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Revista Literaria AZUL@RTE

MÉXICO

Andrés HENESTROSA/Adolfo CASTAÑÓN

Andrés HENESTROSA/Adolfo CASTAÑÓN

Andrés Henestrosa: El hombre que dispersó su sombra

por Adolfo Castañón 

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Este 30 de noviembre, el escritor istmeño Andrés Henestrosa cumple cien años. Hijo del rumor de la revolución y las promesas del vasconcelismo, enamorado de la lengua y sus raíces ancestrales, poeta, narrador, ensayista, orador, historiador y filólogo, Henestrosa se ha hecho merecedor, a través de libros como Los hombres que dispersó la danza , de un lugar de honor en el horizonte cultural mexicano. En el presente ensayo, Adolfo Castanón analiza el incansable trabajo de erudición del decano de nuestras letras. Así, lo festejamos.

A Francisco Toledo.

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I. Preludio

Antes de 1913, fecha en que se inaugura el Canal de Panamá, la zona del Istmo de Tehuantepec, con el puerto de Salina Cruz abriéndose hacia el océano Pacífico, era un verdadero corredor donde se cruzaba gente de toda raza y ralea: indígenas de Chiapas, mexicanos de Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán, europeos —franceses, británicos, daneses, alemanes— de todas las latitudes, centroamericanos y norteamericanos, asiáticos y aun africanos. Era y es el Istmo como la otra cara de la moneda del Caribe, una suerte de anchuroso y feroz corredor selvático donde se van combinando las siete sangres de la raza americana. Ese paisaje cosmopolita a su vez se compagina con una profunda identidad cultural de la región que llega a asumirse como una nación singular y eventualmente prometida a la autonomía y a la soberanía. Del Tratado McLane-Ocampo de mediados del siglo XIX, a las reflexiones de los generales Lázaro Cárdenas y Joaquín Amaro, “acerca de nuestra situación frente a la guerra actual” en los años cuarenta del siglo XX, el Istmo de Tehuantepec ha sido como un nervio sensible del cuerpo nacional mexicano. Un fruto sensitivo de ese árbol legendario es el escritor, ondulante y diverso, Andrés Henestrosa.

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II

Nace Andrés Henestrosa en el pueblo de San Francisco Ixhuatán, en el Istmo de Tehuantepec, en el seno de una familia donde conviven las tres sangres substantivas de México: la india, la blanca, la negra, además de la huave y la filipina. El año de su nacimiento es el de 1906, el mes noviembre, el día 30, al mediodía. “Soy un grito: el grito de Martina Henestrosa al darme a luz repentinamente”, dice Andrés en las primeras líneas de su autobiografía inédita. Nació a mediodía, a la hora en que, según algunos, vienen al mundo los locos. Al parecer, tenía prisa por ser alumbrado. Su madre lo parió en menos de diez minutos, mientras su padre iba por la comadrona que llegó cuando ya había concluido el trabajo y le había cortado al recién nacido el ombligo con la mano del metate.

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Cuando Andrés tiene cinco años, a fines de 1911, Martina, Tina Man, su madre ya viuda de un Andrés Morales precozmente fallecido, lleva a la familia al rancho que se encuentra entre Ixhuatán y el mar. Vive ahí, en descalza libertad, una infancia feliz y salvaje. Más de un lustro de contacto con los imanes del edén.

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El vasto horizonte, los arroyos, el río Ostuta, la vegetación, los rebaños de ganado cebú rumiando a la orilla del mar, los delfines (hay un esqueleto de cetáceo en la Casa de la Cultura que hoy lleva el nombre del escritor en su pueblo natal), los flamboyanes y los flamingos tejen en la memoria nativa del niño una serena malla encantada de la que beberá fuerza y aliento. Ahí pasarán los seis hermanos y la madre seis años encerrados y cuidándose como podían de los rebeldes y de los saqueadores, tiempo en que el niño Andrés bebe a grandes sorbos el agua pura de la memoria popular y la todavía más prístina del olvido en la naturaleza. En 1918, a los doce años, una gitana o húngara —como les dicen allá— le dijo que viviría catorce veces seis años. También le pronosticó que se iría de aquel pueblo a otro que estaba muy lejos, más allá de las montañas y de los mares. Le pronosticó que cambiaría de ropa y se pondría zapatos, corbata y sombrero, que llevaría libros bajo el brazo, que aprendería otro idioma y que sería famoso. “Tres eran las húngaras, la madre y las dos hijas. Las enaguas floreadas y hamponas; aretes, collares, anillos, pulseras de oro doble u oro hechizo. Una era la mera Preciosilla de Cervantes. Las miro ganar la calle hablando una lengua ajena” (A.H., Divagario, p. 241).

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Su madre es presencia decisiva. De esta india blanca (circunstancia común en el Istmo de Tehuantepec, sembrado de descendientes de desertores y de filibusteros europeos) aprende la lengua materna —el zapoteco—, junto con las tradiciones y leyendas indígenas. Henestrosa está emparentado con una familia de prosapia política y literaria: los Pineda, cuya figura más conocida es el político liberal Rosendo Pineda (1855-1914), hombre de las confianzas del general Porfirio Díaz. Andrés ha referido —no sin cierta coquetería— que el apellido Henestrosa lo llevaron el Marqués de Santillana y los dos Garcilasos. La abuela materna no era tan pobre si podía vender en una sola operación mil reses de un mismo color. De esos años felices, retendrá trozos de poemas y aires fragmentarios de canciones que luego recordará el niño vivaz, travieso y pendenciero.

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Andrés Henestrosa llega a la ciudad de México el 28 de diciembre de 1922 a buscar a José Vasconcelos Calderón (1881-1959), entonces secretario de Educación Pública durante la presidencia de Álvaro Obregón, para pedirle —asistido por un intérprete que le traduce del zapoteco al español— una beca. Sale de esa oficina con una inscripción extemporánea en la Escuela Nacional de Maestros y con los brazos cargados de los célebres clásicos verdes que auspició Vasconcelos —otro oaxaqueño como él, como Juárez, Díaz, Flores Magón; otro descendiente indígena como Morelos, Ramírez y Altamirano. Aunque Andrés puede descifrar el español escrito, no lo domina. Su madre le ha leído allá en el pueblo a Juan de Dios Peza, a Juan A. Mateos, a Amado Nervo y a Gustavo Adolfo Bécquer, además de haberle referido muchas de las historias que él recreará en el breve libro milagroso que publicará unos años más tarde: Los hombres que dispersó la danza (1929). (Es menos sabido que en 1911 el niño que fue Andrés viajó a la ciudad de México a los cinco años, en compañía de su abuela, para hacerse un tratamiento de inyecciones contra la rabia pues lo había mordido un perro enfermo. Como dato asombroso consta que la abuela no sabía español ni sabía leer ni escribir, y que el niño, aunque no dominaba el castellano, ya descifraba precozmente los signos del alfabeto y pudo orientarse como un cachorro de coyote en la ciudad.) En ese infausto 1911 se encontrarán la abuela y el nieto en la ciudad con su doliente padre, Arnulfo Morales, quien poco después morirá en Juchitán.

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Más tarde, en Juchitán el niño Henestrosa trabaja en un establecimiento cuyo patrón —Juvencio Arenas— le tenía ordenado dar una copa de mezcal todo los días a una anciana analfabeta de cien años llamada Tona Ta'ti, Petrona Esteva, quien —con Juana la Cata— había sido una de las dos mujeres oaxaqueñas de Porfirio Díaz.

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Al joven Andrés todo le interesa y llama: la vida secreta de las plantas, las historias de amor entre las flores, la fábula de las abejas, la saga del conejo y del coyote, el poema de la piedra y de la luz, las historias y sucedidos que cuentan los ancianos en la penumbra, la carrera a galope tendido y a pelo sobre un caballo por la playa, a las orillas del mar.

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III

Al llegar a la ciudad de México, la mañana del domingo 28 de diciembre de 1922, día de los Santos Inocentes, el cándido Andrés Henestrosa trae en los oídos el rumor de la Revolución y el zumbido de las promesas vasconcelistas. No es el único niño indígena que anda en la ciudad de México por aquel entonces. El gobierno del general Álvaro Obregón acaba de abrir un albergue para estudiantes indígenas en la ciudad.

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Los primeros tiempos del joven y angélico Andrés en la ciudad de México son de aventura y azar, encuentros y lecturas afortunadas. Inicia e interrumpe sus estudios en la Escuela Nacional de Maestros, en la preparatoria y luego prosigue en la universidad estudiando leyes y letras. Lleva una vida azarosa y sin cálculo, atenta a la cacería del instante, a veces sin tener qué comer, a veces sin saber dónde dormirá al día siguiente hasta que lo adoptan como protegido genial, primero, el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1895-1971) y luego Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), quien decide darle una formación literaria y lo lleva a vivir a su casa para traducirle noche a noche y de viva voz obras del inglés, el francés y el italiano. Por azar, gracias a Rodríguez Lozano, se hace de los libros con que Pedro Henríquez Ureña preparó su Antología de la versificación rítmica. Estas lecturas selectas lo ayudan a consolidar su dominio soberano del castellano. Vive en casa de Antonieta meses decisivos, desde fines de 1927 hasta febrero de 1929. De ahí sale para encontrarse con el candidato a la presidencia José Vasconcelos, de cuyo estado mayor forma parte, junto con Mauricio y Vicente Magdaleno, Alejandro Gómez Arias y Adolfo López Mateos, entre otros. En todos estos episodios, Andrés se mantiene a flote gracias a la vivacidad de su ingenio y a su lengua afilada y certera que no perdona jerarquías ni apariencias y lo mantiene en vilo como un ángel, divirtiendo y divirtiéndose.

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También lo mantiene a flote su alegría contagiosa, su gusto por vivir y convivir en fiestas y convivios de los cuales suele ser el alma musical en virtud de su asombrosa memoria de trovador que sabe recordar canciones como Sherezada sabía cuentos.

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Siete años después de llegar a México con sus pertenencias metidas en una funda de almohada y veinte pesos en el bolsillo, en 1929, Henestrosa publica el libro legendario Los hombres que dispersó la danza. Pasa al estado escrito la obra en que da su versión del ciclo legendario zapoteco: Binigulaza —una suerte de Popol Vuh de los indios de Oaxaca— a instancias de su maestro Antonio Caso. Muchos de los textos los dicta o escribe en casa de Antonieta Rivas Mercado, quien antes de irse encuentra la forma de pagar la edición. El libro tiene su fortuna. De Bernardo Ortiz de Montellano a Luis Cardoza y Aragón se corre la voz de la existencia de una obra milagrosa. Se funden en su fragua una sintaxis serpenteante en un léxico sencillo y luminoso y una entonación nítida y aérea que dan vida a unas siluetas de fábula —flores, piedras, animales— como si las tierras de Oaxaca hubieran sido propicias para que renaciera en ellas Esopo o La Fontaine. A muchos —por ejemplo a Octavio Paz— “había encantado su pequeño libro, Los hombres que dispersó la danza, Colección de Leyendas Zapotecas” (O. Paz en: A. Henestrosa, Retrato de mi madre, p. 11). La obra se inscribe en la línea de evocaciones indígenas como pueden ser La tierra del faisán y del venado (1922) de Antonio Médiz Bolio, Canek (1940) de Ermilo Abreu Gómez o, más tarde en las vastas latitudes americanas, las obras de José María Arguedas o Leyendas de Guatemala (1930) de Miguel Ángel Asturias, y en sus páginas alienta un aire fresco como venido de Oriente (“donde gusta hacer nido la alegre bondad de los cuentos”, como escribiría Agustín Yáñez).

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También cabe apuntar que el propio Abreu Gómez caracterizó así el estilo de Henestrosa: “Del arte de escribir de Andrés no hay que decir sino que lo domina con instinto primitivo. Su lenguaje es pobre, más lleno de savia y de sabor. Escribe en lengua; quiere decirse con más recursos hablados que escritos. Su sintaxis es irregular; sus frases, a veces, se telescopian, como buscando calor para no salir solas y perderse. Los adjetivos son escasos y los diminutivos no existen. Tiene el sentido de las proporciones y del equilibrio. Escribe cuando le da la gana y lo hace con trabajo, como venciendo repugnancias interiores. Es que piensa y siente en indio. El concepto y la imagen se le presentan en zapoteca. Tiene que luchar por traducirse a sí mismo. De la síntesis de su lenguaje interior tiene que ir al análisis de su lenguaje exterior. En este tránsito sufre. Los ojos se le hacen más chiquitos, balbucea alguna palabra juchiteca y empieza a llenar cuartillas. Cuando ha terminado de poner en el papel lo que quiere, viene la tarea terrible del artista inconforme que anhela arreglar las palabras con gusto y disposición. Su tenacidad vence las dificultades. La emoción no se evapora, antes queda presa en las páginas que compone”. Por aquella época, los poetas y escritores surrealistas como Benjamin Péret, Blaise Cendrars, Antonin Artaud y Michel Leiris supieron interesarse en las tradiciones y leyendas de los pueblos indígenas de América y África. Por su parte, el alemán Leo Frobenius (1873-1938) publicó en la serie de leyendas de la Revista de Occidente un Decamerón negro en el que Andrés Henestrosa dice haberse inspirado. Otros autores entre los que cabe alinear Los hombres que dispersó la danza son Francisco Rojas González y Ricardo Pozas, quienes en El diosero (1952) y La negra Angustias (1944) buscan expresar la mentalidad indígena mexicana. Henestrosa ha expresado alguna vez que la lectura de los primeros libros de Rabindranath Tagore, como los titulados La luna nueva (1913) y Los cuentos de las piedras hambrientas (1916) dejaron alguna huella en la escritura de Los hombres que dispersó la danza. Pero si había una atmósfera propicia para la lectura y escritura de leyendas en la literatura mundial, también hay que decir que Andrés Henestrosa se viene a inscribir en una tradición nacional de literatura indígena en el Istmo —como advierte el pintor Francisco Toledo—, a la que pocos años después él mismo sabrá dar voz a través de las revistas Neza y Didza. Uno de los escritores cercanos a ese proyecto es Gabriel López Chiñas, quien tiempo después editará El zapoteco y la literatura zapoteca del Istmo de Tehuantepec (1982).

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IV

Cuando Henestrosa publica en 1929 Los hombres que dispersó la danza, la ciudad de México es todavía relativamente pequeña y apenas tiene un millón de habitantes. Hace siete años que Andrés ha llegado a México. Ha dejado de ser un desconocido, y el pintor Manuel Rodríguez Lozano y la escritora Antonieta Rivas Mercado lo adoptan y lo hacen entrar en su mundo como hermano menor, amigo y cómplice. Vive en casa de Antonieta durante varios meses y ahí conoce a Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, Julio Castellanos, Julio Jiménez Rueda, entre otros. Antonieta Rivas Mercado le traduce en voz alta al niño faústico que fue Andrés Henestrosa obras de André Gide, James Joyce y otros contemporáneos.

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1929 es también el año en que se inicia la campaña de José Vasconcelos en busca de la Presidencia de la República. Es un momento decisivo para muchos mexicanos que ven renacer en Vasconcelos las ilusiones que casi veinte años antes despertara Francisco I. Madero. Pero sobre todo será momento clave para quienes, como Andrés Henestrosa y Herminio Ahumada, formaban parte del estado mayor del candidato a la Presidencia. Pero José Vasconcelos, como se sabe, pierde y tiene que ir al destierro durante más de diez años (1929-1940), y sus amigos y seguidores deben buscar trabajo donde lo haya. Henestrosa tiene una lengua afilada que le abre el mundo y le granjea simpatías, pero también enemistades. Del presidente Pascual Ortiz Rubio dice que es un hombre tan calculador que hasta la tibia la tiene fría. Y a un Carlos Chávez que se enojó porque al concluir un concierto alguien le gritó “¡Beethoven!” por su parecido con el músico alemán, le comentó: “¿Qué hubiera pensado Beethoven si alguien le grita: ‘¡Chávez!'?”, según consignó Alfonso Reyes en su Anecdotario.

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V

El jueves 18 de julio de 1936 —el mismo día en que cae la República en España— Andrés Henestrosa, becado por la Fundación Guggenheim, sale de México a Estados Unidos donde lo acoge Antonio G. Solalinde y conoce al antropólogo Franz Blom, a quien volverá a ver en México para presentarlo con Gertrude, mujer de Franz toda la vida. En 1938, Alfonso Reyes se lo encuentra en Nueva York con Federico de Onís, Eugenio Florit y Jorge Mañach. Por entonces, Andrés Henestrosa es conocido por una pasión: los libros que compra, carga, lee, presta y toma prestados y escribe. Bécquer, Azorín, Unamuno, Antonio Machado, Pío Baroja son algunos de los autores españoles que devora y, entre los hispanoamericanos, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí, Juan Montalvo, José Enrique Rodó, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, para no hablar de su adicción a las rarezas de la bibliografía mexicana y simili-mexicana ni de sus admirados amigos José Bergamín o Pablo Neruda. Ambos, pero sobre todo el chileno, quedarán fascinados por la memoria voraz de Henestrosa quien, al conocer al autor de Crepusculario, lo sorprendió recitándole de corrido los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Esa memoria adhesiva selló para siempre su amistad. Al igual que otros mexicanos de la época, como Daniel Cosío Villegas o Manuel Gómez Morín, o los escritores de la llamada generación de 1915, Andrés Henestrosa está, por así decir, cautivado por una época y por sus hombres: la de la Reforma y la Intervención, época iluminada por figuras como la de Benito Juárez, Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez, con quienes Andrés Henestrosa siente la afinidad de la sangre mestiza e indígena y comparte, al menos con los dos primeros, el hecho de haber aprendido tardíamente el español. Esa admiración lo llevará más tarde a hacerse amigo del historiador norteamericano de ascendencia alemana Ralph Roeder (1890-1969) —autor de una biografía monumental de Benito Juárez (1947), traducida al español por él mismo, y antes de El hombre del Renacimiento (1933)— y de su esposa Fanny. Más acá, cabe decir que Andrés Henestrosa es un escritor liberal del siglo XIX extraviado en el siglo XX, como lo fueron en cierto modo Daniel Cosío Villegas o el investigador Boris Rozen, admirable editor de las obras completas de Altamirano, Ramírez y Payno.

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VI

Andrés Henestrosa practicará, por así decirlo, el indigenismo en primera y segunda personas. Con esa mirada y con un vivaz sentido histórico leerá a los cronistas de la Conquista y de la Colonia: a Bernal Díaz del Castillo y a Bernardino de Sahagún y también, por supuesto, a los cronistas de Oaxaca como Francisco de Burgoa y Juan de Córdova. Entre 1935 y 1937 funda y dirige la revista de cultura zapoteca Neza, síntoma de que su proyecto literario no está aislado y de que Henestrosa pertenece a un conjunto de escritores desvelados por el porvenir de la literatura nacional del Istmo. Sale a Estados Unidos el mismo día en que estalla la Guerra Civil en España. En California lo recibe el ya mencionado filólogo español Antonio G. Solalinde (uno de los amigos de Alfonso Reyes), quien en su casa sigue la guerra civil marcando sobre un mapa pegado en la pared la evolución del conflicto a través de las tachuelas rojas que señalan al Ejército Republicano. Dos años después, de regreso en México, se cruza con un Octavio Paz de veinticuatro años, quien le pide una colaboración para el número inicial de la revista Taller, fundada por Efraín Huerta, Rafael Solana y él mismo: “Le confié nuestro proyecto —dice Paz— y le pedí que nos diese una colaboración […] Se me quedó viendo, sacó de una bolsa unas páginas y me las entregó diciéndome: Lee esto. Era un fragmento de una carta a una amiga norteamericana (Ruth Dworkin). Era también, para emplear la expresión de Reyes, un arranque de novela. Mi seducción fue instantánea. Le pedí que me diese esas páginas para el primer número, y al día siguiente se las entregué a Solana”. Se trataba de “Retrato de mi madre”, un breve relato donde Henestrosa logra evocar su paisaje nativo y substantivo, su mundo interior.

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Un poeta amigo me ha hecho ver que en ese relato Henestrosa recuerda: “Un día dije de las tehuanas y juchitecas que caminaban en verso, que su andar era la poesía del movimiento…”. No sería extraño, me dice el mismo amigo, que Octavio Paz hubiese tenido en mente esa frase que daría título a Poesía en movimiento, la célebre y controvertida antología colectiva.

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Por esos años, Henestrosa hace amistad con muchos de los escritores refugiados republicanos que vienen a México. Es la otra Nueva España compuesta por José Bergamín, León Felipe, Pedro Garfias, Juan Rejano, Antonio Ross, José Herrera Petere, Francisco Giner de los Ríos, entre otros. Si en sus primeros años la influencia y el aliento del maestro hondureño Rafael Heliodoro Valle había sido decisiva, a fines de los años treinta, hace amigables lazos con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, con el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez y con mexicanos como Renato Leduc y Juan de la Cabada, con quienes comparte el vidrioso fervor por las noches blancas de la vida bohemia y trasnochada. Otro círculo amigable es el de los pintores y artistas que Andrés frecuenta prácticamente desde que llegó a México. Además de Manuel Rodríguez Lozano, trata familiarmente a Diego Rivera y a Frida Kahlo, pero sobre todo a Rosa y Miguel Covarrubias, a quienes acompaña en sus viajes al Istmo de Tehuantepec a mediados de los años cuarenta. El libro Mexico South. The Isthmus of the Tehuantepec escrito e ilustrado por éste en 1946, se compuso en el aire movido por esos viajes.

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Aunque no es historiador de profesión, el gusano de la memoria —y sobre todo de la memoria patria— pica y corroe a Henestrosa. Lee infatigablemente a Benito Juárez y en 1944 compone una antología intitulada Flor y látigo, armada con frases y aforismos entresacados de la prosa del Benemérito. Años después publicará por invitación de Antonio Carrillo Flores el libro Los caminos de Juárez (1970). Como Juárez mismo, Andrés Henestrosa es un indio orgulloso de serlo y un mestizo criado en el conocimiento de la gran literatura hispánica. Confluyen en su memoria, las memorias de varias ciudades: Juchitán, Oaxaca, México, Veracruz, Madrid, Nueva York, Nueva Orleáns, La Habana —que visitará al final de su vida— entre otras.

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VII

Varios momentos clave discierno en la primera mitad de la vida de Andrés Henestrosa: la salida de Juchitán hacia México a fines de 1922, que significa el dejar ahí sola a su señora madre y gran amiga, Tina Man, quien es la primera en empujarlo a irse en busca de su destino. Luego, la publicación en 1929 de Los hombres que dispersó la danza y, en 1940, la boda de Andrés Henestrosa con Alfa Ríos en Juchitán. Esta fiesta es una de las páginas más ricas en la vida de Andrés Henestrosa y en la de la literatura mexicana. La ceremonia fue objeto de varias crónicas que ensayan apresar el fasto entre arcaico y oriental, entre primitivo y refinado, como en un cuento de Las mil y una noches, que impregnó el ambiente. Agustín Yánez en Espejismo de Juchitán y Luis Cardoza y Aragón, entre otros, han sabido evocar con generosidad esa hora nupcial donde el sur mexicano cobra un aire de oriente, como dice Agustín Yáñez.

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Otro momento culminante en la primera parte de la biografía intelectual de Andrés Henestrosa es el de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1964. El tema de su discurso es singular y sintomático: “Los hispanismos en el idioma zapoteco”, discurso que es un alarde de conocimiento profundo de los pliegues y repliegues de que está hecha la identidad cultural y lingüística mexicana. Al mismo tiempo, el discurso representa un adelanto del proyecto que en adelante desvelará a Henestrosa: la redacción de un vocabulario zapoteco-español / español-zapoteco que no se había hecho desde tiempos de la Colonia con Fray Juan de Córdoba y que es la gran obra léxicográfica en la cual trabaja desde hace años este devorador infatigable.

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VIII

Jubiloso juglar, alegre y dicharachero, grano de sal que fertiliza la tierra de la fiesta, el legendario y centenario Henestrosa ha escrito poemas, canciones y corridos. Si bien la mayoría de las antologías poéticas no han sabido incluir sus versos, la tradición popular no ha sido tan distraída y existen numerosas interpretaciones de sus poemas musicados como “La Martiniana”, “La Paulina”, “La Vicenta”, “La Ixhuateca”, “Las juchitecas: oro, coral y bambú”, “La Llorona” interpretados, entre otros, por Álvaro Guerra, el Trío Montalbán, Tehua, Susana Harp, Georgina Meneses, Lila Downs, quienes espontáneamente han dado voz y música a la palabra lírica del escritor oaxaqueño. No es Henestrosa una excepción: en el país istmeño de donde él viene; los sones tradicionales suelen ser pescados al vuelo en la red verbal del trovador que sabe improvisar en el fuego manso de las fiestas. Como la hierba entre las lajas del camino, la palabra de Henestrosa ha sabido florecer entre las piedras del canto haciéndose eco a la par culto y popular; pero como querían los tres Machados —padre e hijos— al fin prístino y limpio.

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IX

La labor de Andrés Henestrosa como periodista y cronista es notable y aun abrumadora. Ha escrito más de veinte mil artículos y ha sostenido columnas y secciones como “Alacena de minucias”, “Reloj literario”, “Divagar” en diarios como Novedades, Excélsior, El Universal, El Día, El popular, unomásuno, entre otros medios. “Cuando se publique —escribe Mauricio Magdaleno, en el prólogo a Cartas autobiográficas— lo que Henestrosa ha escrito, habrá que darse tiempo —y mucho— para leerlo. Su producción en el periódico alcanza un área espacial que, cuando se ordene y publique, llenará muchos y fornidos volúmenes de indagación mexicana del siglo XIX, sobre todo por lo que toca a hombres y a los sucesos de esta etapa en que el país forjó su muerte”.

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Esta labor de periodista está ligada a su tarea como editor y bibliófilo. No sólo ha dirigido y fundado revistas o colecciones como Neza, Didza, Las letras patrias, Mar abierto, El libro y el pueblo. Como editor ha hecho posible la serie de Bibliófilos oaxaqueños, la Colección Mar Abierto y los libros del Fondo Bruno Pagliai.

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Estas tareas de erudición, bibliofilia e historia lo han llevado a ser uno de los escritores mexicanos que con mayor profundidad y conciencia conocen y dominan la memoria mexicana de la cual es portador y depositario. Es cierto que Andrés Henestrosa ha recibido numerosos reconocimientos, pero lo es más que las tareas de su curiosidad como escritor e historiador de nuestras letras —mexicanas, hispanoamericanas, zapotecas— están por descubrirse y sistematizarse.

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X

Gracias a su esposa Alfa Ríos —una hija del Istmo, nativa de Juchitán—, Henestrosa logra establecerse a partir de 1940 como un escritor asiduo de los periódicos, un profesor puntual de literatura mexicana e hispanoamericana y un conviviente generoso y genial que sabe animar con su humor, a veces blanco, a veces cruel, la vasta noche mexicana. Alfa sería compañera de aventuras y seguro de vida, punto de apoyo, señora de la casa poblada de libros innumerables, cuadros y ecos y huellas de amigos entrañables como Miguel Covarrubias y Pablo Neruda. El territorio de Alfa y Andrés se amplía y afirma cuando en 1941 viene al mundo Cibeles Henestrosa Ríos, la hija única de ambos, quien se ocupará del escritor una vez fallecida su madre.

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Orador talentoso, dotado de una rara capacidad de improvisación y articulación, dueño de ingenio y de una dicción nítida e impecable, en 1946 Andrés Henestrosa de afilia al PRI. Dirige el departamento de Literatura del INBA de 1952 a 1958. Es diputado federal de 1958 a 1961 y de 1964 a 1967. Hace su campaña política en Oaxaca y la mayoría de las veces se dirige a los indígenas en lengua zapoteca —la única que muchos entienden.

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Cuando se afilia al PRI, al parecer un grupo de amigos le pide explicaciones al escritor que se asumía como progresista y, por así decir, de izquierdas. Recuérdese que Henestrosa dirigió en sus primeros tiempos el Boletín cultural editado por la Embajada Soviética en México. La carta dirigida a Griselda Álvarez —amiga de aquellos días en los cuales Juan Rejano dirigía el suplemento literario de El Nacional— sobre Los cuatro abuelos es algo más que una respuesta a esas exigencias. Representa un esfuerzo por pasar en limpio y lavar el cristal enterrado de la más profunda historia personal y, al buscar dar la cara, no puede menos que desdoblarse y escrutar de su propio destino en el semblante de sus cuatro abuelos. Cristina Pacheco le preguntó alguna vez a Henestrosa: “¿Tú nunca has sido perdedor?”. Y él respondió: “Llegué a la política porque López Mateos me prometió hacerme gobernador de Oaxaca. Había estado en la oposición y de pronto, al aceptar esta oferta, me contradije. Fui el último vasconcelista que se rindió. Mi caso se puede legítimamente explicar porque no tenía techo, ni sopa, ni sábanas. Llegué a la política por una situación independiente de mis méritos.”

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Si en 1929 formó parte del estado mayor vasconcelista, en estos años se integrará al grupo de intelectuales y políticos que llega al poder con Adolfo López Mateos. Es designado senador de la República entre 1982 y 1988. En el orden político a Henestrosa le hubiese gustado realmente ser gobernador de Oaxaca.

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Así lo razonó ante Cristina Pacheco:

—¿Te gustaría ser gobernador de Oaxaca?

—Claro que sí. Ésa iba a ser una culminación en mi vida y en ella pondría mi resto. Creo que una buena administración pública vale más que la mejor novela. Y aquí se juntan, se enfrentan, las dos grandes repúblicas: la literaria y la política. Oaxaca ya no puede más —me dice como si hablara de una mujer que es todas las mujeres y la principal protagonista en las historias de Henestrosa: Martina, su madre—. Ya no puede más. Desde que fui diputado hasta ahora sus problemas se han agravado. Con los años el estado es más pobre, tiene más huérfanos; es decir, más personas que carecen de pan, drenajes, salud, escuelas, caminos. Los últimos gobernadores, salvo excepciones contadas, han saqueado sus arcas. Con lo que cada uno de ellos se llevó se pudieron construir muchos kilómetros de veredas y caminos. En la campaña alfabetizadora, más importante que un libro es un kilómetro de camino; más valioso que un aula es un metro de drenaje porque allá, si tú les das el camino, los indígenas inmediatamente se vuelven bilingües. El problema de Oaxaca no es de alfabeto, sino de economía.

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Y en Oaxaca, como en cualquier parte, en el fondo de todo está la corrupción.

La corrupción conduce al peor de los males; el escepticismo; y a que la gente le tenga miedo al gobierno, a que termine por considerarlo su peor enemigo. La magnitud de la gravedad nos la dio el abstencionismo que imperó en las últimas votaciones. El abstencionismo tiene dos consecuencias negativas: si el ciudadano no conoce a sus gobernantes no puede exigirles; si no los elige, ellos no se sienten apoyados ni obligados a cumplir.

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—¿El PRI te apoyaría para ser gobernador?

—Para eso buscaría el apoyo del pueblo, que siempre está dispuesto a creer si le prometes que no lo robarás. Mira, es tal la necesidad de honestidad administrativa que no hay candidato que no la prometa.

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—¿Cómo sería tu campaña?

—Puestos a soñar, soñemos que la nieve arde… Primero le diría a Oaxaca que se pusiera de pie, que volviera al camino; que su pobreza es sagrada: quienes lleguen hasta ella no irán a administrar su riqueza sino su pobreza. Advertiría que todo servidor público que actuara deshonestamente sería encarcelado y aun cuando devolviera lo robado se lo prohibiría volver a tener cargos públicos. Oaxaca es una tierra maravillosa llena de ríos, de montañas. Dice una vieja canción que Oaxaca “da el oro y la espiga, el mármol y el laurel”. Oaxaca está formada por siete regiones. La mía es la del Istmo: música, danza, ceremonias. Allá hasta los entierros son alegres y el honor llega al punto de que un deudo se siente obligado a llorarle lo mejor posible al muerto.  

Esos puestos le permitirán establecer las condiciones para promover desde ella la llamada Escuela de Pintura de Oaxaca, movimiento informal que terminará teniendo resonancias políticas con la Coalición Obrera Campesina Estudiantil del Istmo (COCEI), organización política que abogará por la defensa de los indígenas y de su patrimonio.

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En 1992 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes; en 1993, la medalla Belisario Domínguez que le otorga el Senado de la República, y la Medalla al Mérito Benito Juárez, entre muchos premios, reconocimientos y galardones. En 2001, Andrés Henestrosa entrega a la ciudad de Oaxaca su vasta biblioteca —unos cuarenta mil volúmenes— con el apoyo del banquero Alfredo Harp Helú 

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Castañón. Poeta, ensayista y editor.

Autor, entre otros libros, de Nada mexicano me es ajeno (UACM, 2005).  

Articulo. El Universal.mx.com, Confabulario, 18/11/2006

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Viviane MAHIEUX

Viviane MAHIEUX

 

La puntería crítica y el sarcasmo elegante y culto que hicieron de Salvador Novo un personaje trasgresor, insustituible en la conformación de la crónica, tienen su versión femenina en Cube Bonifant, una de las primeras periodistas mexicanas, toda una joven chic de los años veinte, cuya obra ha permanecido injustamente olvidada. Presentamos un ensayo de la investigadora y catedrática de la Universidad de Fordham Viviane Mahieux, que rescata a esta escritora hoy desconocida, y una muestra de su flamígera prosa.

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Cube Bonifant, una flapper en la crónica mexicana 

por Viviane Mahieux 

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El Universal Ilustrado de los novecientos veinte era una revista ecléctica, y así la definía su director, Carlos Noriega Hope, un joven escritor y ávido cinéfilo que se transformaría en un animoso promotor de la modernidad cultural en México. En sus páginas se hablaba de literatura, de cine, de política y de moda. Los ensayos de Ortega y Gasset se codeaban con los anuncios que pregonaban las ventajas de tener una cámara Kodak, de afeitarse con Gilette, de escribir con una máquina Remington, de conducir un Ford. Se iniciaban polémicas, se promovían modas literarias y, más que nada, se dejaban vislumbrar los gustos de esos lectores y consumidores que le darían continuidad a una incipiente industria cultural mexicana. Lanzar una revista de este tipo no era sólo una postura cultural, era una decisión pragmática. El perfil de los lectores mexicanos se diversificaba, y el Ilustrado (como se le conocía familiarmente) intentaba seducir a una amplia gama de consumidores con un mismo formato. El público ideal para esta revista frívola y seria, que se definía orgullosamente como “revista de peluquerías”, era la gente civilizada que —según Salvador Novo, su frecuente colaborador— “se corta el pelo y se asea el calzado”. Esta categoría no sólo incluía a los que practicaban una masculinidad urbana y refinada; las ilustraciones de las portadas ofrecían también nuevas pautas para una feminidad arriesgada. Mujeres de pelo corto y labios de carmín sonreían desde el volante de un enorme automóvil, en traje de baño, o con un cigarro coquetamente en mano. La vida flapper, que hacía estragos en urbes como Nueva York, había llegado a México. Era una actitud, un reto de independencia, un nuevo ideal femenino que entre otras cosas señalaba un claro rechazo a una sexualidad tradicional. Era una lucha de imágenes más que una señal concreta de cambio: mujeres abundaban en las ilustraciones de revistas populares y en las carteleras teatrales, pero pocas escribían con regularidad. Sin embargo, el Ilustrado lanzaría a una de las más prolíficas periodistas mexicanas de principios del siglo XX, cuyos artículos críticos, humorísticos, siempre pertinentes, dieron voz a esta nueva feminidad moderna.  

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Una pequeña marquesa de Sade

En 1921, una joven de diecisiete años inició su carrera periodística con el apoyo de Carlos Noriega Hope. Firmaba como Cube Bonifant y siguió escribiendo durante más de dos décadas, repartiendo centenares de artículos en las páginas de numerosos diarios y revistas de la capital del país. Esta cronista llevó las transgresiones de la feminidad moderna al escenario de la escritura. Su primera columna, “Sólo para mujeres”, fue todo menos eso: “Creo que por el solo hecho de que mi sección se titula ‘sólo para mujeres' la leen los hombres”, afirmó más de una vez. Su afán por provocar la definió desde su crónica inaugural. “Complico todo lo que encuentro”, declaró, presentándose ante sus lectores como una chica “colérica” y “versátil”, con aspecto de “colegiala desaplicada” y un apetito literario que consternaba a sus mayores. Prefería El octavo pecado capital de Álvaro Retana, el decadentista español que incursionó en el cabaret y el jazz, a la recomendada serie Claudina que la escritora francesa Colette firmaba como Willy. Decía haber dejado atrás sus ambiciones poéticas: “¿Versos? No los hago desde que leí los últimos de Alfonsina Storni”, gesto que sugería con falsa modestia un paralelo entre una modelo y una posible discípula literaria. Esta pequeña marquesa de Sade, como alguna vez se denominó, soñaba con deshojar flores y clavar sus uñas en la piel tersa de los niños. Se encontraba muy lejos del ideal de la mujer abnegada. También se apartaría del modelo femenino de responsabilidad cívica que predominaba en esta época posrevolucionaria: el de la educadora, propagado por José Vasconcelos y personificado por Gabriela Mistral. Nuestra joven cronista prefería apartarse de las insinuaciones didácticas, y parecía tener muy poca tolerancia para cualquiera que se tomara muy en serio, como lo muestra una crónica de octubre de 1921 sobre una asamblea feminista, donde encontró “muchas mujeres feas y casi ancianas, cursis y solemnes” cuyos discursos interminables no lograron entusiasmarla. Bonifant era una chica moderna que se identificaba firmemente con la cultura metropolitana. Se aburría lejos de la ciudad de México, pues fuera de la capital no llegaban los periódicos, no había cines ni novedades culturales. Quizás este rechazo a la vida provinciana se debiera a la experiencia de su propia infancia en Sinaloa, un estado que describiría socarronamente como “desprestigiado por estar cerca de Sonora”, que su familia dejó para mudarse a la capital durante la Revolución. Era muy intolerante con los ritos sociales de la burguesía y desde su postura de enfant terrible criticó tanto a las convenciones sociales como a los (y las) rebeldes cuyas transgresiones eran dictadas por la moda. Su afición a la provocación y la frivolidad como posturas críticas aparecen claramente en las entrevistas que le confiaron, entre las que destaca su encuentro con María Tapia de Obregón, entonces primera dama de México, en mayo de 1921. Al retratar a la “noble dama de la también noble Sonora”, Bonifant se sorprende ante su propia actitud respetuosa: “Hoy aparece en mí otra persona a quien no conocía”, pero luego esquiva esta formalidad: “Soy toda una verdad compuesta de muchas mentiras”. Sólo a la salida se arrepiente de no haber pedido uno de los “maravillosos claveles que se deshojan, enfermos de perfume” a la entrada de la casa.  

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Un término medio entre los toros y la ópera

Durante su primer año, los artículos de Cube Bonifant trataron una variedad de temas: futbol, corridas de toros, cine, moda; pero el énfasis recurrente era ella misma. Con humor mordaz, utilizaba sus textos como plataforma para construir su propio personaje, insertando sus preocupaciones calculadamente mundanas en la esfera pública. Cultivaba una imagen polifacética, contradictoria. Deambulaba por diversos registros culturales. Iba a la ópera, pero también gustaba del espectáculo popular y sanguíneo de las corridas de toros. Conocía las normas que regían el buen gusto literario, pero se complacía en no seguirlas. La crónica, género amorfo, fue su instrumento y su escenario: le permitió dialogar desde fuera con las normas culturales, juntar la industria periodística (que le había abierto un espacio de escritura) con las ambiciones literarias (que permanecerían incumplidas). Bonifant, como el mismo género que practicaba, carecía de un lugar fijo en las letras mexicanas. Si bien su reticencia a definirse le permitía renovarse y reinsertarse continuamente en el mercado cultural, también mostraba la ausencia de modelos para una mujer que pertenecía a esa clase media de escritores profesionales que trataban de ganarse la vida en los periódicos. La trayectoria temprana de Bonifant en la crónica comprueba su omnipresencia en la prensa capitalina durante los novecientos veinte. De su primera columna “Sólo para mujeres” en el Ilustrado, pasó al diario El Mundo, dirigido por Martín Luis Guzmán, donde se hizo cargo de la columna “Sólo para ustedes” entre 1922 y 1923. Después de unos meses, quizá para hacer más evidente la orientación “femenina” de la comuna, cambió su título por el de “Sólo para vosotras”. En 1924, Bonifant volvió al Ilustrado con una nueva columna: “Confetti”, popurrí de chistes que comentaban tanto las últimas noticias internacionales como los recientes crímenes en la capital mexicana. En julio de 1924, por ejemplo, escribió: El gendarme número 192 recogió del tranvía de San Ángel número 851, cuatro dedos, que viajaban solos. La policía ha tenido el descaro de sospechar que se trata de un crimen, cuando lo más lógico es que se trate de un simple olvido. A partir de 1926, publicó semanalmente su columna “Un día” en el diario El Universal. Compartía las páginas editoriales con la columna de José Juan Tablada, “Nueva York día y noche”, y con las frecuentes colaboraciones de José Vasconcelos, Artemio de Valle-Arizpe, Federico Gamboa y el ya citado Guzmán. Mientras tanto, su columna en el Ilustrado cambió de nombre: “Confidencias femeninas”, primero, y más adelante “Indiscreciones femeninas”. En los novecientos veinte también colaboró en el periódico El Demócrata y en el semanario Revista de Revistas. El gran volumen de crónicas publicadas por Bonifant confirma su prestigio como periodista, pero los frecuentes cambios en el formato y la localización de sus columnas son quizá síntomas de una inquietud mayor: ¿dónde ubicar a una mujer cronista tan prolífica y tan hábil en esquivar los límites que imponía la nota “femenina”?  

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Monsieur y El Hogar

Cuando Cube Bonifant empezó a escribir, México se encontraba en un momento de redefinición nacional y cultural, un proceso que, a mediados de los novecientos veinte, desencadenó los debates en torno al “afeminamiento” de la literatura nacional. Textos con preocupaciones nacionalistas eran alabados como robustos y viriles, como lo fue la novela de Mariano Azuela, Los de abajo, mientras que obras con influencias extranjeras y preocupaciones estéticas eran consideradas débiles y afeminadas. Este debate daba por sentado que lo que estaba en pugna era el tipo de masculinidad que debía asumir la intelectualidad mexicana: la idea de una intelectualidad femenina ni siquiera se consideraba. En enero de 1925, el Ilustrado lanzó una encuesta llamada “¿Existe una literatura mexicana moderna?”. Salvador Novo, entrevistado junto a otros intelectuales, burlonamente definió la literatura mexicana como “una muchacha fresca y viril”, reemplazando la definición irrevocable que se le pedía con una ambigüedad voluntariosa. Sería también jugando con los límites de género que Novo optaría por la crónica, que ata la frescura de la cultura comercial con el vigor de la tradición literaria, para consolidar su figura pública como intelectual. En mayo de 1924, casi un año antes de esta declaración, ahora tan citada de Novo, había aparecido en la misma revista otra encuesta, mucho menos seria. Se trataba de “¿Cuál género de revista prefiere usted?”, un artículo firmado por Aldebarán (seudónimo del periodista Gregorio Ortega), en el cual se entrevista a una serie de mujeres conocidas para indagar sobre sus preferencias periodísticas. Bonifant figuró prominentemente. Cube Bonifant tiene un prestigio envidiable”, comentó el cronista. “Es una mujer que piensa y que tiene la disciplina de la lógica experimental. Dice siempre la verdad, ataviada por una elemental discreción de mujer, con las sedas brillantes de la metáfora. Pero a veces es irónica y cruel y se divierte jugando con las falsas glorias de los consagrados, de los inaccesibles... ‘Me agradan dos revistas, o mejor dicho, leo dos —comenta la inteligente escritora tapatía— Monsieur y El Hogar . El Hogar porque es una revista exclusivamente para mujeres, y Monsieur porque es únicamente para hombres'. En un rincón del hall, Cube tenía las últimas revistas de México y periódicos franceses. Ahora sus pupilas no ven el panorama indefinible, porque se ahondan en la sabiduría”. Lo más notable aquí es la forma en que Bonifant a la vez rompe y cumple con parámetros de género, sigue las normas y las transgrede, encarnando la muchacha fresca y viril que Novo describiría unos meses después. Hasta en su propio seudónimo, Cube (su verdadero nombre era Antonia), esta cronista combinaría los ángulos filosos de lo moderno con una ambigüedad andrógina. Semanalmente, Bonifant pulía su figura pública, poniendo en práctica este reto de juntar Monsieur y El Hogar . Con su voz resbaladiza, parecía escribir a la vez para y contra las mujeres, minando la supuesta complicidad entre cronista y lectoras que suponía una columna para mujeres. Afirmaba la particularidad de lo femenino, pero ostentaba su habilidad de incluirse en lo masculino. Fumaba, tenía el pelo corto, salía a bares, escuchaba jazz, pero criticaba la “flapperización” de las mujeres cuya rebeldía se debía a la moda, distanciándose de su género para reproducir la trillada imagen de la mujer como consumidora cultural pasiva, el “lector hembra” al que aludiría Julio Cortázar en Rayuela, unos cuarenta años después. Las provocaciones de Bonifant y de Novo son notablemente similares, en particular en esta época en la que cualquier transgresión de género era también un cuestionamiento de las normas culturales. Cada uno lograría transformar los ataques que recibían (Novo por su homosexualidad; Bonifant por ser mujer y a la vez por no serlo lo suficiente) en una pose, en un desafío a los límites que les eran impuestos en la escritura y en la identidad. Pero mientras Novo lograría, desde la crónica, insertarse en el marco de lo literario, Bonifant nunca llegaría a introducirse en esta esfera. Permanecería apartada del pequeño club de la intelectualidad mexicana, consolidando su voz exclusivamente desde el periodismo.  

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Cubismo

Si bien las provocaciones de Cube Bonifant tuvieron repercusiones limitadas en el mundo literario (no llegó a ser invitada al Café de Nadie de la vanguardia mexicana, aunque sí frecuentó el Sanborns), no cabe duda que su pose incomodó a más de uno. La misma descripción, supuestamente elogiosa que hace Aldebarán de Bonifant en su artículo merece una segunda mirada. Nuestra cronista, según él, combina lo insólito, “la disciplina de la lógica experimental”, con un talento literario meramente decorativo, “las sedas brillantes de la metáfora”. Lo único que logra la sabiduría de Bonifant es abstraerla de la realidad: “Sus pupilas no ven el panorama indefinible”. No es aguda sino ausente. En 1925, el estridentista Arqueles Vela compartía con Bonifant una página del Ilustrado , titulada “Nuestras crónicas”. El 19 de febrero, desde su columna “Comentarios frívolos”, Vela le dedicó un artículo a su vecina, con la frase: “A Cube Bonifant, para que lea una de mis crónicas, ésta tan llena de feminidad”. Este texto de Vela, sobre las mujeres que usan lentes, sostiene que el monóculo permite coquetear con menos peligro ya que es el “parabrisas del flirt”. Pero lejos de flirtear con su compañera en la crónica, la dedicatoria de este escritor, quien antes había meditado sobre “El arte de lucir las pantorrillas”, no oculta la agresividad de su tono. La lección de feminidad que Vela le ofrece a Bonifant es una forma de ponerla en su lugar, de trazar una barrera defensiva entre dos terrenos periodísticos. Sin duda, también confirma la incomodidad de este estridentista al verse partícipe de una práctica tan poco viril como lo era la crónica de modas. Sin embargo, el ataque más vehemente que recibió Bonifant en sus primeros años de cronista no vino del campo de las letras. Desde las páginas de Excélsior, el caricaturista Ernesto “El Chango” García Cabral le lanzó una inusitada serie de ataques a finales de abril 1923. En una primera imagen, del 20 de abril, vemos a una pareja sentada tomada de la mano. “Dime Cubita, ¿soy el primer hombre que te ha besado?”, pregunta él. “Te lo juraría... ¿pero por qué me preguntarán todos lo mismo?”, responde ella. El 24 de abril, son dos chicas modernas de rizos recortados las que dialogan. Una de ellas, sentada en un sofá, tiene a la mano papel y pluma. Comenta: “¡Caray!... me he dedicado al arte de la poesía, al de la comedia y al del cine... ¡En todo he fracasado!...”. Contesta su amiga: “No desesperes, Cubetita, te queda el arte culinario”. La última misiva fue la del 25 de abril. Aquí tenemos a dos hombres de espalda, parados frente a un lienzo sin terminar. Uno de ellos, con pincel en mano, es visiblemente el pintor. El otro, que por su atuendo y bastón parece recién llegado de la calle, le pregunta: “¿Conque se ha dedicado usted al cubismo, mi querido artista?”. Éste le responde: “No, Zamorita, en México, el único que ha tenido la desgracia de dedicarse al cubismo es usted...”. En esta última imagen, Cabral incluye en su descarga a Francisco Zamora, el periodista y economista nicaragüense que sería el compañero de Bonifant tanto en las páginas del Ilustrado como en la vida (su matrimonio duró hasta la muerte de éste en 1985). ¿Qué habrá hecho nuestra cronista para merecer semejante animosidad? No se sabe, pero es improbable que su respuesta del 26 de abril en su columna de El Mundo haya mejorado la situación. “No se trata exactamente de una riña entre un hombre y una mujer”, afirma Bonifant, “puesto que el señor García puede muy bien ser conceptuado como una dama un poco histérica”.  

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Luz Alba

Las caricaturas de Ernesto García Cabral sí le habían atinado a una verdad algo dolorosa: la incursión decepcionante de Cube Bonifant en el cine. En 1921, mismo año en que inauguró su primera columna en el Ilustrado, la cronista participó en un ambicioso proyecto de Carlos Noriega Hope: La gran noticia, una película en la que tuvo el papel estelar, y en la cual también actuaron otros periodistas y críticos de cine de la misma revista, como Hipólito Seijas y Marco Aurelio Galindo. Era el primer intento de hacer una cinta sobre el periodismo mexicano, lo que muestra hasta qué grado se incluyó en un principio a Bonifant en el elenco de un grupo periodístico. Pero la experiencia cinematográfica desanimó a sus participantes. En 1923, Noriega Hope escribió un artículo cuyo título lo dice todo: “Indiscreciones de un pésimo director”. Bonifant también constató que la actuación no era para ella. “No vale la pena levantarse a las cinco de la mañana para fingir unas cuantas escenas estudiadas”, escribió; “no vale la pena echarse a perder el cutis con el make-up”. Sin que ella lo supiera, este primer roce con el cine era un augurio del giro que tomaría su carrera de cronista a fines de 1926. Ese año, Bonifant empezó a compartir la página femenina del Ilustrado con una nueva colaboradora, Luz Alba, cuyas crónicas se orientaron pronto hacia la crítica cinematográfica con la columna “Opiniones de una cineasta de buena fe”. Se trataba de nuestra misma cronista, estrenando un seudónimo que la acompañaría durante varias décadas. Esta nueva identidad no impidió que también siguiera con su firma inicial, y con frecuencia sus dos alias ocuparon la página de mujeres del Ilustrado. Como Cube Bonifant, seguía satirizando las costumbres de los mexicanos, hombres y mujeres por igual. Como Luz Alba, criticaba rigurosamente el cine nacional, aunque reservara sus comentarios más despiadados para Hollywood. Con excepción de pequeñas partes en cintas como Santa (1931) y La Perla (1945), Bonifant no volvió a participar creativamente en el cine. Pero el cine le había dado un segundo impulso a su carrera de cronista, y como crítica obtuvo el reconocimiento que siempre le regatearon en el campo de la literatura. Bajo la firma de Luz Alba se ganó un respeto envidiable reseñando cuanta película se estrenó en México hasta el final de los novecientos treinta. Quizá porque el cine aún era visto como una expresión cultural menor, con un amplio publico femenino, aquí no se enfrentó a la misma resistencia que había encontrado antes en las letras. A partir de los novecientos cuarenta, la visibilidad de Bonifant en la prensa capitalina decaería. Salvo varias incursiones en la dirección teatral, notablemente para colaborar con el director japonés Seki Sano, se vuelve difícil seguirle el rastro hasta su muerte en 1993, a la edad de 89 años. Sólo sus huellas esparcidas en las páginas efímeras de los periódicos, nos permiten trazar la vida de esta incomparable cronista.

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Mahieux. Investigadora y ensayista. Catedrática de la Universidad de Fordham. Especialista en crónica urbana latinoamericana de principios del siglo XX.   

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La victoria pedestre

por CUBE BONIFANT

Aseguro a ustedes que es muy divertido ver a los chicos disputarse el triunfo con los pies.

Hace mucho, mucho tiempo —casi dos semanas— quería contarlo a ustedes; pero mi pobre amiga Antonieta estaba enferma, no podía yo abandonarla y, además, tenía el espíritu lleno de visiones lánguidas y borrosas, como los paisajes que se retratan en los cristales empañados por la lluvia.

Por fortuna, ha mejorado. Yo no creo que sea una gran fortuna, y ya estoy de nuevo frente a ustedes, pálida porque tomo mucho limón con sal, y ojerosa, porque pienso mucho en los amores de los sabios y las salamandras. Ustedes me escucharán, y murmurarán lo de siempre:

—Es una chica excesivamente ególatra.

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Pero ¿decía que era muy divertido ver a los chicos disputarse la victoria con los pies? Ustedes, que son modernas, gustarán de los deportes. Irán al campo del Club España para sentir las voluptuosidades violentas de la inquietud.

Una amiga mía, que callada parece una inglesita de Sargent, me llevó aquel día.

—¿Pero qué vamos a ver? —pregunté curiosa.

—A los chicos de Guadalajara, que sin duda van a triunfar. Ya verás qué bien juegan.

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Me regocijé un poco. “Va a estar divertido”, pensé. Encontré, inquietos por la hora, a una cantidad excesiva de caballeros olorosos a brillantina, y de señoras cubiertas de colorete. Tal se me figuró al menos.

—Oye —dije a mi compañera—, parece que toda esta gente sólo se baña y se cambia de ropa los domingos. Sin duda alguna en nuestros tiempos el aseo es hijo solamente de los días de fiesta.

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Un poco preocupada —porque allí los caballeros fuman y no se quitan el sombrero ni para saludar a las damas— comencé a ver sin entender.

—¡Oh! El juego está muy limpio —exclamó mi compañera.

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Pero por más que averigüé, no encontré yo la limpieza a que aludía mi amiga.

Un grupo de jóvenes, llenos de entusiasmo y sabiduría pedestres, gritaban en cada momento y se agitaban en sus asientos.

—¡Por Dios!, si parece que se van a deshacer —pensaba; y me complacía con la evocación más grata para mí, de las corridas de toros.

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Si ustedes hubieran ido, habrían observado cómo los roji-negros tapatíos luchaban contra la rápida astucia de un portero, que según Don Facundo, es de lo mejor.

Mi compañera, llena de patriotismo (es tapatía), elogiaba sin discreción; y dos chicas, cercanas a mí, se hacían confidencias tímidas.

—Mira qué bien patea Lico Cortina; a mí me gustaría ser su novia.

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Y la otra, pálida y emocionada:

—A mí me gusta más aquel joven rubio, que se parece al protagonista de Marta y María.

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Me asombré de que estas chicas tan eruditas supieran comparar tan mal, porque, ¡oh niñas mías!, yo también he leído Marta y María.

Y me di a pensar en el joven rubio. Estaría bien que no sólo supiera hablar de cómo se hace un goal; de las brillantes combinaciones que se necesitan para conseguir un corner; de cómo se avanza para realizar un chut. Que no supiera schimear, porque eso es alarmante para las chicas maliciosas como yo; y que supiera un poco declamar buenos versos, aunque no para que lo hiciera siempre, porque es muy latoso; en fin, ¡que no tuviera el talento solamente en los pies!

Miré a las chicas, que sin despegar los ojos del campo se daban polvos, y pregunté a mi amiga, sin fijarme ya en el joven rubio.

—Oye, ¿y si estos muchachos pierden?

—Todo sería posible, pero… Mira ahora; fíjate en Verea, que a pesar de estar enfermo y de no poder jugar, provoca expectación cuando coge la bola.

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Busqué a la señora expectación, y a decir verdad la encontré en todos los rostros.

Esta gente —pensé— prefiere venir al foot-ball que hacer cualquier cosa menos pedestre.

Volví a hablar a mi compañera.

—Oye, pero ¿si estos chicos ganan?

—Todo es posible. ¡Oh! Si triunfan, las chicas de Guadalajara les darán un baile que resultará brillantísimo.

—¿Cómo no? —respondí imaginando tanta brillantez—. Ese día se pondrán de soirée y se pulirán las uñas. Habrá pláticas menos insubstanciales y sonrisas más estudiadas. Se harán elogios de las astucias pedestres, y comentarios sobre los fracasos enemigos. Las novias tímidas y románticas dirán, entornando los ojos:

—Si hubieras perdido, te querría más. Porque es bello consolar al caído.

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Y las otras, menos cursimente espirituales:

—Te han hecho elogios en la prensa. ¡Te quiero más que nunca!

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Pero los chicos tapatíos empataron el juego. Los muchachos del Veracruz se cansaron y no aceptaron seguir... ¡Sus pobres extremidades inferiores estaban deshechas!

Les dio fiebre.

Yo, que al terminar el juego había acabado por entender, dije a mi compañera, llena de entusiasmo:

—Triunfó el Atlas… ¡Siento que la inteligencia se me va a los pies!  

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De la columna “Sólo para mujeres”, 15 de septiembre de 1921.

El Universal.mx.xom/Confabulario – Nov.2006

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Revista SAVIA MODERNA/Héctor de MAULEON

Revista SAVIA MODERNA/Héctor de MAULEON

 

Los 100 años de la Revista mexicana “SAVIA MODERNA”

por Héctor de Mauleón

01

En enero de 1906, la clausura del Café La Concordia emblematiza el verdadero final del siglo XIX, tan francés en sus letras. Ese año, en una pequeña casa de la calle de Soto, en la colonia Guerrero, algunos jóvenes escritores, fogueados en la tertulia de Jesús E. Valenzuela, fundador de la Revista Moderna, se reúnen domingo a domingo para leer a los griegos, revisar los Siglos de Oro, releer a Dante, Shakespeare y Goethe, y ponerse al día en “las modernas orientaciones artísticas de Inglaterra”. Jesús Villalpando les llama “los muchachos del grupo”. Leen incansablemente a Nietzsche y a Schopenhauer. Resienten la opresión intelectual que emana del porfiriato, y quieren diferenciarse de la generación anterior (Amado Nervo, José Juan Tablada, Marcelino Dávalos, Luis G. Urbina: la generación azul), a pesar del gran poder y prestigio intelectual de que goza ésta.

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Uno de ellos le ha robado a su madre cincuenta pesos para poder salir de la ciudad de León, y conocer a Nervo, quien le publica sus primeros versos; otro es ex cadete de la Escuela Náutica de Campeche, y acaba de pasar varios meses en prisión por haber protestado en los muelles contra la última reelección de Porfirio Díaz. También forma parte del grupo un joven extravagante, de vestido ridículo y voz tipluda, al que se considera el estudiante de arquitectura más destacado. El primero trabaja como mozo de escritorio en “La Gran Sedería”; el segundo es empleado de la Sección de Archivos y Biblioteca del ministerio de Instrucción Pública; el tercero, hijo de un antiguo burócrata que se ha pasado la vida realizando actividades menores. La historia literaria del siglo XX los recordará con los nombres de Rafael López, Roberto Argüelles Bringas y Jesús T. Acevedo. Tienen 33, 31 y 24 años, respectivamente. Están destinados a formar parte de una nueva era del pensamiento y de las letras mexicanas. A convertirse en precursores directos de la Revolución. Pero, por lo pronto, sólo quieren hablar, sólo quieren leer. Apuestan por el rigor en un país de improvisados.
Ahí, en la pequeña casa de la calle de Soto —el desperezo viene siempre envuelto en motivos espirituales, apunta Alfonso Reyes—, se comienzan a demoler, desde el terreno de las ideas, las bases anquilosadas del porfiriato: se anuncia el primer centro libre de cultura en la historia del siglo XX mexicano. 

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02

El dueño de la casa es Luis Castillo Ledón, poeta de 27 años y mediana fortuna, que en 1904 ganó los juegos florales de San Luis Potosí, y apenas recibir el premio decidió viajar a la capital, “atraído por la luz y la fama que entonces desprendía México”.En esa ciudad de carruajes, jardines, vecindades, edificios antiguos, conventos en ruinas, tranvías de mulitas y colonias recién inauguradas —por las que transitan, ruidosamente, algunos automóviles que dejan tras de sí “estelas de humo oscuro/ y flatulencias de carburo”, como reza el poema de Tablada—, las puertas de la casa se abren cada semana para reclutar a jóvenes talentosos, ávidos por lo nuevo, que quieren escapar de la momificación cultural del régimen, o por lo menos están fastidiados con la deshumanizada vertiente positivista que lo sustenta.

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Roberto Argüelles Bringas incorpora, por ejemplo, a Manuel de la Parra y Abel C. Salazar, que trabajan con él en la Sección de Archivo y Biblioteca. No tardan en llegar Antonio Caso (23 años) y Alfonso Cravioto (22). Todos se inclinan ante la inteligencia, cargada de dardos venenosos, de un estudiante de Jurisprudencia que habla con familiaridad de Ruskin, de Wilde, de Whistler. Se llama Ricardo Gómez Robelo, tiene 22 años y se dice que una noche cayó de rodillas para besar los pies de una prostituta, mientras gritaba, al igual que Rodión Romanovich Raskolnikoff: “¡No te beso a ti, sino a todo el sufrimiento humano!”. (Desde esa vez se le llamó Rodino).

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Las reuniones se trasladan a veces a la casa de Acevedo; andando el tiempo, el grupo se concentrará en la de Caso. Aunque en los albores de 1906 “los muchachos” se mueven con naturalidad entre el círculo de los consagrados (los primeros comentarios sobre Argüelles Bringas vinieron de Tablada; el nombre de Rafael López figura desde 1905 en todas las revistas de la época; el poema “Los Caballos”, de Luis Castillo Ledón, fue declamado en 1904 nada menos que por Manuel José Othón), dos sucesos catalizan las búsquedas inconscientes del grupo, hacia la renovación literaria e ideológica que vendrá después. El primero, la jugosa herencia que Alfonso Cravioto recibe a la muerte de su padre, cuatro veces gobernador del estado de Hidalgo. El segundo, la llegada a la ciudad del dominicano Pedro Henríquez Ureña quien, pese a sus 22 años, no tarda en convertirse en cabeza intelectual de la agrupación, a la que induce al estudio de corrientes filosóficas opuestas al positivismo, e incita a estudios y lecturas más amplios y exigentes. Considerado “nuestro Sócrates” por los jóvenes del grupo, les hace pasar “de la filosofía alemana al humanismo renacentista, a Wilde, a Bernard Shaw, al barroco, a muchas cosas más, para arribar siempre a Platón y deleitarse con la sabiduría helénica”.
Recordará Henríquez Ureña años después: Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse [...] Como mis amigos eran ya lectores asiduos de los griegos, mi helenismo encontró ambiente, y pronto ideó Acevedo una serie de conferencias sobre temas griegos, que nos dio ocasión de reunirnos con frecuencia a leer autores griegos y comentarlos.

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Gabriel Zaid ha observado que la renovación literaria de 1906 procede del encuentro entre dos juniors. Hijo de un ex presidente de su país, y con una vasta cultura a su disposición, que incluye una residencia de dos años en Nueva York, Henríquez Ureña influye para que el grupo se compacte y exprese en un medio anquilosado. Hijo de un gobernador que hizo su fortuna a la sombra de Díaz, y luego fue depuesto a capricho del dictador, Alfonso Cravioto se había erigido líder estudiantil en contra del gobernador que sustituyó a su padre, lo que le valió ser perseguido y finalmente encarcelado. Luego de pasar seis meses en prisión, se unió a los hermanos Flores Magón, pero en vez de acompañarlos a preparar la lucha armada en Estados Unidos, optó, como dice Zaid, por la acción cultural. Arribó a la ciudad de México en 1903, año del cierre de la Revista Moderna (1898-1903), colaboró con virulentos artículos contra Díaz en El hijo del Ahuizote, y de pronto se descubrió como “un junior con talento, con dinero, con experiencia como líder y con notable capacidad de convocatoria”. En un acto eminentemente político, en lugar de dedicarse a dilapidar su fortuna, decide reunir, en una revista, a la juventud talentosa de su tiempo. Sabe, como dice Reyes, que los cambios vienen siempre envueltos en motivos espirituales.
Pero a la mayor parte de ellos, ese cambio acabará por destruirlos.

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03

Setenta años antes, al poner la primera piedra en la historia de las letras del México independiente, los cuatro jóvenes que en un cuarto ruinoso fundaron la Academia de Letrán (Guillermo Prieto, los hermanos Lacunza y Manuel Tossiat Ferrer) sólo pudieron disfrutar, como banquete de inauguración, de una piña espolvoreada con azúcar.La revista fundada por Cravioto, en cambio, se instala con un lujo deslumbrante del que no existen precedentes en periódicos y revistas “de pocilgas, covachas y ratoneras”. La redacción está en el último piso de La Palestina, uno de los primeros edificios de seis pisos que existen en la capital, con vista exquisita hacia el nuevo boulevard 5 de Mayo. De un lado se ve la Catedral; del otro, los crepúsculos de la Alameda. El piso del edificio es de mármol. Abajo corren cafés, bares, tiendas, librerías. “Aquello era un Aeropago, un Parnaso, un palacio, una corte de los Medicis”, recuerda Jesús Villalpando.

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Con los primeros muebles empiezan a llegar los muchachos del grupo. Se decide poner a la revista un nombre absurdo: Savia Moderna. La bautizan de ese modo para que sea vista como una prolongación de la revista fundada a finales de siglo por los poetas mayores. “No fue una segregación de disidentes sino una prolongación afirmativa de una tendencia que aspiró a modernizar por completo la literatura mexicana [...] a inyectar savia nueva en el viejo tronco”, escribe Francisco Monterde.
No se trata, sin embargo, de una prolongación, sino del relevo de los jóvenes que están pidiendo a gritos que les abran paso. Gracias al redactor Jesús Villapando, y a un artículo suyo publicado el 5 de mayo de 1918 en El Nacional, poseemos la crónica exacta del instante fundador: Todo el día era una serie de momentos de sorpresa. Tocaban la puerta y aparecía un artista. Un día llegó Manuel de la Parra, todo tímido, como pajarito deslumbrado y anhelante de luz; otro, Rafael López apareció a las cinco y media de la tarde haciendo frases, elegancias y versos al hablar; tal se presentó Roberto Argüelles Bringas, con voz de sochantre y actitudes majestuosas de Duque; a la una de la tarde de un sábado se anunció un grupo de pintores y dibujantes, algo cohibidos, serios y sencillos; Diego Rivera, ocupado de un cuadro de Rubens o de un aguafuerte de Rembrandt, bueno y risueño, como un niño con su indomable e inseparable pipa y cuando todavía no pensaba en los abismos trágicos del futurismo; Saturnino Herrán, con su aspecto de colegial, afable, bondadoso, ingenuo y observador; Gonzalo Argüelles Bringas, gallardo Don Juan, lleno de gran amor por las flores, las mujeres y los paisajes; Antonio Garduño, alto como el edificio de nuestra redacción, seguro de sí mismo y de su color; Rafael de Lillo, con algo de Adonis y mucho de San Juan Bautista, antes de ir a predicar al desierto; Franciso de la Torre, silencioso, como un monje de la Trapa, impasible y melancolizado, soñador como noche de luna, reconcentrado, como un comprimido de Vichy, con algo de agua azul y tristeza de telaraña en estancia abandonada; Francisco Zubieta, miope y anguloso, de suavidades agresivas de caricatura fina y Martínez Carrión siempre muy triste.Recordará a su vez, en un artículo publicado en julio de 1913, el poeta Rafael López: En la ruidosa redacción de ese periódico, ruidosa con el entusiasmo y la alegría de los años en mocedad, nos sentíamos como en la propia casa. La redacción era pequeña, como una jaula, y, por lo mismo, algunas aves comenzaron allí a cantar [...] el alma obscura se bañaba con un poco de sueño y de infinito, sobre el bullicio de la gran ciudad que hacía rodar abajo todas sus tentaciones.

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Desde aquella altura habrá de caer la palabra sobre la ciudad. El primer número es lanzado a fines de marzo de 1906, con portada de cartulina que reproduce un óleo del artista catalán Antonio Fabrés. Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón figuran como directores. El secretario de redacción es un muchacho de provincia, tocado por la sombra de mortales excitantes que no tardarán en asesinar su talento: José María Sierra. Treinta y tres poetas y escritores integran la nómina de colaboradores. Veinticuatro pintores y dibujantes, conforman la de artistas e ilustradores. Los fotógrafos son Lupercio, Kampfner y Casasola. La suscripción trimestral cuesta 1.50. La casa de peletería La Palestina, las máquinas de escribir W.M.A. Parker, los pianos Cable Company, los electricistas Sierra y Fernández, la Kalodermina Imperial (compuesto para el embellecimiento del cutis), la Emulsión de Scott y la Tabacalera Mexicana, son los anunciantes.

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Savia Moderna lanza su proclama desde la primera página: “Gustamos de las obras más que de las doctrinas. Clasicismo, Romanticismo, Modernismo... diferencias odiosas. Monodien las cigarras, trinen las aves y esplendan las auroras. El Arte es vasto, dentro de él, cabremos todos”. Prosigue Villalpando: La falange juvenil de aquellos que iba a continuar la tradición de los maestros iba engrosando; en cuanto Cravioto sabía de algún joven ignorado que empezaba a despuntar, no descansaba sino hasta dar con él e introducirlo al cenáculo. Y así fueron llegando con intervalos de horas o de días Alfonso Reyes, el más joven de todos, casi un niño, y que ya le hacía bellos sonetos a la Victoria de Samotracia; José M. Sierra, caballero electo de la muerte; el arquitecto Jesús Acevedo, que tenía más erudición que todos nosotros juntos; Gómez Robelo, con su boca enorme y que era una especie de Mauclaire en el grupo; Eduardo Colín, severo, metódico y sereno, un griego cerebral con gran seguridad en los pasos de su camino; Severo Amador, más fúnebre que un ataúd; Pepito Gamboa, con dramas sin terminar; Antonio Caso, a las puertas de la filosofía; Rodolfo Nervo, contagiado por el ambiente de su admirable hermano; Emilio Valenzuela, que continuaba la tradición lírica del magnífico Chucho Valenzuela; Ángel Zárraga, que estaba indeciso entre la literatura y la pintura y otros muchos attachés y principiantes ya fracasados que engrosaban la corte majestuosa del segundo renacimiento literario de México.

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El ambiente es de júbilo y camaradería. Diego Rivera, que hará las portadas desde el segundo número, instala su caballete junto a la ventana y comienza a pintar desde aquella perspectiva inédita. Los poetas Luis Rosado Vega y Delio Moreno Cantón se presentan para conocer las oficinas. Los recibe José María Sierra, absolutamente drogado, pero la labia de Ricardo Gómez Robelo, la erudición de Pedro Henríquez Ureña y unos versos “semejantes a armaduras de templados aceros”, que declama Roberto Argüelles Bringas, logran salvar la tarde. El siglo XX ha comenzado. Nadie sabe a cuantos cegará el polvo del camino. Pero en ese instante, los muchachos sienten, como cuenta Rafael López, que su destino duerme “en las manos cerradas de la vida”. El Imparcial dedica un amplio espacio para dar al público mexicano la buena noticia. Luis G. Urbina ve con buenos ojos la llegada de la publicación, y le atrae el disimulado apoyo del ministro Justo Sierra.
 

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04

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Los jóvenes lanzan la primera carga desde el número inicial. Parecen decir: “¡Aquí estamos!”. Poemas de Roberto Argüelles Bringas, Alfonso Cravioto, Eduardo Colín, Luis Castillo Ledón, Manuel de la Parra, Alberto Herrera y José María Sierra. Prosas, artículos y textos narrativos de Antonio Caso, Ángel Zárraga y Abel C. Salazar. Se reseñan libros, se revisa el panorama del teatro, se hace un directorio de revistas, sociedades artísticas y bibliotecas públicas. Se escriben notas necrológicas y pequeños ensayos. Uno de los capítulos más importantes para las letras mexicanas se abre en ese sitio, la tarde en que Alfonso Reyes, un joven preparatoriano de 17 años, sube las escaleras con un manojo de poemas que le cantan a la naturaleza. Reyes se deslumbra con la inteligencia apolínea de Caso, celebra a risotadas las feroces ocurrencias de Gómez Robelo, e inicia a muchos metros de la tierra no sólo la carrera que habrá de convertirlo en el mayor hombre de letras de la primera mitad de nuestro siglo XX, sino también su amistad con Pedro Henríquez Ureña, decisiva para la literatura mexicana. Recordará Reyes: Cuando lo encontré por primera vez en la redacción de Savia Moderna, me pareció un ser aparte, y así lo era. Su privilegiada memoria para la poesía —cosa tan de su gusto y que siempre me ha parecido la prenda mayor de una verdadera educación literaria— fue en él lo primero que me atrajo. Poco a poco sentí su gravitación imperiosa, y al fin me le acerqué de por vida. Algo mayor que yo (cinco años) lo consideré mi hermano y a la vez mi maestro. La verdad es que los dos nos íbamos formando juntos, pero él un paso adelante.

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La revista, afirma Villalpando, circula en toda la República y se vende como pan caliente. Pero los agentes no pagan y Savia Moderna se vuelve, desde el primer número, el más malo de los negocios. A Cravioto esto no le importa un bledo, quiere llevar adelante “su misión artística”, y está resuelto a gastar hasta el último centavo. Pasado el momento de unir a los literatos, extiende su radio de acción hacia los pintores. El 7 de mayo de ese mismo año, siguiendo una idea del recién llegado de Europa Gerardo Murillo, a quien Leopoldo Lugones bautizará como Dr. Atl, organiza en un suntuoso salón de la calle de Santa Clara, entre triunfales cortinajes de seda y púrpura, la primera exposición de pintura que se realiza en México sin ayuda oficial, y fuera de la academia.
José Juan Tablada toma la palabra esa noche para presentar a Murillo, quien ofrece “el regalo de una conferencia muy interesante y abundosa en altos conceptos e ideas novísimas acerca de las tendencias de la pintura y la escultura modernas”. A un lado cuelgan las obras de un conjunto de muchachos que andando el tiempo transformarán la plástica mexicana, y por lo pronto preludian la revolución pictórica dando un golpe mortal a la pintura académica que —la frase es de Alfonso Reyes—, esa misma noche “se atajó de repente”: Diego Rivera, Germán Gedovius, Francisco de la Torre, Jorge Enciso, Gonzalo Argüelles Bringas, Rafael Ponce de León, Antonio Garduño y, sobre todo, Joaquín Clausell, que dio a conocer sus paisajes impresionistas y fue celebrado, en otro acto eminentemente político, como el único artista plástico que no había egresado de San Carlos o de cualquier otra escuela de arte.Justo Sierra y Ezequiel A. Chávez, ministro y subsecretario de Instrucción Pública, respectivamente, visitan la muestra y celebran “el intento del grupo de hombres de buena voluntad” con una sonrisa apretada. Roberto Argüelles Bringas, Rafael López y Ricardo Gómez Robelo escriben sobre la exposición, que es como “cortar las rosas sobre el mal y el dolor” (López) y un “perseguido anhelo” que se alza sobre el “más hondo desconsuelo” (Argüelles Bringas).

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El mensaje es claro: la batalla se libra desde la rebeldía creadora, y la tribu va en contra de la dictadura positivista, organizando instituciones alternativas. “¡Momias a vuestros sepulcros! ¡Abrid el paso! ¡Vamos hacia el porvenir!”, dirá la proclama firmada un año después, en abril de 1907, cuando los muchachos encabecen un escándalo contra la segunda Revista Azul, que atacaba precisamente las libertades de la poesía procedente de Manuel Gutiérrez Nájera, y tomen las calles enarbolando la bandera del arte libre.
 

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05

¿Cuántos se quedaron en el camino?, se pregunta en 1913, lleno de tristeza, Rafael López. Alfonso Cravioto, “tan joven y tan junior”, se casa a los pocos meses y sale en viaje de bodas rumbo a Europa, donde permanecerá un año. Mientras Gómez Robelo traduce a Poe y Manuel de la Parra escribe un cuento extraordinario (“El trasunto”), el director hace poemas sobre el océano, escribe crónicas desde la Coruña y envía su primera nota desde Francia. La revista queda en manos de los amigos. Los más activos, Rafael López, Gómez Robelo, Manuel de la Parra y Argüelles Bringas. En ausencia del director debutan los hermanos Pedro y Max Henríquez Ureña, y se organiza un banquete en honor del propio Rafael López, quien acaba de recibir la encomienda de declamar su “Oda a Juárez” ante la tumba del prócer, en la ceremonia oficial por el aniversario de su muerte.Sin el financiamiento de Cravioto, ante el fracaso comercial que impide sufragar su alto costo en buen cuché, la revista dura sólo cinco números y desaparece en julio de 1906 (Miguel Capistrán asegura que existe un sexto número, perdido).

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El grupo, formado por los dos géneros de escritores, los que escriben y los que no escriben, se refugia en el taller de Acevedo y comienza a manifestarse por vías extraeditoriales: marcha en defensa de Gutiérrez Nájera, funda una Sociedad de Conferencias para seguir teniendo trato directo con el público, vuelve a marchar en 1908 en defensa de la obra liberal de Gabino Barreda, que aunque positivista, estaba siendo atacado por católicos y consevadores, y da de ese modo la primera señal de una conciencia pública emancipada del régimen. “No es inexacto decir que allí amanecía la Revolución”, escribirá Reyes.
A fines de 1909, verificada ya la incorporación de José Vasconcelos, Julio Torri y Martín Luis Guzmán, los jóvenes fundan el Ateneo de la Juventud, lo transforman en el Ateneo de México, abren la Universidad Popular y finalmente se disgregan tras el cuartelazo de Huerta. Savia Moderna tiene la duración de una rosa.

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Alfonso Cravioto, que redactará la Constitución de 1917, va a ser encarcelado por el dictador. Con el tiempo seguirá los pasos de su padre, abandonará la poesía y se inclinará por la estética. Jamás llegará a escribir “todas sus invenciones y ocurrencias”. Rafael López aceptará un puesto en el gobierno de Huerta y a la caída de éste se verá odiado y perseguido: para seguir viviendo tendrá que firmar durante años con el anagrama de “Lázaro P. Feel”. Considerado por Tablada como uno de los mejores poetas de México, pasará sus días finales en el olvido; dejará sólo un par de libros, y un “Canto a la Bandera” que todos los lunes siguen entonando los niños de México. Hoy nadie lo recuerda. Reyes rescatará parte de su obra dispersa en 1957, y Serge I. Zäitzeff reúnirá sus poemas y crónicas en 1973.
Roberto Argüelles Bringas será el primero en caer. Después de ocupar puestos penumbrosos en el zapatismo, va a ser perseguido por los triunfadores y sucumbirá de fiebre tifoidea en 1915. Sin haber publicado un solo libro, y sin que se conozca en realidad su obra, durante algunos años gozará de prestigio entre los lectores más exigentes. A él también habrán de cubrirlo las sombras del olvido. Luis Castillo Ledón pedirá insistentemente que se recoja su obra, pero nadie llevará a cabo el proyecto. Zäitzeff lo hace medio siglo después, levantando de manos de su hijo varios poemas inéditos.Tres años más tarde, caerá Jesús T. Acevedo. Alfonso Reyes se lamenta en Pasado inmediato porque no van a poderse recoger jamás sus charlas, sus promesas, sus atisbos. Sólo queda un volumen de “aquel escritor posible” que en 1910 inició una cruzada en favor de la transformación de la arquitectura nacional. Luis Castillo Ledón, al igual que su amigo Cravioto, abandonará la lira para especializarse en la historia e incursionar en política. Gobernador de su estado por breve tiempo, va a dirigir durante años el Museo Nacional. Un destino más sosegado que el del diabólico Rodión, que en 1909 tomará partido por la candidatura de Ramón Corral, y no por la del padre de su amigo Alfonso —el general Bernardo Reyes—, y que en 1913 terminará sirviendo oscuramente en el gobierno de Huerta, lo que habrá de costarle el destierro.

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Gómez Robelo regresa al país en 1921, convertido en un crepúsculo del porfiriato. Viene enfermo de alcoholismo, y de una pasión que le devora las entrañas: la fotógrafa italiana Tina Modotti. El trueno de la Revolución ha sofocado los diálogos de aquella generación que agarrada de una tabla se ha dispersado por el mundo. Muchos de ellos no se perdonan. La sacudida que dieron se ha dejado sentir, como acota Reyes, en profundidades muy otras. Savia Moderna, rosa de la juventud a la que cantaba López, les explotó en las manos. ¿Cuántos quedaron en el camino?
Por influjo de Vasconcelos, Rodión dirige el Departamento de Bellas Artes. Ya no existen “las noches dedicadas al genio, por las calles de quietud admirable, o en la biblioteca de Antonio Caso”, en la que presidía un busto de Goethe en donde los muchachos del grupo colgaban sus sombreros.

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Gómez Robelo se ha convertido en una sombra que habita una casa en San Ángel, y escribe maquinazos, y sufre por Modotti. En el sexto piso de La Palestina ya no hay nada, o habrá alguna otra cosa.
La muerte lo sorprende a mediados de 1924. Los periódicos no le dedican una línea. En 1980, el Fondo de Cultura hace la edición facsimilar de los cinco números de Savia Moderna, pero la historia de esta revista, y de los muchachos que hace un siglo transformaron la vida intelectual de México, aún no ha sido escrita.

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De Mauleón. Su libro más reciente es Como nada en el mundo (Joaquín Mortiz, 2006).

Articulo: El Universal.com.mx – Confabulio 

A leer:

http://www.filosofia.org/ave/001/a249.htm 

http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/publicaciones/publi_quepaso/antonio_caso.htm 

http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/29-enero-05.htm 

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A la Feria del libro, México

A la Feria del libro, México

 

Regalan libros de Toni Morrison, Nobel de Literatura, en Viena 

Con motivo de la 59 feria del libro en la capital austríaca dan ejemplares de Ojos azules, debut novelístico de la autora estadounidense  

El ayuntamiento de Viena regala a partir de hoy 100.000 libros de la autora estadounidense y premio Nobel de literatura Toni Morrison, con motivo de la 59 feria del libro en la capital austríaca.

El libro que se regala en la iniciativa "Un libro.Una Ciudad" es el debut novelístico de Morrison, titulado Ojos azules (1970).

La feria del libro, emplazada en el Ayuntamiento neogotico de Viena, se inaugura mañana y se prolonga hasta el día 19 con la presencia de 149 editoriales alemanas y más de un centenar de actividades culturales.

Entre los autores invitados más destacados se encuentra el premio Nobel de Economía y ex economista jefe del Banco Mundial, el estadounidense Joseph Stiglitz, que presentará su última obra, Making Globalization Work.

Por el lado de los reconocimientos, será distinguido con el premio de honor de los libreros austríacos a Klaus Wagenbach, creador de la editorial alemana que lleva su apellido y autor de varios ensayos sobre el escritor Franz Kafka.

Este premio reconoce el compromiso y la tolerancia hacia otras lenguas y culturas y esta dotado con 7 mil 200 euros.

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Articulo : el Universal.mx.com

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DESTIEMPOS.COM

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destiempos.com 

E-mail : redaccion@destiempos.com

Sitio : http://www.destiempos.com  

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Roger Vilain, Venezuela (1970). Licenciado en Letras. Profesor de Literatura y Filosofía en la Universidad Nacional Experimental de Guayana (Venezuela). Posee estudios de posgrado en Lingüística. Actualmente culmina un posgrado en Filosofía. Ha publicado dos libros: "De gatos y de hombres" (Fondo Editorial Predios, 1995) y "Hojas secas" (Ediciones de la Universidad de Los Andes, 1996). Articulista de opinión en el diario "Correo del Caroní", así como en Venezuela Analítica. Colaborador en diversas publicaciones electrónicas. 

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PARA FUMADORES

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     Fumar, afirma alguien sumergido hasta la coronilla en el gran vicio, “ése sí que es un placer”. En tales honduras me ha dado por meterme, ante lo cual añado lo innegable: un tabaco luego del café llega de perlas, justo a la hora en que asoma sus colmillos la modorra postalmuerzo, especie de aura catatónica que se presenta así, como una liviandad inocua, para de a poco arremeter con el peso de una roca en cada párpado.

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    Viéndolo bien, fumar tiene sus uñas calando de lo más hondo. Después de la cópula amorosa muchos sostienen que el cigarrillo es un auténtico broche dorado. No faltaba más, pasar del jolgorio y del jadeo, de la carne hecha explosión a la quietud más absoluta entre bocanada y bocanada, tiene su cuota de sentido, aun cuando semejante escena  a estas alturas sea cliché, rutina cinematográfica, marca hollywoodense usada y registrada hasta que se diga lo contrario.

    Fumar, si a ver vamos, goza de salud envidiable gracias a la resistencia heroica de los fumadores, asunto que a mí, para nada dado a escuchar razones que otros más desocupados y un tanto entrometidos lanzan a los cuatro vientos (siempre con la linda intención de convencer al prójimo, digo, convencerlo de que llevarse un pitillo a los labios es cosa mala, mala, mala) me encanta y me llena de renovadas esperanzas en el ser humano, pues nada peor que andarse por ahí anhelando que otro cambie mientras que quien ardorosamente lo desea resulta la inmutabilidad en pasta. Qué va.

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    Yo vislumbro la cuestión desde otros ángulos. Y es que la nobleza del fumar trasciende al vago que se echa día y noche en brazos de la Polar y de la Belmont. Fíjese que no muy lejos (de la nobleza, aclaro) anda la pipa de la paz, especie bastante alentadora sobre todo por lo que representa en el preciso instante de firmar cualquier fin de cualquier guerra. Fumarla, más temprano que tarde, es el horizonte que pretende definirse, la salvación que todos ansían, el humo pacificador que nadie osaría no respirar.

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    “Fumar es un placer, sensual...” dice la letra de un tango. Nada más y nada menos: de los arrabales al Olimpo, de los mismísimos antros a la garganta de un Gardel. Bogart, el mítico Bogart, sabía de estas cosillas, y ahí queda para siempre su imagen a fuerza de talento, pero también de cigarrillos ladeados que serán lo que usted quiera menos un accesorio como otro. Por supuesto que fumar no es cualquier cosa, y por tamaña verdad, en vez de la muy desabrida “se ha determinado que el fumar es nocivo para la salud. Ley de impuestos sobre cigarrillos”, debería ocupar su lugar un verdadero anuncio, nada restrictivo y por completo alentador, algo así como el subrepticio mensaje que traería aparejados trozos de felicidad, de cielo en las entrañas de la Tierra: “se ha determinado que  fumar tiene su lado bueno, mire usted cuánto de humano recogido en una cajetilla”.

      Porque, la verdad sea dicha, entre lo humano y lo divino se pasea este noble vicio. No en balde un personaje novelesco, de cuyo nombre no me acuerdo ahora por más que le exija a la memoria, sentenció con meridiana lógica lo que era digno de esperarse, es decir, “al cabo de unos días culminó Dios la creación. Vio que lo creado era bueno. Entonces encendió un cigarro”. ¿Quién podría dudarlo?

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    En el Don Juan de Molière, la escena número uno del acto primero inicia con el parlamento de Sganarelle, quien lleva una tabaquera en la mano y suelta como si nada lo siguiente: “Digan lo que quieran Aristóteles y toda la filosofía, no hay cosa alguna que iguale al tabaco; en él cifran su pasión las personas bien nacidas, y quien sin tabaco vive no merecería siquiera vivir”. Menudo golpe sobre la mesa. Suscribo esa idea, claro está, porque me quedo con el humo a mediodía, con Molière y con Sganarelle, con el personaje novelesco de lógica sabia y cortante, y con el señor  Bogart. Me quedo, por supuesto, con la pipa de la paz y con las bocanadas que suceden a todo encuentro amoroso que se respete. Y me quedo, también, con “Un cigarrito y un café”, clásico gaitero que sonó a millón alguna vez por estos lares. Con todos ellos me quedo. 

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SEXO ORAL

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     La vida es un saco de gatos y hace falta cumplir años para darse cuenta. El otro día un amigo hablaba del genérico masculino, y decía que su supervivencia, que su soberbia vitalidad cuando de darle a la lengua se trata, es  muestra indudable de que en  asuntos de lenguaje el machismo era cosa de lo más común.

     Ponía ejemplos de sobra, y para darle fuerza a su argumento se sacaba de la manga aquella frase lapidaria: “Todos los hombres son mortales”, asunto que hace presente, claro, el hecho meridiano de que al decir hombre se dice también mujer, aunque ésta brille por su ausencia. Y ponía otros: “Los políticos son unos desvergonzados”, “Los de aquí son los mejores estudiantes”, “Éstos obtuvieron un pobre rendimiento” o “Los niños del mundo representan la esperanza”. Así, aunque ellas, las obviadas damas, estén implícitas en las oraciones anteriores, mi buen amigo se rebela ante semejante insolidaridad lingüística. Golpea la mesa con los puños por lo que a todas luces, según su perspectiva, no es más que otra forma, y vaya forma, de exclusión sexista.    Pero un saco de gatos es un saco de gatos, qué se le va a hacer. Y lo que es peor, a veces tendemos a que la confusión aumente de manera exponencial. Carlos Andrés Pérez, vivo como una ardilla, se olía el asunto y entonces disparaba a quemarropa: “Venezolanos, venezolanas”. Los de ahora, como si estuvieran muy conscientes de que las serpientes se muerden sus colas, espetan llenos de felicidad: “compañeros y compañeras”, “usuarios y usuarias”, y hasta “niños, niñas y adolescentes”. Un avance es un avance, imposible negarlo.

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    Así que le sigo la corriente y le doy la razón. Mi amigo pone cara de vencedor, de guerrero triunfante. El lenguaje tiene la culpa y no nosotros, por supuesto, que jugamos con las palabras a través de los siglos y somos quienes moldeamos significaciones, procuramos cambios semánticos, y en fin, percibimos matices en cuanto a maneras muy particulares de aprehender esta realidad que terminamos construyendo. Ni modo, como en política, en quehaceres gramaticales los chivos expiatorios están a la orden del día, al punto de que aquí el índice acusador apunta nada menos que a la mismísima lengua. Menudos gatos los de este saco.

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    Pero le doy la razón, he dicho. El tipo alza los brazos (quizás las brazas, cuidado con las exclusiones) al cielo (y a la ciela), coge un cigarrillo, o cigarrilla, para finalmente sentir que su causa tiene fundamento (¿tendré que escribir fundamenta?) y todavía, aunque no lo parezca, seguir creyendo en individuos e individuas capaces de arrojar lanzas (y lanzos, porque lo que es bueno para la pava de seguro lo será para el pavo, qué duda cabe) en aras (también en aros) de la igualdad, la horizontalidad y el trato equivalentes.

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    Mi artículo, que también es una artícula, creo yo a estas alturas que va haciendo (y hacienda) justicia (obvio que también justicio) a los excluidos de ambos bandos.  Naturalmente, uno y por supuesto una a veces termina por no cumplir del todo, ni de la toda. Pero algo es algo, y alga, que para lo demás poco a poco iremos, y claro, iremas, viendo cómo salir adelante. Mientras tanto, vuelvo a repetir que mi amigo tiene toda la razón. Salvemos a las chicas de la exclusión gramatical, que de la exclusión en los trabajos, en las sociedades, en las calles, en las universidades y en la vida mire usted que el asunto exige otras broncas y no pocos cabreos, algo más difíciles de sobrellevar.

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    Pero es que la vida es un saco de gatos. Nada menos que un saco de gatos. 

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Articulo: http://www.destiempos.com/n5.htm  

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John Ronald REUEL TOLKIEN/ALCAUDÓN

John Ronald REUEL TOLKIEN/ALCAUDÓN

Alcaudón: http://elarboldelalcaudon.blogspot.com/ 

Cinco razones para leer Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia 

(Palabras leídas en el auditorio de posgrado de la Universidad Anáhuac Norte el 24 de octubre)

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El doctor José Antonio Forzán me ha invitado a compartir con ustedes algunas palabras en la presentación del libro Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia que preparó junto con el doctor Rafael García Pavón.

Debo confesar que siento que la tarea me abruma pues conozco el libro desde que estaba en búsqueda de editor y sé del cariño, entrega y pasión con que fue creado, así que con emoción y agradecimiento, me pongo mi traje gris y vengo con ustedes a compartir algunas reflexiones acerca de la obra de los doctores Forzán y García Pavón, ambos pertenecientes a esta Universidad Anáhuac, y en el que participan otros escritores e investigadores.

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El libro que estamos presentando trata sobre dos escritores que se insertan en la fantasía, la ciencia ficción, la especulación, géneros que una sociedad cada vez más enfocada en el logro de la satisfacción, de los resultados inmediatos, se pregunta sobre la utilidad de estos géneros. Y ésa es, efectivamente, la palabra que emplean: utilidad. ¿Para qué sirve la fantasía? ¿De qué nos sirve la literatura repetidamente calificada de escapista del autor de El señor de los anillos? ¿Para qué sirve Orwell y sus multicitadas y poco leídas obras?La respuesta podría ser simple y contundente: para nada. La literatura, la lingüística, la semiótica, todas esas disciplinas vistas con sospecha, cuando no con absoluto rechazo, por especialistas en calidad total y satisfacción, no sirven para nada si la pregunta se plantea desde una perspectiva meramente utilitarista.

Peor aún, si los autores originales no sirven de nada, entonces, ¿qué utilidad tienen escribir y, sobre todo, leer, algo que otras personas escriben sobre ellos y sus obras?

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Para responder seriamente estos cuestionamientos es necesario que abandonemos, aunque sea momentáneamente, la perspectiva utilitarista, lineal, de la que hemos hablado pera intentar un acercamiento integral del asunto.

El trabajo que realizan Forzán, García Pavón y los escritores que los acompañan en Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia puede, sin lugar a dudas, inscribirse en el ideal que llevó a Gilbert K. Chesterton a escribir sobre San Francisco de Asís y que él mismo explica así en las primeras páginas de la biografía del santo: 

Me dirijo al hombre moderno en su tipo corriente: simpatizante, pero escéptico, y puedo esperar, aunque sea vagamente que, acercándome a la historia del gran santo a través de lo que hay en ella de pintoresco y popular, podré comunicar al lector una mayor comprensión de la coherencia de aquel carácter en su conjunto. 

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Más que explicar, que pontificar, en Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia se hace un acercamiento lúcido y sencillo a la vida, pero sobre todo, a la mente de dos escritores muy distintos entre sí tanto en visión del mundo como en estilo literario, pero unidos ambos por un indudable interés en lo humano en el desarrollo de lo social.

Más aún, Tolkien y Orwell revaloran la figura de dos autores que cada vez se desdibuja más, cuando el primero se convierte en algo así como el creador de un cuento de hadas para el cine y el segundo sufre la ignominia (que por otra parte él mismo pudo haber previsto) de quedar degradado a un programa televisivo de una calidad que asombra por su pobreza en un entorno donde ésta es la norma, no la excepción.

Hace algún tiempo, en un ensayo que publiqué en la revista Algarabía, hablé sobre la importancia de Tolkien para quien, como todos nosotros, nos desenvolvemos en ambientes universitarios.  

JRR (siglas de sus nombres de pila John Ronald Reuel) Tolkien no sólo escribió una trilogía de medio millón de palabras, sino que dedicó toda su vida, toda su energía a trabajar con ellas, a mimarlas, a conocerlas, a hacerlas brillar.Aunque la indudable calidad de su obra de ficción le brinda merecidamente el título de escritor, Tolkien siempre se vio a sí mismo como lingüista y catedrático. Creó idiomas, dominó lenguas casi perdidas, formó generaciones de estudiantes, contribuyó a la mejor comprensión de las palabras y creó mundos donde la fantasía es el medio para dar a conocer una filosofía de vida, una elección, como se ve en la descripción que hace de los hobbits, creaturas a las que siempre se sintió ligado.Hasta su muerte, Tolkien se sintió extrañado por la popularidad de su obra de fantasía y por muchas de las interpretaciones que se hicieron de ella, tales como “una gran alegoría cristiana”, “la última obra maestra de la Edad Media” o “un juego filológico”.

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“A mí no me gustan las alegorías —aseguraba Tolkien—. Nunca me gustó Hans Christian Andersen porque yo sabía que siempre me estaba sermoneando” y recordaba que la trilogía de El señor de los anillos la había escrito para ilustrar una conferencia sobre cuentos de hadas que dio en la Universidad de Glasgow en 1938. 

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¿Y qué decir sobre Orwell? Precisamente en 1984, el catedrático italiano Umberto Eco escribió en la Enciclopedia Einaudi, a propósito de la relación entre la semiótica y la filosofía del lenguaje: 

Cada vez estoy más convencido de que, para comprender mejor muchos de los problemas que aún nos preocupan, es necesario volver a analizar los contextos en que determinadas categorías surgieron por primera vez. 

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Aquí reside gran parte del valor de Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia cuando se aborda el tema del autor de Rebelión en la granja y 1984. El entorno que llevó a la creación de estas obras es diferente, claro, del actual, pero perviven de manera lacerante algunas de las condiciones que llevaron al mundo a una época de fascismos que en términos nuevamente de Eco, pueden inscribirse en la izquierda o en la derecha, no importa el signo, pues los caracterizan la intolerancia, la persecución y el miedo.

En el caso de Orwell tenemos un autor que bien pudiera haber sido personaje. Perteneciente a la clase social formada por los funcionarios del gobierno imperial británico en la cumbre de su poder, forma parte de la policía imperial y sirve en Birmania durante cinco años en circunstancias tales que lo llevarían a asegurar que “cuando el hombre blanco se convierte en tirano, destruye su propia libertad”.

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Renuncia a la policía imperial, a su nombre --Eric Arthur Blair-- y a su clase social, y durante años vive en los límites de la indigencia para dedicarse al conocimiento del hombre y a la literatura.

Asimismo, fue testigo del nacimiento y corrupción de utopías que lo llevaron a un desencanto y temor crecientes que fueron cristalizando en una producción literaria en la que Orwell cifra sus esperanzas de detener el mal que en múltiples apariencias prevaleció durante el siglo pasado... y que sigue presenta ahora.

La quema de brujas macartista, nazi o estalinista nos espera --y no me queda más que usar la frase hecha, pero aún precisa-- a la vuelta de la esquina metafórica y literalmente hablando. La verdad se estira, la historia se retuerce, el bien se desdeña.

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Y precisamente a partir de este punto, y citando nuevamente a Eco que en una fuerte crítica a El código DaVinci asegura que la solución a problemas tales como el relativismo y la mentira consiste en “ahogar el mal en abundancia de bien”, reside, tal vez, la más importante de las razones que hacen que Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia sea un libro de lectura obligada.

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La obra aborda en una serie de ensayos de divulgación, pero indudablemente rigurosos, los elementos, la sustancia, que rodea y da fuerza al mensaje que subyace en los libros de George Orwell y JRR Tolkien, dos escritores obligados en la biblioteca mental de cualquier persona que desee suponerse culta en nuestra época y, siguiendo la lógica expresada por Chesterton y Eco, ¿qué mejor antídoto para la mediocridad y la mentira que el conocimiento y disfrute de obras que nos hagan reflexionar sobre el deber, la búsqueda de la verdad, la importancia de la responsabilidad?

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Otra de las razones que tenemos para hacer de Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia una lectura obligada, es que la obra de los escritores que aborda el libro nos abre ventanas a otras realidades, a universos alternos donde podemos ver cómo pudiéramos haber sido, cómo nos gustaría ser, en qué tememos convertirnos. Este ejercicio no es, de ninguna manera, un acto de escapismo intelectual o una evasión; por el contrario, se trata de un serio y muy consciente proceso que nos permitirá experimentar en nuestra imaginación las posibilidades de enfrentarnos a los más grandes retos que cualquier ser humano podría enfrentar.

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Las literaturas fantástica y especulativa nos brindan la oportunidad de vivir miles de vidas, de ejercitar nuestra razón, de ver la importancia e implicaciones que toman nuestras decisiones; nos alejan de la perspectiva lineal, edulcorada, simplona, de los libros de autoayuda y nos encaran con situaciones que no se resuelven con la aplicación de recetas fáciles.

También es importante, desde mi punto de vista, el hecho de que toda obra publicada se somete al juicio público. Lo que escribimos --y publicamos-- ya no es más de nuestra entera propiedad, sino que se convierte en patrimonio público y es éste quien se encargará de juzgarlo, de criticarlo, de adoptarlo. En cualquiera de los casos --la crítica o la adopción-- el autor que publica está aceptando una responsabilidad que trasciende su propia persona.Así como la obra publicada queda sometida al juicio de los demás, también es una obra de generosidad pues nos brinda la oportunidad de asomarnos a la mente, a los pensamientos del otro; es una de las pocas formas --junto con la conversación-- de practicar la telepatía en el mundo real, razón por la cual es necesario que leamos, disfrutemos y comentemos Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia.

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Ante la queja constante de que “en México no hay oportunidades” y los “no se puede”, los doctores Forzán y García Pavón nos muestran que la voluntad y la perseverancia logran recompensas.

Es mucho más fácil rendirse ante el “México que no lee”, ante el “México que no publica” que escribir, coordinar, visitar editores y emplear el propio dinero para editar un libro, pero ni Forzán ni García Pavón cayeron en el desánimo y la publicación de Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia es una muestra de su carácter y dedicación.

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Muchas veces, los alumnos de todas las universidades claman por mejores calificaciones con el argumento “fue muy difícil”. Pues, créanme, la publicación de Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia no fue tarea fácil. Algunos de sus primeros intentos de edición se frustraron ante viajes a Sudamérica, los costos siempre fueron mayores que lo presupuestado, la promesa de entrega siempre encontraba razones para posponerse días o semanas. Pero lo importante es que los autores no desistieron y ahora tenemos el libro en nuestras manos, listo para su lectura.

Y, como respondemos ante esos alumnos, no importa tanto el trabajo como los resultados. Pues bien, en este caso, Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia es una muestra de dificultad, sí, pero sobre todo de resultados, razón por la que debe leerse.Ahora, para terminar mi participación en esta ceremonia, quisiera cerrar con unas palabras de Chesterton que ilustran el espíritu de la creación de Tolkien y Orwell, los mitos y el sentido de la historia. 

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«Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa.»  

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Edgar Lee MASTERS/José Emilio PACHECO

Edgar Lee MASTERS/José Emilio PACHECO

  

Cuatro poemas de Spoon River Anthology

Por José Emilio Pacheco

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1.Taylor el diácono

Pertenecí a la Iglesia
Y al partido que aboga por prohibir el alcohol.
En el pueblo suponen
Que morí por comer sandías,
La verdad es muy distinta:
Me mató la cirrosis.
Tarde a tarde, por espacio de unos treinta años,
Me deslicé al interior de la botica de Trainor
Y me serví una dosis generosa
De un frasco que llevaba la etiqueta
Spiritus Fromenti. *

*Alcohol puro de trigo fermentado.  

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2. Elsa Wertman

Yo era una campesina que emigró de Alemania,
Robusta, alegre, sonrosada, de ojos azules.
Fui sirvienta en la casa de Thomas Greene.
Un día de verano, cuando no estaba su mujer,
Greene entró en la cocina, me abrazó
Y me besó en el cuello.
Intenté rechazarlo
Pero después ninguno de los dos
Pareció darse cuenta de lo que hacía.
Y lloré por lo que iba a ser de mí
Y continué llorando
Al ver que mi secreto era notorio.
La señora Greene me dijo que estaba al tanto
Pero no haría nada en mi contra.
Mujer estéril,
Se hallaba bien dispuesta a la adopción.
(Su esposo le obsequió una granja para aquietarla.)
Se recluyó en su cuarto
Y difundió rumores de embarazo
Y todo salió bien y nació el niño.
Conmigo se portaron muy amables.
Más tarde me casé con Gus Werthman
Y pasaron los años.
Pero en los mítines políticos,
Cuando aquellos sentados junto a mí
Pensaban que la elocuencia de Hamilton Greene
Me hacía derramar lágrimas,
Erraban por completo:
¡No! Yo quería gritarles:
¡Es mi hijo, es mi hijo! 
 

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3. Hamilton Greene

Fui hijo único
De Frances Harris, de Virginia,
Y Thomas Greene, de Kentucky,
Ambos de honrado e impecable linaje.
A ellos les debo cuanto llegué a ser:
Juez, representante en el Congreso, líder político.
De mi madre heredé la vivacidad,
El talento, el don de la palabra;
De mi padre, la voluntad, la lógica, el buen juicio.
Reciban ellos todos los honores
Por los servicios que presté en mi pueblo.

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4. Theodore el poeta

De niño te pasabas horas y horas
Sentado en la ribera del Spoon turbio.
Los ojos fijos en la entrada de la guarida,
Esperando que el cangrejo de río
Saliera y se arrastrara por la orilla arenosa.
Veías primero sus antenas trémulas,
Briznas de paja al viento.
Luego su cuerpo de color de greda,
Adornado por ojos negro-azabache.
Como en trance te preguntabas:
Qué sabe, qué desea, para qué vive el cangrejo.
Más tarde dirigiste la mirada
Hacia hombres y mujeres
Ocultos del destino en sus guaridas
De las grandes ciudades
Y esperaste que salieran sus almas
Para ver cómo
Y con qué objeto viven
Y para qué se arrastran con tanto afán
Por la orilla arenosa en la que falta el agua
Cuando termina el verano.
 

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Edgar Lee Masters 

(1869-1950) Poeta norteamericano, n. en Garnett (Kan.) y m. en Melrose Park (Pa.). Creció en Illinois en un ambiente de ciudad provinciana que describiría en su famosa Spoon River Anthology. Estudió leyes con su padre y marchó joven a Chicago. Consiguió éxito como abogado, pero sin abandonar la pluma. En sus versos imitó a otros poetas, desde los isabelinos a Tennyson y Browning. Al principio publicó sus trabajos con seudónimo, pues temía que su condición de poeta perjudicara su carrera de leyes. Alcanzó puesto prominente en el campo literario al publicar su realista Spoon River Anthology (1915), que contiene 250 epitafios pesimistas al estilo de los de la Antología Griega o Palatina. Escribió también The New Star Chamber (1904), The Blood of the Prophets (1905), The Great Valley (1916), Domesday Book (1920), The New Spoon River (1924), la autobiografía Across Spoon River (1936) y The Sangamon (1942). 

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Antología de Spoon River, por Edgar Lee Masters

por Marcelo Luna

Prólogo

 Abordaré en éste, nuevo ensayo de la Serie Breves, a un autor de lengua inglesa y de nacionalidad americana. Lo tomo como ejemplo de un tipo de poeta que hizo historia con un solo libro. Extraño, pero no insólito, que un hombre o mujer alcance fama y gloria con un solo libro editado de poemas. El mismísimo Dante si no hubiese escrito "La Divina" en lengua toscana, sería algo más que un poeta menor del "dolce stil nuovo". Cervantes, autor de obras teatrales, entremeses, ensayos, poesías, y novelas, sería un modesto escritor español del Siglo de Oro; de no ser por "El Quijote de la Mancha". Un auténtico desconocido en nuestra lengua, a no ser por la traducción de su libro por Alberto Girri. Un solo Libro... Y la posteridad. Ese es el caso de... Edgar Lee Masters.  Y de la Antología de Spoon River.

De un Libro que adquirió fama... por encima de su autor, al que poco se recuerda. 

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Antología de Sponn River

En la mitad de su vida, un oscuro abogado de Chicago, con una profusa e intrascendente labor teatral, poética y novelística; escribe hacia 1913 y editado por Harriet Monroe al año siguiente, un libro excepcional en la poética norteamericana. Lo insólito es que: luego de 1915 y durante el resto de su extensa vida, vuelve a la mediocridad inicial, por más que intente sin éxito una continuación en 1924, el Nuevo Spoon River.¿Qué sucedió?... Se pueden aventurar las más insólitas explicaciones.

A) Conjetura aventurada: Horace Gregory sostiene que la Antología de Spoon River fue escrita en un estado de trance, al estilo de Yeats, que le valió según la Monroe, un colapso nervioso.

B) Conjetura espiritual: Harriet Monroe afirma que la escribió de un tirón en cuestión de días o semanas, deteniéndose para comer y dormir breves horas al día.

C) Conjetura personal: la mía, que sospecha la apropiación por parte de Masters, de un manuscrito escrito por un desconocido, probable habitante del mítico Spoon River que enmascara el verdadero nombre de un pueblo real del Medio Oeste.Tal vez, éste desconocido sea morador del cementerio en la colina y sí así no fuese, el transcribió y recreó un manuscrito, encontrado, vaya a saber dónde. Por su profesión de abogado, mudó en un principio de pueblo en pueblo, y estuvo en contacto con papeles sucesorios, con lo cual no sería nada extraño la génesis del mismo.Eso confirmaría la infructuosa continuación que quiso darle a la Antología en 1924, fallida y sin talento.

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Génesis

 Fuera de éstas verosímiles o no hipótesis, en la antología hay más de 200 poemas escritos como epitafios, de un cementerio ubicado en la colina de un ignoto y tradicional pueblo del Medio Oeste Norteamericano.Escrito en verso libre, cada muerto relata en primera persona como fue su vida, en un lenguaje llano, sarcástico, cruel y humorístico.

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Resultado

 Poesía desnuda y directa, monologada amargamente, decepcionante en su conclusión, con un agudo poder de observación sobre el paisaje, las costumbres y las "gentes de un pueblo chico". Masters repite elementos siempre eficaces en la poesía, enfrenta opiniones cáusticas de cada personaje, enhebra diecinueve historias y no menos de doscientos cuarenta y cuatro personajes con sucesivos epitafios interrelacionados, con observaciones psicológicas, morales y religiosas, siempre ahondantes en el patetismo y la miseria humana. Lo que sí es seguro: es la identificación de quien le sugirió escribir los epitafios, a la manera de la Antología Griega...  Era William Reedy, propietario del Reedys Mirror. También le propuso que fueran personajes que él hubiera conocido, amado u odiado, de su ciudad, Lewistown, Indiana. A mi juicio, demasiadas "ayudas"...

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Misterio

 Queda en pie, saber cómo se inspiró para retratar a casi todos los oficios y profesiones, y si ellos fueron o no reales, apropiados, transcriptos, recreados o construidos de la nada.La viuda de Masters, Ellen Coyne, afirma que la mitad eran personajes compuestos y los otros reales. Alberto Girri, independientemente de si el poema "Theodore el poeta" alude a Theodore Dreiser, escritor y amigo personal de Masters, o si "Emily Sparks" es un epitafio dedicado a su maestra de la elemental, o si "Annie Rutledge" fue en vida el gran amor de Lincoln; dice que queda en pie, inconmovible, el drama personal que cada poema-epitafio sintetiza.

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Análisis

 Por debajo de estos dramas, sostiene Girri, Masters muestra y enjuicia aspectos morales de la vida americana en pueblos sumidos en la estrechez de horizontes, en el puritanismo y la hipocresía. El materialismo y el idealismo, el fracaso, la ruina económica y la mezquindad de los poderosos que concretan sus ambiciones, pero que se equiparan en la Muerte... Son la tónica general. Sus temas, caracteres y ambientes, anticipan a la gran narrativa americana desde Dreiser hasta Sherwood Anderson y Thorton Wilder. Sin olvidar a Tennesee Williams, Norman Mayler y Arthur Miller, que tomaron de Edgar Lee, el cinismo y el dramatismo de sus abominables historias, incestos y abortos incluidos...

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Conclusión

1) Como acerba crítica: muestra la llamada "rebelión de la aldea", la exclusión y la emigración hacia las ciudades, la atmósfera opresiva del entorno campirano, y socava la tradición sentimental del regionalismo "Bayou" norteamericano.

2) Como documento literario: Masters exhibe el escepticismo con que algunos escritores se preguntaban, si el paso de una sociedad agraria a una industrial, merecía el abandono de los valores fundamentales.  Edgar Lee Masters, sea o no el autor de la Antología de Spoon River merece esta parrafada. He aquí uno de los más grandes y solitarios libros de poesía, que retrata a una sociedad peculiar y pueblerina que se aniquila.

Como pocos o ninguno logró crear Spoon River... O el pueblo en que tú naciste. 

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A consultar:

http://www.adamar.org/numero_14/000028.luna.htm 

http://es.wikipedia.org/wiki/Edgar_Lee_Masters 

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Ilustración: The Alcorn Gallery

http://www.alcorngallery.com/CelebratedAuthors/CA.php

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EL SEIS, el Padrote de la Muerte

EL SEIS, el Padrote de la Muerte

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  El Seis nació en la Perra Tapatía. Se inicia a escribir desde su primera Cópula, contaba con 14 años de maldad, la amante fue una hermosa dama llamada: "LA PROSTITUTA COSMICA". Sus estudios los ha realizado en la Universidad, como en las piernas calientes de la ciudad. 

Ha fundado un gran número de trípticos, dípticos, plaquettes, y revistas literarias, de las cuales sólo se mencionan: Tonsol, Pensamiento y Tequila. También ha participado en las más diversas publicaciones, pero la que más le agrada es la revista V.L. 2,000, de la cual fue cofundador.

Ha participado en lecturas en diversos foros; incluyendo la Casa de la Cultura, así como en silenciosos panteones y gloriosos bares. Actualmente distribuye su tiempo en escribir poesía y prosa, y en iluminarse en los Templos de Dionisos, y en arduas peregrinaciones mentales de opium. La mayoría de su obra está recopilada en Ediciones Capaverde, y en cientos de cuartillas olvidadas en las ínfimas cantinas. 

Ha publicado su Obra Literaria a lo largo de algunos estados de este país esquizofrénico, hasta llegar también a otros tantos países del globo terráqueo. Aunque esta cuestión en particular, tiene al autor sin ninguna importancia. Ya que él manifiesta: YO SOY EL ARTE. Para finalizar diremos que el escritor tiene una inclinación psicopatológica por las infantes hermosas de 15 años de pasión. Le gusta que tiemblen y giman cuando escuchen su desgarrada voz.  

E-mail: poetaelseis@yahoo.com.mx         

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LA PSICOLOGA 

« No hay nada mejor en esta vida que una bella dama.» 

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  Cuando la conocí, ella me consideraba un loco; hasta un “ser enfermizo”, depravado. Siempre me miraba con sus reservas, y en ningún momento, profundizaba su vista sobre mis ojos de  muerto. Me huía frecuentemente, argumentando, cualquier razón o sin razón; decía: debo buscar los silencios escalofriantes del universo. Estoy buscando el principio intrínseco de la vida. El poder del universo me aplasta y aniquila, cual una hormiga ebria. Se me quedaba observando con  mucha precaución y hasta cierto miedo. Yo, para ella, era sólo un poeta demente, iracundo y discípulo consumado de Dionisios. Suenan las campanas sus lamentos/Mientras los fieles enlutados se encaminan cual robots, hacia su creador/Los reverendos del metal esperan sus ovejas mecánicas, para aceitar sus cerebros/Alabado sea el Hierro/Bendita la maquina/Aleluya al aceite automotriz /Levantemos la batería al Señor del concreto/.

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   Ella, era la perfección de mujer. De piernas largas y bien torneadas. Ojos como cavernas obscuras y silenciosas. Sus caderas eran el movimiento mismo. Tenía un lunar pequeño en la mejilla izquierda, que la hacía verse más encamable. Estudiaba creo... Psicología, en la Universidad del Estado. Era introvertida, y un poco “altanera”, bueno... eso decían sus condiscípulos. Los ecos de Freud, taladran las consciencias/Mientras los hombres como autómatas se dirigen al pabellón de la locura/Sueñan los seres en símbolos dispersos y complicados, mientras el subconsciente se carcajea/Los dolores antiguos aparecen entre las nubes del pensamiento, y encadenan a los “sujetos urbanos”, y estos, con algunos “venenos espirituales”, alejan de sí, la cascada del sufrimiento.

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   Nunca el “destino” nos unió, ni las probabilidades nos acercaron jamás. Fue un día lluvioso, cuando me dije: voy por esa mujer de pelo ensortijado. Llegué en cuasi estado de ebriedad, más una píldora de esas que nos hacen olvidar que existimos, me dirigí a ella, la belleza. Me gusta tu lunar obsceno, creo que le dije. No me contestó, sólo se me quedo mirando. No me palpitaba el corazón, porque, creo que no tengo; sólo se escuchaba el sonido de una maquina recién prendida. Yo no era la perfección estándar del hombre guapo; más bien mi atractivo era mi mirada de “locura, de demencia”. Eres muy especial, y bellísimo, exclamó en tono sereno la dama. Mis ojos eran antorchas en la madrugada/Mis manos ramas de algún árbol, donde corre la savia, como una maldición/Y mi rostro era el terror mismo/Afuera, allá donde se termina lo posible, una luz azul, me envolvía con su tristísima belleza/Era el hombre más perfecto...

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   Te amo, me dijo. Yo no contesté nada. Sólo nos encaminamos por las calles torcidas de la ciudad, buscando un lugar privado, donde tocarnos el cuerpo, donde fundirnos en uno, donde pertenecernos, donde ser la unidad, donde... copular todo el día. Queríamos alejar el sentimiento de “angustia universal”, “aniquilar la soledad”, “dejar de temblar ante las vicisitudes del vivir”.   ¿Crees qué el sexo nos espante los demonios?   No lo sé.   ¿Me quieres?   No lo sé.   La vida, y todo lo que ésta implica se carcajeaba.  

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«Yo soy el Arte/Yo soy el Proxeneta de la Parca»

EL SEIS 

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Ilustración: Denis CHIASSON

http://www.webstergalleries.com/chiasson.htm

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