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Revista Literaria AZUL@RTE

Robert Louis STEVENSON

Robert Louis STEVENSON

   

Proveniente de una familia burguesa, Robert pasó una infancia feliz y despreocupada. Debido a la marchita salud de su madre no cursó estudio alguno durante su niñez. Esto hizo que a la edad de 8 años fuera totalmente analfabeto. Durante su adolescencia, Robert acompañó a su padre en sus frecuentes viajes.

Ingresó en la universidad de Edimburgo como estudiante de ingeniería náutica. Sin embargo, la elección de la carrera fue más por la influencia de su padre, que era ingeniero, que por gusto propio. Esto llevó al abandono de la ingeniería en por de las leyes. En 1875 empezó a practicar la abogacía. Tampoco tuvo una carrera brillante en este campo, ya que su interés se concentraba en el estudio de la lengua.

Enseguida aparecieron en él los primeros síntomas de la tuberculosis e inició una serie de viajes por el continente. En 1876, a los 26 años, en Grez (Francia) conoció a Fanny Osbourne, una norteamericana que le llevaba diez años. Fanny estaba separada de su marido; con su hermana Belle y sus hijos descansaba y pintaba. Stevenson y Fanny se enamoraron. Publicó su primer libro en 1878. Ella partió a California, para tramitar su divorcio, y Stevenson la siguió, un año después. Se casó con ella en 1880, a los 30 años. La pareja vivió un tiempo en Calistoga, en el Lejano Oeste. Escribió historias de viajes, aventuras y romance. Su obra es muy versátil: ficción y ensayo, etc.

A partir de ese año, la salud de Stevenson comenzó a empeorar. El matrimonio se mudó a Edimburgo, luego a Davos, Suiza, y finalmente se instaló en una finca que el viejo Stevenson les regaló, en el balneario de Bournemouth. Tres años más tarde partieron a Nueva York, donde Stevenson hizo amistad con Mark Twain, autor de Las aventuras de Tom Sawyer. Tras una breve estadía en San Francisco, deciden realizar un viaje hacia las islas del Pacífico Sur, donde finalmente se establecen con los hijos de Fanny, la hermana de ésta, Belle, y la señora Stevenson (el padre del novelista había muerto para entonces). No es precisamente un rechazo furioso de la civilización: la casa del matrimonio es confortable; la relación de Stevenson con los aborígenes —que lo bautizan como Tusitala, ("el que cuenta historias")— es cordial, pero política: de hecho, el escritor toma partido por uno de los jefes locales contra la dominación alemana del archipiélago y escribe en la prensa británica sobre la penosa situación samoana.

Murió de un ataque cerebral. Un año antes, relató en una carta: "Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos". Su cuerpo fue enterrado en la misma isla, en el monte Vaea.

Ante la aparición de la novela naturalista o psicológica, Stevenson reivindicó el relato clásico de aventuras, en el que el carácter de los personajes se dibuja en la acción. Su estilo elegante y sobrio y la naturaleza de sus relatos y sus descripciones influyó en escritores del siglo XX como Jorge Luis Borges.

También es conocida su afición al alcohol, lo que le acarreó diversos problemas de salud.   

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El mono científico 

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En cierta Isla de las Antillas, había una casa y una playa cerca de una arboleda.En esa casa habitaba un vivisector y, en los árboles, un clan de simios antropoides. Resultó que el vivisector atrapó a uno de ellos y lo encerró durante algún tiempo en una jaula del laboratorio. Allí, quedó profundamente aterrado por lo que vio, muy interesado por todo lo que oyó; y como tuvo la fortuna de escapar en una fase temprana de su caso (que quedó clasificado con el número 701) y de regresar con su familia con tan sólo una lesión insignificante en un pie, consideró que, en suma, había salido beneficiado.

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En cuanto regresó se hizo llamar “doctor” y empezó a importunar a sus vecinos con esta pregunta: ¿Por qué los simios no son progresistas?
—No sé qué quiere decir progresista — dijo uno y le lanzó un coco a su abuela.
—Yo no lo sé ni me importa —dijo otro y se columpió en un árbol cercano.
—¡Ya cállate! —exclamó un tercero.
—¡Maldito progreso! —dijo el jefe que era un viejo político conservador, a favor de la fuerza física—. Procuren portarse mejor como lo que son.


Pero cuando el mono científico lograba reunirse a solas con los machos jóvenes, éstos lo escuchaban con más atención.


—El hombre es tan sólo un simio que ha sido promovido —decía, colgando su cola desde una elevada rama—. Dado que el registro geológico está incompleto, es imposible afirmar cuánto tardó en ascender y cuánto podríamos tardar nosotros en seguir sus pasos. Pero si nos lanzamos de lleno in media res en mi propio sistema, creo que los dejaremos a todos atónitos. El hombre perdió siglos por culpa de la religión, la moral, la poesía y otros desvaríos; tardó siglos antes de alcanzar la ciencia y apenas ayer empezó a realizar vivisecciones. Nosotros recorreremos el camino en sentido inverso y empezaremos por la vivisección.

—¿Qué cocos es la vivisección? —preguntó un simio.
El doctor explicó con todo detalle lo que había visto en el laboratorio; y algunos de sus oyentes quedaron encantados, mas no todos.
—¡Nunca había escuchado semejante bestialidad! —exclamó un mono que había perdido una oreja en un pleito con su tía.
—¿Y para qué sirve eso? —inquirió otro.
—¿Qué no se dan cuenta? —dijo el doctor—. Al hacer vivisecciones en los hombres, descubriremos cómo están hechos los simios y así avanzaremos.
—Pero, ¿por qué no las hacemos en nosotros mismos? —preguntó uno de sus discípulos que era discutidor.
—¡Ay, qué vergüenza! —dijo el doctor—. No pienso quedarme aquí escuchando semejantes despropósitos; al menos, no en público.
—Pero, ¿y los criminales?
—inquirió el discutidor.
—Es muy dudoso que exista algo que pueda considerarse bueno o malo; entonces, ¿cómo definirías a un criminal? —repuso el doctor—. Y además, el público no lo toleraría. Y los hombres nos serán igual de útiles; somos del mismo género.
—Me parece que sería brutal hacerles eso a los hombres —dijo el simio que sólo tenía una oreja.
—Bueno, para empezar — dijo el doctor—, ellos afirman que nosotros no sufrimos y que somos, como dicen, unos “autómatas”; así que tengo todo el derecho de decir lo mismo de ellos.
—Ése es un disparate —dijo el discutidor—; y además es autodestructivo. Si ellos sólo son unos autómatas, no pueden enseñarnos nada acerca de nosotros mismos; y si pueden hacerlo, ¡por todos los cocos!, entonces deben sufrir.
—Comparto bastante tu forma de pensar — dijo el doctor—, y, en efecto, ese argumento sólo es válido para las revistas mensuales. Supongamos que sí sufren. Bueno, pues sufren en el interés de una raza inferior que necesita ayuda; no puede haber nada más justo que eso. Y además, sin duda haremos descubrimientos que también a ellos les serán de utilidad.
—Pero, ¿cómo descubriremos algo cuando no sabemos qué hay que investigar? —inquirió el discutidor.
—¡Bendita sea mi cola! —gritó el doctor, perdiendo los estribos y la dignidad—. ¡Tienes la mente menos científica de todos los monos de las Islas Windward! Saber qué investigar... ¡qué tontería! La verdadera ciencia no tiene nada que ver con eso. Tú sólo debes realizar vivisecciones, cada vez que tengas la oportunidad; y, si realmente llegas a descubrir algo, ¿quién estará más sorprendido que tú?
—Tengo una objeción más —dijo el discutidor—, aunque aclaro que concuerdo en que sería una diversión mayúscula. Pero los hombres son muy fuertes y además tienen armas.
—Por eso mismo tomaremos a los bebés —concluyó el doctor.
Esa misma tarde, éste regresó al jardín del científico; se robó una de sus navajas a través de la ventana del cuarto de vestir y, en una segunda incursión, sacó al bebé de su cuna.
Hubo gran algarabía en las copas de los árboles. El mono, que sólo tenía una oreja y que era de buenos sentimientos, acunó al niño en sus brazos; otro le metió nueces en la boca y se afligió porque no quiso comérselas.
—Carece de inteligencia —dijo.
—Pero cómo me gustaría que no llorara —dijo el simio que sólo tenía una oreja—, ¡se ve tan feo como un mono!
—Esto es absurdo —dijo el doctor—. Denme la navaja.
Al oír esto, al mono que sólo tenía una oreja se le encogió el corazón, le escupió al doctor y huyó con el niño a la copa del árbol vecino.
—¡Hey, tú! —gritó el simio que sólo tenía una oreja—, ¡vivisecciónate tú mismo!
Ante este desafío, todo el equipo empezó a perseguirlo y a dar voces; y el ruido llamó la atención del jefe, que se encontraba en los alrededores, matando pulgas.
—¿Por qué tanto alboroto? —exclamó el jefe. Y cuando le explicaron lo sucedido, se llevó la mano a la frente—. ¡Santos cocos! —exclamó—, ¿es ésta una pesadilla? ¿Pueden los simios caer hasta semejante barbaridad? Devuelvan a ese niño al lugar de donde lo sacaron.
—Usted no tiene una mente científica —dijo el doctor.
—No sé si tenga una mente científica o no —repuso el jefe—, pero sí tengo un palo muy grueso y, si le pones una garra encima a ese bebé, te romperé la cabeza.
Así que llevaron al bebé al jardín que estaba frente a la casa. El científico (que era un estimable padre de familia) no cupo en sí de gozo y, ya con el corazón ligero, inició tres experimentos más en su laboratorio antes de que el día llegara a su fin.  

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El relojero  

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La garrafa estaba colocada sobre una mesa, en medio de la habitación. Hacía casi una semana que nadie entraba por la puerta; la sirvienta era descuidada y no había cambiado el agua desde hacía un mes. La raza dirigente de los animálculos había alcanzado así una gran antigüedad y ellos estaban muy avanzados en sus estudios científicos. Su principal deleite era la astronomía; los filósofos se pasaban los días contemplando los cuerpos celestes, la sociedad se complacía en comentar las distintas teorías. Dos ventanas, una que daba al este y otra al sur, les daban dos años solares de distinta duración; el segundo se mezclaba con el primero y el primero volvía a suceder al segundo después de un intervalo de oscuridad. Muchas generaciones nacían y perecían durante la noche; la tradición de un sol se vio debilitada, de modo que los pesimistas abandonaron la esperanza de que volviera a salir; y la luna, que entonces estaba llena, engañó a algunos de los más sabios. No fue sino hasta el sexto año solar largo que apareció un animálculo de intelecto inigualable; él destronó la ciencia anterior y dejó un legado de discusión.

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Su hipótesis puede llamarse La Teoría del Cuarto. Era errónea en partes. El cuarto no estaba lleno de agua potable; tampoco estaban hechas sus paredes de la misma sustancia que el mantel. Pero, en la mayor parte de los puntos, la teoría concordaba burdamente con los hechos; y su autor había calculado la posición relativa de la garrafa, la mesa, las paredes, los adornos de la repisa de la chimenea y el reloj de ocho días hasta el millonésimo lugar de los decimales, pues sus métodos e instrumentos eran exquisitamente finos. Hasta ahora, los más escépticos reconocían sus méritos. Pero el filósofo era un hombre de mente devota y obediente; y había decidido aceptar y basarse en una leyenda de su raza. En la antigüedad, antes del surgimiento de la ciencia, se decía que el espacio amarillo y oblongo, situado en la pared que daba al norte, se había abierto y un objeto, cuyo tamaño descomunal superaba la imaginación, había aparecido y, durante algunas generaciones, se había movido visiblemente en el espacio. Una luz, a decir de algunos más brillante que el sol, según otros apenas más brillante que la luna, acompañó al meteoro en su órbita. Mientras tanto, la garrafa fue sacudida por tronidos e inexplicables convulsiones; los costados del universo se oyeron crepitar; una detonación final señaló el momento de su desaparición; y, cuando los animálculos se recobraron del susto, vieron que el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba al norte había retomado su aspecto natural. Tal fue el informe de los historiadores serios y críticos; en boca de los incultos, la versión era otra. “En la antigua era del canibalismo”, decían ellos, “un animálculo asombrosamente enorme atravesó el muro; tenía el sol en una garra; el movimiento de su nado sacudió la garrafa entera; y antes de volver a salir, le hizo algo al reloj”. Para asombro de la sociedad, esta versión popular fue la que el filósofo aceptó. Un coloso que llevaba una luz, parecido al que había sido observado, caminaba conforme a periodos establecidos cerca de las paredes exteriores de la habitación; y el hecho de que pasara, primero frente a una ventana y luego frente a la otra, explicaba los años solares. Pero el filósofo fue aún más lejos. En el Cosmos animalcular existía un elemento de anormalidad superlativa: el reloj, con su péndulo, su esfera y sus manecillas. Varias generaciones de observadores habían demostrado, de modo irrefutable, que el péndulo se balanceaba, que las manecillas reptaban por la esfera, que el fenómeno de las campanadas ocurría a intervalos aproximadamente iguales y que al menos era posible concebir una relación entre estos intervalos y la procesión de las manecillas. Pronto, la atención se fijó en el reloj; las pruebas de la existencia de algún propósito en la creación se centraron allí; el creador, que hablaba con oscuras palabras en sus demás obras, parecía emitir una voz auténtica en el reloj; y el teísmo y el ateísmo trabaron combate en torno a la cuestión del Relojero. El Newton animalcular era relojerista; y se arriesgó a hacer la osada conjetura de que el coloso que llevaba una lámpara alrededor de la habitación se vería obligado a regular sus movimientos de acuerdo con el tiempo del reloj.

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Entre los piadosos, las interrogantes del filósofo pronto se erigieron en doctrinas de la iglesia. El coloso de la leyenda fue identificado con el sol, junto con el creador del reloj. El culto al relojero reemplazó las religiones anteriores, la veneración del agua, la veneración de los ancestros y la adoración bárbara de la repisa de la chimenea; a él le fueron atribuidas todas las virtudes; y todo el comportamiento animalcular de buen tono quedó reunido bajo la rúbrica de Comportamiento Relojeroso. Mientras tanto, el otro bando clamaba a favor del animalculomorfismo. El filósofo había declarado que todo el espacio estaba ocupado por el agua; no había nada menos comprobado, nada menos comprobable; más allá de la piel interna de la botella, el agua dejaba de existir; y, si éste era el caso, ¿en dónde quedaba el relojero? La vida implicaba agua, el pensamiento implicaba agua. Nadie que no viviera en el agua podía concebir la idea del tiempo, ¡mucho menos la de un reloj! Examinen su hipótesis (decían los relojeristas) y todo se reduce a esto: una criatura que vive en el agua ¡viviendo fuera del agua! ¿Pueden acaso los animálculos razonables entretenerse con semejante absurdo? Y admitiendo lo imposible, admitiendo (únicamente con el propósito de aclarar la cuestión) que la vida y el pensamiento existen más allá de las paredes de la garrafa, ¿por qué no se manifiesta el Relojero? Sería sencillo para él comunicarse con los animálculos; cuando creó el reloj, le habría sido fácil colocar sobre la esfera señales inteligibles (por ejemplo, la proposición cuadragésima séptima) o incluso (si acaso le hubiera importado) algún medidor del paso fugaz del tiempo; y en vez de eso, a distancias que más o menos se aproximan a la igualdad, tienen lugar esas marcas sin sentido, que probablemente son el resultado del ebullicionismo. Entonces, si acaso existe un relojero, hay que figurárselo como un frívolo y maligno sinvergüenza, que creó la garrafa, la mesa y la habitación con el único objeto de regodearse con las tribulaciones de los animálculos. Semejantes opiniones hallaron una expresión más violenta en boca de los poetas contemporáneos; la infame “Oda a un Relojero”, que estremeció a la sociedad, empezaba más o menos así:

Enormes son tus pecados,
Enormes como una garrafa entera.
Relojero, yo te reto.
Tu crueldad es mayor que la de un jarrón sobre la repisa de la chimenea,
Y redonda como la esfera del reloj.
Eres fuerte, te jactas de ello;
Eres astuto e inventas cronómetros;
¡Vanas son tu fuerza y astucia!
Basta con que un solo animálculo honrado te mire a los ojos,
Y quedas vencido en medio de tus instrumentos.
Palideces y te ocultas en la trastienda.

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El sentir universal fue que el poeta había llegado demasiado lejos. Si en efecto existía un relojero, cabía suponer que no toleraría que esas declaraciones quedaran impunes; cabía temer que toda la garrafa se vería implicada en su venganza. Después de un juicio en donde él se vanaglorió de sus horrendos sentimientos, el poeta fue condenado y públicamente destruido; y, durante algunas generaciones, este acto de rigor frenó el espíritu del libre pensamiento.

Todos esperaban con ansia el amanecer del séptimo año solar doble. Al acercarse el momento, todos los telescopios que había en la botella se dirigieron hacia la ventana que daba al este o hacia el reloj; y una vez que el acontecimiento hubo tenido lugar y mientras se preparaban los cálculos, las muchedumbres esperaron afuera de las casas de los astrónomos, algunos rezando, otros haciendo irreverentes apuestas sobre el resultado. Éste no fue concluyente. El reloj y el sol no tenían ninguna relación precisa de concordancia; a los fieles más ardientes les fue imposible proclamar su triunfo. Mas la discrepancia era pequeña; y el más firme de los librepensadores fue consciente de la existencia de una duda íntima.

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En El Relojero revelado en todas sus obras, El Relojero reivindicado y La verdadera ciencia relojerosa exhibida y justificada, los piadosos buscaron disimular su desilusión; en obras de distinta naturaleza, los librepensadores magnificaron su victoria. Conforme pasaban las horas y una generación sucedía a otra, todos percibieron que la fe había sido sacudida. La creencia en un Relojero decayó de forma estable; y pronto el reloj mismo, con sus movimientos disminuidos y su regularidad irregular, se convirtió en un tema de burla para los bromistas.
En medio de todo esto, se vio abrirse el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba al norte y el relojero entró y procedió a darle cuerda al reloj.

El cambio fue total; los animálculos de todas las edades y condiciones sociales se apiñaron en los lugares de culto; la garrafa retumbó con salmos; y, de un extremo a otro de la botella, no hubo ninguna criatura consciente que no hubiese sacrificado todo lo que poseía con tal de prestarle un servicio al relojero.

Cuando acabó de darle cuerda al reloj, el relojero divisó la garrafa; y como tenía sed por haber tomado cerveza la noche anterior, la apuró hasta las heces. Después, por espacio de tres semanas, yació en cama, enfermo; y el médico que lo atendía mandó sanear todo el suministro de agua de esa parte de la ciudad.
 

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A leer:

http://www.alohacriticon.com/viajeliterario/article575.html

http://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Louis_Stevenson

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1 comentario

Anónimo -

que mierda yo quiero el demonioen la botella peteros put0