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Revista Literaria AZUL@RTE

Manuel LOZANO/EL ORO DE LOS TIGRES

Manuel LOZANO/EL ORO DE LOS TIGRES

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Manuel Lozano nació en Córdoba, Argentina. Es escritor (poeta, narrador, crítico literario y ensayista). Ha cursado estudios de literatura y lingüística en Europa. Es “Master en Historia de la Cultura Argentina” (Escuela de Administración Cultural -E.D.A.C-, Bs. As.), habiendo recibido la máxima calificación (10) y la medalla “Victoria Ocampo”, por su tesis “El enigma Silvina Ocampo. La Paradoja y lo Sublime”. Concluyó, en 1998, el “Master en Comunicación”, en la Fundación de Altos Estudios en Arte y Comunicación (F.A.C.U)…http://www.islabahia.com/PlumasSelectas/manuellozano/00principal.asp    

E-mail : manuel_lozano@arnet.com.ar 

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PROSA 

ÉXTASIS Y RESURRECCIÓN DE SANTIAGO DABOVE: ESA FEROZ CRIATURA QUE ATRAVESÓ EL RELÁMPAGO

«Sus ojos son llama de fuego, y en su
cabeza lleva muchas coronas con un nombre
escrito que no sabe sino él mismo...» 
Apocalipsis XIX, 12

«To the clear day whith thy such clearer light,
When to unseeing eyes thy shade shines so!» 
William Shakespeare, Soneto XLIII
 

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¿Cuál es la representación ulterior, el diseño más fiel que nos queda de un rostro, acaso el perdurable, el verosímil, cuando ese rostro ya es polvo, o ni siquiera eso? Plotino se negaba a la vanidad de ser reproducido en erróneos retratos que delataran al porvenir (también dudoso) la forma sensualizada de unos labios, dos ojos empeñados en traducir este universo insoluble, tal vez la extraña reminiscencia de una nariz griega. Menos cerca de los dictámenes de Pirrón de Ellis que de las proposiciones de Berkeley, veía de este lado las sucesivas o concéntricas ramificaciones del mundo ilusorio que no era sino otra de las formas de un yo hecho de escorias y cenizas.

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El irisado Leonardo escribiría, siglos más tarde, que cumplidos los cincuenta años cada hombre tiene la cara que se merece: una especie de cartografía individual, un definitivo censo de premios y derrotas, su propia efigie gastada por él y por los otros bajo incontables días. En un desconocido texto sobre Montaigne y Whitman, Borges se pregunta:

“¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara?”, para indagar a continuación en esas “extensiones mágicas o divinas del principio de identidad”.

¿Cómo dibujar, en el espacio y el tiempo que me toca, un retrato de mi cercano Santiago Dabove, nacido y muerto en un mítico Morón del que ya nadie habla? 

¿Empezar por las malditas - y por qué no erróneas- fechas que la lápida y los diccionarios registran: 1889-1952?

¿Escudriñar la conjunción de agonía, crueldad y metafísica del extrañamiento que prefiguran los relatos y poemas de “La muerte y su traje”, su único libro?

¿Recordar (o entrever la nostalgia del recuerdo) de las incalculables tertulias con su hermano Julio César, Enrique Fernández Latour, Macedonio Fernández, y a veces un dentista de apellido Roccatagliata, en esa habitación destartalada de Morón que el mismo Macedonio alquiló frente a las vías del Ferrocarril Oeste para estar cerca de los Dabove, y que bautizó luego con el insólito nombre de “El Tríquio (con pelos y señales)”, habitación donde nació “El Zapallo que se hizo Cosmos”?

¿Acaso hablar del violinista más solitario del mundo tocando el instrumento sin el arco como si fuera un laúd, con las manos trasvasadas por enfermedades incurables e invocando a la Nada (sólo a la Nada podía invocar Santiago) por su muerte total?

¿O entrar, minucioso y secreto, en los complejos y altos alminares donde el testigo aún nos narra la terrorífica pero espléndida catábasis de “Finis”?

¿Mirar al poseído recorriendo su vieja casa como un rehén -al cabo de un tiempo todo poseído se convierte en prisionero-, y repitiendo aquello de Hafiz: “Soy; mi polvo será lo que soy”, y tantas otras cosas que el olvido borró “en la carrera de todos hacia abajo”? 

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Estas preguntas contienen verdades parciales de alguien que en la tierra se llamó Santiago Dabove y que, por fortuna del azar, jamás mereció el precario epíteto de “clásico”, ni integró las deleznables e insuficientes listas del “canon oficial”. Todo retrato implica una agonía imposible, y sólo la dimensión imaginaria de los textos del escritor pueden aproximarnos a sus máscaras. 

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Cuando visité por primera vez a Borges en su laberinto (el ya mitológico departamento de la calle Maipú), yo era un adolescente obsesionado, entre muchas otras cosas, con aquella terrorífica línea de uno de sus poemas sobre Buenos Aires, línea que sentencia: “...Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor de los pecados que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa”.

¿Quién era esta criatura abismal y abismada, cuya presencia me depararía una serie de revelaciones a lo largo de los años? ¿Quién, ese anarquista coronándose de espinas frente a la desesperada inutilidad de los objetos del mundo? No resulta azaroso que Borges descubriera en casa de los Dabove siempre los cajones de los muebles a medio abrir y curiosamente vacíos. Julio César Dabove, médico y escritor, fue la puerta de entrada a la obra de Santiago, que coincidía con su hermano en aquello de que la vida es la cosa más atroz, y que engendrar un hijo es condenarlo a la más profunda miseria. Borges sentía, aún en 1983 y 1984, la presencia amistosa de los Dabove, su legendaria y nutriente hospitalidad. Borges, el verdadero descubridor de Dabove (publicó inicialmente sus relatos en el suplemento de “Crítica” y en “Anales de Buenos Aires” en la década del ´30, incluyendo diez años después el relato “Ser Polvo” en la Antología de la literatura fantástica, escrita en colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo), recordaba a un Santiago que, como Mark Twain o Emily Dickinson, casi nunca salía de su casa (hablaba, naturalmente, de Morón) porque opinaba que los avatares de los viajes no son necesarios para la obra literaria, menos aún para la vida. Una sola excepción mencionada por Borges: “...y fuera de algún viaje al sur de la provincia de Buenos Aires...” 

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Santiago Dabove se me presenta, por sobre todo, como un maestro oral en la tradición de Cristo, Sócrates, Orfeo, Pitágoras o el Buda. Acaso -¿por qué no?- como un maestro druida. Es sabido que, al igual que Macedonio, regalaba cuentos y poemas para que otros lo escribieran, influido seguramente por aquello de que “la letra mata y el espíritu vivifica” (Borges cuenta al principio de “La intrusa”, que la primera versión le fue dada por Santiago; análogamente “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, la teología de Hakim, “El Estupor”**, e incluso no pocos cuentos de puñales del maestro argentino tienen reminiscencias del universo de Dabove). 

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Los veintinueve textos de “La muerte y su traje” son el mismo espíritu del manantial que entrevió Mallarmé. Porque “Todo fluye de manantial... y el esplendor tiende a fundirse en la pureza total del cauce”. El genial conversador, el irreprochable amigo, el devoto de la muerte y sus metamorfosis, el caústico humorista y el cínico empedernido, están en ese única e imprescindible obra de nuestro tiempo. 

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Todos ellos se asemejan a Santiago Dabove. Todos ellos se mutilan y se alejan de sí mismos en una desgarrada orgía carnavalesca para volver a crearse. En aquellos años en que yo visitaba a Borges no sospechaba siquiera, no podía sospechar, que algún día escribiría el primer estudio sobre la obra integral de Santiago Dabove. La escritura de ese ensayo me deparó una incalculable felicidad, siempre afín a la literatura, y no fue sino un reencuentro más con el amigo querido. Cito un pequeño fragmento del final del mismo: “Al igual que esos lujosos y extrañísimos juguetes de la geometría no euclidiana -los fractales-, que nacen y se deconstruyen cada vez, o acaso como el Mälström, esa corriente marítima del Artico hecha de torbellinos espiralados y de negras lluvias reverberantes, caníbales, así se nos presenta el universo de Santiago Dabove: esta feroz criatura que atravesó el relámpago, que lamió su llaga (como quiere René Char), que entrevió la Vigilia y entró, ya para siempre. Santiago Dabove es nuestro precursor, nuestro actual, un ingobernable futuro. Es un gran Ojo Escrutador. 

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¿Por qué no sumar a estas palabras dos palabras más, acaso claves: El Testigo?” Junto a las plantaciones de una eternidad en la que se repliega y se expande, en la que nos sobrevive, Santiago Dabove ensaya su postergada novela sobre un Morón de duros guapos y de errantes metafísicos. Santiago Dabove, que sabe ahora que el rostro de Cristo es idéntico al del grabado de Holbein, realiza extraños viajes. Juega con los dados de esa eternidad.

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POESÍA  

MUJER EN TRANCE POR LA HUIDA
DE LAS ESTRELLAS FUGACES

(Miró, 1969)

Desnuda música en el resplandor de los cráneos.
Las dunas huyen entre carcajadas.
Robo legumbres de mi impostura.
¿Cómo sería la aurora
de los amortajados bajo el viento?

La sangre es la pocilga de esta soledad.
Los caparazones fijan en la piel
otros tatuajes.
¿Cómo sería la aurora
de los amortajados?
¿Cómo sería mi  amortajado
bajo el viento?
Alveolos que caen,
criatura durmiente,
la reina exhuma vidrios
del carro de la sed.
¿Cómo palpitar
sin calcinarse en la lluvia?
  

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CONSTRUCCIÓN ALEGÓRICA SOBRE
EL VIENTRE DE LA ARAÑA

«La araña que atrapas con la mano,
Y está en palacios de rey.»
Proberbios, XXX, 28

Me arrojan a paredes, me sumergen, me sepultan
donde nunca he de estar,
allí mismo donde irrumpen las crueles dinastías
de fantasmas,
el deseo y sus aves de marfil.

Éramos el tiempo de la dicha.
La luz languidecía entre las arpilleras
y los objetos carnívoros y los estibadores.
Mi brazo arranca piedras de tu sexo.
El tacto diminuto sube por las pieles
hasta hacer del amor la grandiosa impostura.
¿Quién, pero quién arroja el saldo
de tu desesperante errar por la noche?
¿Por qué no confiesan el asco de volver
con un grito sobre las plumas de mi carne,
la soledumbre, las babas, el temblor?

Serán membranas revelándose
ante una cueva de forajidos, tatuados
en las cámaras del odio.
Hoy se extinguen los silenciadores.
Bajo cualquier mutación, entreabierto,
se retuerce un latido, desvaría,
como la puerta avara en los ojos de una loca.

Está crucificándose este gesto
sobre el pedernal desollado
en que colocan tu cadáver.

Hazme una señal.
Repliégame entre los alcatraces
para despedazarme de a poco.
¡Mamparas anómalas del hambre,
pezones cortados en la guerra!
Te recogerían, lo sé, aquellos súbditos
con sus sacos de lluvia
como al dios de la leyenda,
o tal vez como a Lázaro en el alba del terror.

Espumarajos salen de esta boca.
Incrústame, coagúlame
en el ruinoso zaguán de los exilios.
¿Toda plegaria es un perverso guijarro
contra la pasión y la fuga?
La vagabunda tiene el cuerpo de los profanados.

¿Han de envolverla, al fin
con las fisuras de mi transparencia?
¿Cómo un quejido entre las risas?
Curtida en el sordo ronquido de la emboscada,
invadida por tenues mareas de otro adiós,
escupe el veneno hasta nosotros.
  

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EN EL ÓVALO CLARO

(Kandinsky, 1925)

El viejo animal se revuelca en los charcos.
La lluvia trae historias de ahogados
y no hay, no habrá testigos.
¿Con qué pelaje aguardo el alba de mis noches?
¿En qué lindes seré intruso de un carnaval de piojos?

Farfullan los huéspedes.
Cantas con los escombros
para adormecer la navaja.
Díganme ahora si el disfraz
preside las sesiones.

  
ARRANCADA EN LOS JARDINES DE SCHOUBRACH

«...una rosa arrancada en los jardines
de Schoubrach»
Nerval, Aurelie

Música de altas ciudades

Telas sobre la prohibición, sobre la lucidez.
¿Por qué interrumpen cuando la voz se suelta?
Siempre la multitud uniría el grito a la danza.
¡Qué delicioso comprender la vejez de tus mayores
casi junto al sepulcro!
Cuando soy yo el que alarga su sombra,
esta sombra, las guirnaldas del pozo
enervan determinados recovecos
donde desaparecer.
Las raíces regresan para incrustarse
en el marfil de las premoniciones:
¿será blanco ese umbral?
¿Habrá agujeros cayéndose
al mismo tiempo que los cuerpos?
¿Encontrarás arcoiris para profanar tu olvido?
La madriguera -al instante- es un caleidoscopio.
Y es el color de los despojos quien rearma
la figura entre los intersticios.
Y es así como se abren los sellos
en medio del relámpago,
a fin de saber la bendición
cuando arrojas las llaves a la tierra.

http://www.islabahia.com/PlumasSelectas/manuellozano/00principal.asp  

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 Ilustración : Siegfried Woldhek - http://www.woldhek.nl/

1 comentario

JULIA SAENZ HAYES -

Los felicito por este sitio estupendo, y por publicar al excelente escritor argentino MANUEL LOZANO, una de las voces más potentes y reveladoras de la actual literatura escrita en español. ¡Sigan publicando a MANUEL LOZANO! Es un inmenso placer recorrer su obra. Quiero más textos de él.
Besos.

Lic. Julia Sáenz Hayes