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Revista Literaria AZUL@RTE

Manuel CADENAS MUJICA

Manuel CADENAS MUJICA

 

Nació en Lima el 15 de noviembre de 1966 Estudió en el antiguo colegio Lima San Carlos, ex Instituto de Lima, donde empezó a escribir poesía a los doce años, alentado por el poeta Jorge Bacacorzo, su profesor de Literatura.

Siguió estudios de Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura, en la universidad Villarreal (1986-1990). Allí afianzó su vocación literaria formando en 1987, junto a Alan Morales y Rodrigo Manrique, la agrupación Estigma, que publicó La Cresta del Murelio (1988).

Impulsador de recitales y conversatorios literarios, se inició en el periodismo en 1988 publicando, con Alan Morales, la revista Neo Arts.En 1990, el mismo año que funda con otros poetas la agrupación NOBLE KATERBA, inicia colaboraciones con las secciones de Cultura y Espectáculos en el diario Página Libre. Desde entonces, ha desarrollado una amplia y fructífera carrera periodística en diarios y revistas como Novedades, Ayllu, Expreso, La Mañana, El Sol, El Mundo, Del País, La Razón y Extra, en los que ha sido redactor y editor de las páginas de Espectáculos, Culturales, Política y Opinión.

Fue hasta hace poco editor general del diario Expreso y hoy es director del diario La Razón, de Lima. Actualmente también es editor de la revista especializada en vinos, piscos y gastronomía Dionisos.Ha sido docente de periodismo y Lengua y Literatura en varios centros de estudios. El 2002 se graduó como bachiller en Teología, con estudios de lenguas bíblicas (griego y hebreo antiguos).Compositor y cantante de la banda de rock Contrabando, grabó con ella en 1990 el álbum Ritmos oscuros, y ha seguido escribiendo canciones con las que prepara una producción.

Tiene escrita una novela, Patio de bestias, que publicará a fines de este año, y varios poemarios que ha reunido en su antología personal Los ojos del iluminado, de próxima aparición. Actualmente termina de escribir su poemario Viaje de Abraham.

E-mail : manuel.cadenas@gmail.com 

Blog personal : http://blogs.periodistadigital.com/puraletra.php?cat=

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PATIO DE BESTIAS (FRAGMENTO)

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ESAS Y OTRAS CAVILACIONES.

Sólo cruzar la calle, sólo integrarse de nuevo, mansamente, al hormiguero de seres que al cruzar el portón metálico de la puerta lateral ingresan a un orden de horarios y preocupaciones y reglas y claves y pasiones y liviandades comunes, como si respirar el aire no más de ese cubículo de paredes enrojecidas les confiriera un pasaporte a la irrealidad por unas cuantas horas. Adentro, el mundo ha muerto, hasta los buenos o malos son otros, el cordón umbilical con el exterior se ha cortado y apenas si se mantiene un leve vínculo a través de los libros y las disertaciones y las cátedras. 

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¿Es esto lo que le interesa? ¿Para pelear qué los amigos le insisten y le piden su afirmación categórica, el sí rotundo que ha de acabar con el reinado de qué tinieblas, para salvar a la universidad de cuál hecatombe? Hace un año de aquello. Se arrepiente de sus palabras. Cómo pudo no haber visto más allá de esas cuatro paredes, y cómo decirles ahora que están ciegos, que estamos viendo fantasmas, caballeros, que hemos caído en la trampa de este espejismo malévolo que nos tejió la cotidianidad, que no hay ninguna comunidad de nada, que estamos aquí de paso, que no hay policías ni ladrones, que quién nos ha dicho que somos los héroes de la película, que no somos diferentes ni mejores ni especiales, que no jueguen, cómo venir con tales discursos cuando me tocó a mí ser el estallido, ser el detonante, el pez por la boca muere. Qué tuve yo que abrirla y alimentar sueños absurdos. Cada paso es un acercamiento a este mundo enajenante. Todos están locos, y ni bien pise el umbral de esa puerta yo también voy a volverme loco y voy a pensar que es necesario, absolutamente necesario para nuestras vidas. Esas y otras cavilaciones. Frente al guachimán, sólo le queda mostrar nuevamente el carné que le otorga ciudadanía en ese país de juguetería.

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Mientras bordea el patio se la ha dado por pensar que alguna vez este edificio albergó un colegio religioso de mujeres, que el pudor oxigenaba las mismas bancas, el mismo patio, el mismo descuidado jardín, las mismas aulas de altos techos y ventanales oxidados. Qué paradoja. En sus años escolares, don Juan Bazalar solía explicarle cada recodo de la ciudad. Aquí estuvo la Recoleta, y la Católica, y el Belén, y aquí se podía salir a caminar por las noches con toda tranquilidad y encontrarte en esta esquina, ¿ves?, con Arguedas o con Salazar Bondy como si nada, y yo me mudé aquí porque era la zona residencial. Y yo mismo guardaba la imagen de avenidas desiertas donde ahora el aire es esclavizado por el comercio ambulatorio, como le llaman los diarios. No ha bastado que se prohíba circular a los microbuses y sus estelas de humo y contaminación que tanto preocupan a los ecologistas. Algo como un sopor acuoso ha quedado impregnado en el asfalto que cada agosto se enlodaza con la garúa invernal y pervierte las pisadas distraídas. Y yo mismo hago un esfuerzo y encuentro en algún lodazal mi pisada pervertida y distraída una mañana de mayo de mil novecientos setenta y tantos, cuando había que tomar ese bus que a las siete y quince exactamente llevaba a las alumnas del Fanning. Y aunque la línea 58 B me dejaba en 28 de Julio con Paseo de la República, a muchas cuadras del San Carlos, yo igualmente me trepaba para conseguir, después de sostener la mirada sobre su indiferencia durante veinte minutos, un repaso rápido y frío y enhiesto de sus ojos de gata. Ella tendría trece años a lo mucho, llevaba los cuadernos pulcros bajo las manos blancas y también pulcras, más que sus cuadernos aun. Hasta el año anterior el cabello le llegaba a la cintura, ocultando el cruce del tirante de su falda de colegiala inevitablemente aplicada e insinuando en los meses de sol, cuando no usaba chompa, su cintura de apretados contornos. Pero cuando llegó el año siguiente, se lo había recortado hasta la altura de los hombros, destacando con mayor inquietud de los que viajábamos en la 58 B el felino aire de sus ojos. La insegura presión de mi vistazo perenne se sostenía, a veces sin suerte, los veinte minutos que duraba el trayecto. Después, a bajar jovencito. Sólo una vez, cómo olvidarlo jamás, mientras el bus se alejaba del paradero, ella –que estuvo, serísima y melancólica, con la cabeza gacha todo el tiempo– alzó su rostro y miró hacia mí, siempre esperando ese momento en la vereda, la sangre corriéndome de un lado para otro en las venas a velocidad vertiginosa, la garganta atragantada de estupidez. Quería decir algo, estoy seguro, sus pupilas se habían enternecido, apretó la mirada levemente, pero el vehículo se esmeró en marcharse. Quiso decirme algo, me repito hasta ahora esperanzado, pero nunca más la vi. Igualmente seguí viajando en la 58B y bajando en ese paradero. Yo mismo hago el esfuerzo y veo mis zapatos humedecidos por el recuerdo de esas avenidas y la plaza Francia, donde concluía mi periplo. El verde dominaba los montículos que circundaban la plaza. Las bancas se escondían al centro, bajo árboles de fantasía, y unos pocos ancianos aburridos de las sábanas y la nostalgia devoraban las noticias de La Prensa antes que nadie. A partir de las siete y treinta la ciudad empezaba a quitarse la modorra y los uniformes grises empezaban a correr de un lado para otro. Señal de que había que cruzar la calle para integrarse mansamente a las aulas.

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Si algo tiene en común el San Carlos con este ex colegio religioso de mujeres convertido ahora en universidad eran los techos altos y las puertas de vieja usanza. Ya ha abandonado los recuerdos, ya ha presentado su carné, ya se ha instalado en el hormiguero, ya está sentado en su banca, ya es uno más. Son las once y cincuenta, ya está viniendo Rebeca, ya es hora de tomar esa decisión. A las cuatro de la tarde van a conversar con él nuevamente. No podrá evadirlo más tiempo. Tendrá que acabar con el reinado de qué tinieblas, salvar a la universidad de cuál hecatombe. Cuando le da el beso a Rebeca, ya ha notado que intentarlo, de cualquier modo será un fracaso. Tiene que serlo. Esta vez las bestias lo salvarían.

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Todas las pieles del lobo

Amé la desmesura hasta dejar
las palabras agotadas.

Amé el alquiler de los días,
la precariedad del absoluto dibujado
en ruinas de papeles extraviados,
el frágil reinado de los sueños,
y amé, asimismo, a mi enemigo más querido,
al que me doblaba las esquinas del letargo,
al destructor de la paz desesperante.
Amé el destierro de las ideas luminosas,
las razonables razones de mi estirpe,
amé la ostensible falta de criterio
y su gobierno sobre mi escritorio,
su tiranía sobre mis horas muertas,
pie vandálico en la espalda
en llagada de la cordura.
Amé, por tanto, como un gran corcel,
galopar entre relincho y relincho,
amé perder los estribos, devastar
pastizales y hundir
la pezuña en peñascos afilados.

Cómo amé la desmesura, cómo
sequé los manantiales, cómo
quebré los cántaros.

Yo amé, entre otras cosas, la tibieza
de los cuerpos inabarcables,
los amores excesivos que se nutren de tedio,
amé en horas extras la condición
de cordero vestido de lobo entre los lobos,
de pájaro entre pájaros
y de insecto
entre insectos de toda especie.
En días en que por toda
habitación hubo dos brazos extendidos,
amé vestir camisas de once varas,
amé beber el agua que no ha de correr,
amé abarcar lo poco y apretar lo mucho.
No importaban entonces ni las llaves
ni las puertas.
Amé desproporcionadamente agitar
en frascos diminutos las grandes tempestades.

Y así es que en medio del amor,
amé vivir de prestado, de ajenas manos
preparando sombras para el deseo.

Amé, confieso, sobremanera,
recorrer a ciegas el borde de los acantilados;
desbocado, poseer el vértigo en sus saltos mortales,
abrazar el desatino sin riendas ni vacilaciones.
Toda proporción, toda gravedad circunspecta,
toda simetría huyó rauda de mis manos.
Amé la insensatez, la cama distendida,
el café frío derramado
sobre el mantel de las mañanas grises,
las sábanas revueltas,
el lento despertar amargo
de los buscadores de pesadillas,
amé la extrema unción del vino.

Y sólo por ver el revés del horizonte amé
a plena luz del día
el brillo de las horas negras.

Cuántas veces amé
hundirme sin reposo en mí mismo,
no darme un instante de tregua,
llevar a fronteras inaccesibles esta sed de mirar
que me acosa, me subleva, me desarma.
Amé procaz, desastrosamente
juntar leños para hogueras húmedas,
exasperar hasta la cordura
el nervio mayor de la angustia,
corroer los cimientos
de las buenas costumbres animales.
Amé las zonas francas del delito largamente deseado,
la sinrazón paradisíaca,
el hilo conductor de la incertidumbre.
Amé amar
los días podridos, arrendados a mejor postor.
Amé el fracaso,
amé dulce, humanitariamente,
el sabor acre de la derrota, de la cabeza gacha,
de los brazos caídos,
la tarde magra de los sueños derribados,
el abismo de la desgracia y sus invitaciones resabidas.

Y entre tanto amaba, amé sin contemplaciones,
más que ningún otro, las visiones réprobas,
las falsas ilusiones.

Por amar los garabatos, las colillas marchitas,
las calles sin salida de la ausencia,
el ojo de la tormenta me dio con su furia
en los talones de la huida.
Pero eso no me importó nunca, porque yo amé
todas las rayas de mi piel de tigre,
todas las risas macabras de mi boca de hiena,
toda la carroña de mis vuelos de buitre,
cada cópula callejera de mi perra vida.
Amé tozuda, caprichosamente,
el desenfreno ilustrado, el milagro profano,
la duda ciega.

Amé las hilachas del pensamiento,
los apartados de la conciencia, amé borronear
las lecciones pulcras, los cuadernos intachables,
las moralejas indelebles.

Y así, en absoluto silencio,
amé orinar los pantalones
caídos de la decencia.
Amé a mucha honra,
y de qué manera descosida,
los vaivenes frenéticos de la memoria,
los trenes sin destino del recuerdo
traicionando a la noche, trepando en borrascosas cumbres,
cargando y descargando en estaciones de silencio
en que pasajeros turbios arriban sin ser
ni reconocidos ni esperados por nadie,
la identidad perdida en itinerarios descarriados.
Amé abandonarme en tales viajes de esperpento,
ensopado hasta la garganta de lluvias de melancolía,
las plazuelas desiertas, los faroles encorvados,
parsimoniosos transeúntes de la niebla recorriendo
las migajas de esplendores antiguos,
territorios del olvido que amé y conquisté,
y arranqué de manos de la nostalgia.

Pero también amé, para colmo de bienes,
mi corazón derramado en mágicas vertientes
de éxtasis cotidiano.

Cómo habría de ocultarlo,
cómo no reconocer también que amé, obnubilado,
la luminosidad enceguecida,
la esbeltez acrisolada regando soles
y amaneceres apocalípticos en el ojo del alma,
sabias cortezas estremeciendo
la humildad de mis tierras,
invernaderos floreciendo al primer soplo divino
cuando el caos amenazaba con transformarlo todo
en tinieblas y asperezas.
Cómo no decir que amé rabiosa, frugalmente
la inocencia,
no la de maría madre mía santificado sea tu nombre,
sí la que sabe cagarse limpiamente
en los semáforos de la vergüenza, la impúdica
y doméstica
-no la angélica-, clara como un grito en la noche.

Te amé, oh fuego primitivo.

Te amé
y se quemaron mis manos en tu pelvis.
 

* 

Coito

Penetrando
donde las ideas no cogen vuelo,
donde es más fértil disipar las fronteras
y condenar al destierro las objeciones.

Exactamente en el rincón de la furia elemental,
en el presidio de los deseos liberados,
en la húmeda frondosidad bienaventurada.
Solivianto en un orden asesino las coartadas
y sin decirlo,
digo tímidamente,
voy diciéndolo todo,
lo callado, lo vibrante,
lo fecundo,
en crepitar de convulsas armonías,
en tibia copa de brebajes recién descubiertos.
He decidido abandonar los temores
que guardé hasta el advenimiento,
hasta la resolución de la carne y la vida desatada.
Como un liberto,
penetro en las orillas sedosas,
patrias violáceas de palpitantes metamorfosis
donde la inocencia encuentra
tenue y jadeante asidero.
He decidido llegar al confín de las llamas,
a Tarsis,
al agua babeante de los sueños,
al labio mayor de las ciénagas cristalinas,
precisamente donde las ecuaciones primigenias acantonan
sus posiciones de vida o muerte.
En esa marea de encuentros frontales,
en el quebranto agudo que engendra la noche,
en el marasmo de oleaginosas huellas,
en los papeles rebosantes de verbo,
en Nínive,
en la ácida y láctea combatividad nunca abatida,
allí retozan las servidumbres gozosas,
donde las fantasías no tienen dueños ni dominios,
patria salobre del impromptu perpetuable.
Vuelvo a nacer desde el comienzo,
como un rayo de horizontes invertidos,
cada que toco fondo,
el obstinado y bestial desbarajuste de los sentidos,
cada que describo en círculos concéntricos
la liviandad de las moradas esenciales.
Penetrando
en las paredes vivas donde los pecados se redimen
de lujuria,
donde prende el fuego dúctil y dichoso,
en el mismísimo desatino
de los cuerpos furibundos
que hierven calcinados entre sí,
hechos y deshechos,
y rehechos
e inmortales hasta el día de la muerte,
amén.
 

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DE LOS OJOS DEL ILUMINADO (Antología personal, 1991-2003)  

Ilustración: Denis CHIASSON

http://www.webstergalleries.com/chiasson.htm 

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