplay está influida por el compromiso claramente personal y apasionado de su autora a favor de la fe católica. Asquith es emprendedora e imaginativa y a uno le gustaría que llevara dichas cualidades, así como el esmero de una gran parte de su investigación histórica, a algún estudio, que resultaría más apropiado, sobre el poeta y mártir Robert Southwell o quizá sobre sir Thomas More. Sin embargo, su libro sobre Shakespeare sencillamente no sirve.

John Updike ha observado que la mayor parte de las biografías “son en realidad novelas con índices”. Me parece que esto es especialmente cierto acerca de las vidas de Shakespeare. Aunque la obra Shakespeare: The biography de Peter Ackroyd, cuyo subtítulo es bastante arrogante, tiene arranques de fantasía menos extremos que la de Asquith, también irrumpe en el campo de la ficción. Así pues, “podemos imaginar que [Shakespeare] fue un niño peculiarmente competitivo” y “que sin duda se aburría con facilidad”. Al convertirse en un hombre, parece que era “dado a la lujuria, pero quisquilloso en otros sentidos”, algo que, dice el libro, “por una curiosa casualidad concuerda bien con el conjunto de las imágenes de las obras de teatro, donde existen numerosas referencias a la obscenidad, pero también muestras de susceptibilidad a los espectáculos u olores desagradables”. Y así sucesivamente, ad infinitum. Gracias a un método que con frecuencia nos recuerda la obra Shakespeare's imagery and what it tells us que Caroline Spurgeon escribió en 1935, Ackroyd saquea las obras de teatro en busca de “pruebas” sobre la propia personalidad de Shakespeare, sobre sus gustos y aversiones particulares. El autor también es propenso a hacer declaraciones totalmente infundadas sobre los procesos creativos de Shakespeare, afirmando que no sólo éste puso “una partícula de sí mismo en todos sus personajes” sino que, en cada una de sus obras, existe un personaje que él tenía intenciones de personificar sobre el escenario. El libro es demasiado largo, repetitivo y está escrito con una prosa férvida que cansa pronto. También está lleno de juicios estéticos de lo más dudosos, como cuando Ackroyd descarta Medida por medida (junto con Bien está todo lo que acaba bien) como “un ejercicio abortivo de tipo cómico... Un oscuro pensamiento alzó el vuelo en un valle oscuro que, al quedar totalmente explorado, resultó ser yermo y aburrido. Nada más”. O como cuando logra reducir El rey Lear a una “meditación” sobre los males que acarrea la división de un reino.

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Después de todo, es un gran alivio dejar a Wilson, Asquith y Ackroyd para acercarse a la obra de James Shapiro, A year in the life of William Shakespeare: 1599. La última oración del epílogo de este estudio, consistentemente informativo e inteligente, aclara cuál es la postura biográfica de su autor: “Quizá más que ningún escritor que haya vivido antes o después de él, Shakespeare tuvo en su mano las llaves que abrieron el corazón y la mente de los demás, aun si él mantuvo un candado sobre sí mismo”. Con admirable reserva, Shapiro se dispone a hacer la crónica de los acontecimientos públicos de 1599 (las noticias más importantes) sin hacer especulaciones indebidas sobre la reacción de Shakespeare ante ellos. Se conforma con mostrar “el conjunto del año, su forma y presión” (adaptando las palabras de Hamlet a los actores) y con situar a Shakespeare ante sucesos como la muerte de Edmund Spenser, el desmantelamiento clandestino del viejo teatro de Shoreditch y su renacimiento como el Bankside Globe, la triste campaña de Essex en Irlanda, los rumores sobre una “Armada invisible”, que pusieron en estado de alerta máxima tanto a las autoridades como al público en general, y la publicación de The passionate pilgrim y la arriesgada obra de John Hayward, History of the life and reign of King Henry IV. Conforme Shapiro va avanzando, desde finales de 1598 al otoño de 1599, logra tejer con gran habilidad un informe sobre la evolución y los logros artísticos de Shakespeare durante esos meses, pero sin hacer otra cosa que sugerir la forma en que las dos trayectorias pueden haber llegado a influir en la conciencia del dramaturgo.

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No obstante, este libro arroja mucha luz sobre las obras y el hombre que las escribió. Shapiro es particularmente bueno en su detallado informe sobre la forma en que las vigas del teatro Shoreditch fueron salvadas y almacenadas (y no, como con frecuencia se afirma, transportadas por barco a través del Támesis) y explica con exactitud qué trabajo de carpintería y qué condiciones climáticas se requerían para volver a usarlas en el Globe. Narra la campaña en Irlanda de una forma vívida (y terriblemente) actual para el lector, como debió serlo para Shakespeare y sus contemporáneos, y por primera vez (que yo sepa) ofrece un informe detallado y preciso de lo que Shakespeare habría visto en las distintas habitaciones que debía atravesar en Whitehall cada vez que él y su compañía de actores se presentaban en la corte. A veces, Shapiro también se deja llevar por el hecho de haber enfocado su objeto de estudio en el año de 1599 y en las obras que Shakespeare redactó entonces (Julio César, Enrique V, A vuestro gusto y el primer borrador de Hamlet) y denigra aquéllas que escribió inmediatamente después; por ejemplo Noche de epifanía, supuestamente “llena de fórmulas” y “menos lograda” o bien Troilo y Cressida, que considera “demasiado deshilvanada y demasiado amarga”. Quizá esto sea comprensible; ciertamente no menoscaba el valor del libro, considerado como un todo.

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Las obras de Shakespeare en peliculas 

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Al optar por escribir lo que en realidad es la biografía de un año así como de Shakespeare, Shapiro ha logrado sortear con destreza las trampas en los que tristemente tienden a caer las demás vidas, recientes, de Shakespeare. En este sentido, el análisis que ofrece David Ellis en su obra That man Shakespeare: Icon of modern culture resulta maravillosamente útil y oportuno. Nada puede rivalizar con Shakespeares's lives, la magnífica y monumental obra de Samuel Schoenbaum, una ingeniosa y exhaustiva relación de todos los intentos biográficos que se escribieron desde el principio, que fue publicada inicialmente en 1970 y después se actualizó para tomar en cuenta la década de los ochenta en una edición revisada. No obstante Schoenbaum murió en 1996. Sólo podemos imaginar lo que habría pensado de la avalancha de la última década. Sin embargo, cuando en el último capítulo Ellis termina de hacer una antología de los pasajes (ficticios y reales) que han ayudado a construir la imagen de Shakespeare a lo largo de los siglos y aborda “los métodos que deben usar aquellos que se sienten obligados a elaborar nuevas biografías sin contar con información nueva”, el autor hace gala de astucia y perspicacia.

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Sugiere que hay seis estrategias básicas de que han echado mano la mayor parte de los biógrafos de Shakespeare de nuestra época. Las enumera como sigue: 1) “el argumento de la ausencia” que significa que, allí donde hay un silencio, como las pruebas que confirmen el catolicismo de Shakespeare, debió ser necesario el sigilo, lo cual sirve de confirmación; 2) “el cuidado del lenguaje”: el uso de lo que llama “palabras equívocas” como “quizá”, “si”, “probablemente”, “podría”, “puede”, sirve para ocultar que, en realidad, no tenemos la certeza de lo que decimos; 3) el uso de las obras de teatro para revelar elementos precisos de la vida y forma de pensar de Shakespeare; 4) el uso de los sonetos con este mismo propósito; 5) la transferencia del peso de la responsabilidad a las circunstancias históricas que, en apariencia, aclaran cómo era la vida íntima del escritor; y 6) “el argumento que se origina en la proximidad o bien la unión de los puntos”, que significa desplegar lo que sabemos acerca del maestro que tuvo Shakespeare en Stratford o acerca de sus parientes y conocidos, para hacer rendir la escasa o nula información que realmente ha quedado confirmada acerca del dramaturgo. Ninguna de las biografías que se han analizado en esta reseña se publicó a tiempo para que Ellis pudiera examinarla. Sin embargo y excepto por la de Shapiro, todas utilizan por lo menos uno, y más bien varios, de los recursos que Ellis menciona.

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Al contemplar el flujo aparentemente interminable de las nuevas biografías de Shakespeare que se han publicado durante los últimos diez años, es difícil no sentir que debería imponerse una moratoria al respecto (de la que se excluiría la improbable aparición de cualquier dato nuevo). Quizá todavía haya que escribir un libro que nos explique por qué siguen proliferando (y vendiéndose) las vidas de Shakespeare, además de hacer una investigación seria sobre el factor psicológico que subyace a todos los intentos que siguen haciéndose por demostrar que él sólo era el testaferro del verdadero autor, ya sea que se trate de Marlowe, Edward de Vere, Bacon, Sir Henry Neville o Mary Sidney. Mientras tanto, resulta tentador darle otra interpretación al maravilloso cuento de Borges, “Everything and nothing”. En este cuento, un Shakespeare atormentado por el hecho de que nunca ha poseído carácter ni personalidad propios, a la vez que ha dotado de ambos a tantos personajes ficticios, se queja con Dios. Y la voz de Dios le contesta, salida del torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”. En un sentido ligeramente distinto, los biógrafos de Shakespeare también han logrado crear un hombre que es “muchos y a la vez ninguno”.

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Barton. Catedrática del Trinity College de Cambridge. Autora de Essays, Mainly Shakespearean y de una versión anotada del Don Juan de Byron.

© The New York Review of Books , 11 de mayo de 2006

A consultar:

http://es.wikipedia.org/wiki/William_Shakespeare

http://www.booksfactory.com/writers/shakespeare_es.htm

http://www.proverbia.net/citasautor.asp?autor=915  

Ilustración: Lutz Baches

http://www.lutz-backes.com/Karikaturen/karikaturen.html

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