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Revista Literaria AZUL@RTE

Andrés HENESTROSA/Adolfo CASTAÑÓN

Andrés HENESTROSA/Adolfo CASTAÑÓN

Andrés Henestrosa: El hombre que dispersó su sombra

por Adolfo Castañón 

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Este 30 de noviembre, el escritor istmeño Andrés Henestrosa cumple cien años. Hijo del rumor de la revolución y las promesas del vasconcelismo, enamorado de la lengua y sus raíces ancestrales, poeta, narrador, ensayista, orador, historiador y filólogo, Henestrosa se ha hecho merecedor, a través de libros como Los hombres que dispersó la danza , de un lugar de honor en el horizonte cultural mexicano. En el presente ensayo, Adolfo Castanón analiza el incansable trabajo de erudición del decano de nuestras letras. Así, lo festejamos.

A Francisco Toledo.

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I. Preludio

Antes de 1913, fecha en que se inaugura el Canal de Panamá, la zona del Istmo de Tehuantepec, con el puerto de Salina Cruz abriéndose hacia el océano Pacífico, era un verdadero corredor donde se cruzaba gente de toda raza y ralea: indígenas de Chiapas, mexicanos de Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán, europeos —franceses, británicos, daneses, alemanes— de todas las latitudes, centroamericanos y norteamericanos, asiáticos y aun africanos. Era y es el Istmo como la otra cara de la moneda del Caribe, una suerte de anchuroso y feroz corredor selvático donde se van combinando las siete sangres de la raza americana. Ese paisaje cosmopolita a su vez se compagina con una profunda identidad cultural de la región que llega a asumirse como una nación singular y eventualmente prometida a la autonomía y a la soberanía. Del Tratado McLane-Ocampo de mediados del siglo XIX, a las reflexiones de los generales Lázaro Cárdenas y Joaquín Amaro, “acerca de nuestra situación frente a la guerra actual” en los años cuarenta del siglo XX, el Istmo de Tehuantepec ha sido como un nervio sensible del cuerpo nacional mexicano. Un fruto sensitivo de ese árbol legendario es el escritor, ondulante y diverso, Andrés Henestrosa.

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II

Nace Andrés Henestrosa en el pueblo de San Francisco Ixhuatán, en el Istmo de Tehuantepec, en el seno de una familia donde conviven las tres sangres substantivas de México: la india, la blanca, la negra, además de la huave y la filipina. El año de su nacimiento es el de 1906, el mes noviembre, el día 30, al mediodía. “Soy un grito: el grito de Martina Henestrosa al darme a luz repentinamente”, dice Andrés en las primeras líneas de su autobiografía inédita. Nació a mediodía, a la hora en que, según algunos, vienen al mundo los locos. Al parecer, tenía prisa por ser alumbrado. Su madre lo parió en menos de diez minutos, mientras su padre iba por la comadrona que llegó cuando ya había concluido el trabajo y le había cortado al recién nacido el ombligo con la mano del metate.

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Cuando Andrés tiene cinco años, a fines de 1911, Martina, Tina Man, su madre ya viuda de un Andrés Morales precozmente fallecido, lleva a la familia al rancho que se encuentra entre Ixhuatán y el mar. Vive ahí, en descalza libertad, una infancia feliz y salvaje. Más de un lustro de contacto con los imanes del edén.

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El vasto horizonte, los arroyos, el río Ostuta, la vegetación, los rebaños de ganado cebú rumiando a la orilla del mar, los delfines (hay un esqueleto de cetáceo en la Casa de la Cultura que hoy lleva el nombre del escritor en su pueblo natal), los flamboyanes y los flamingos tejen en la memoria nativa del niño una serena malla encantada de la que beberá fuerza y aliento. Ahí pasarán los seis hermanos y la madre seis años encerrados y cuidándose como podían de los rebeldes y de los saqueadores, tiempo en que el niño Andrés bebe a grandes sorbos el agua pura de la memoria popular y la todavía más prístina del olvido en la naturaleza. En 1918, a los doce años, una gitana o húngara —como les dicen allá— le dijo que viviría catorce veces seis años. También le pronosticó que se iría de aquel pueblo a otro que estaba muy lejos, más allá de las montañas y de los mares. Le pronosticó que cambiaría de ropa y se pondría zapatos, corbata y sombrero, que llevaría libros bajo el brazo, que aprendería otro idioma y que sería famoso. “Tres eran las húngaras, la madre y las dos hijas. Las enaguas floreadas y hamponas; aretes, collares, anillos, pulseras de oro doble u oro hechizo. Una era la mera Preciosilla de Cervantes. Las miro ganar la calle hablando una lengua ajena” (A.H., Divagario, p. 241).

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Su madre es presencia decisiva. De esta india blanca (circunstancia común en el Istmo de Tehuantepec, sembrado de descendientes de desertores y de filibusteros europeos) aprende la lengua materna —el zapoteco—, junto con las tradiciones y leyendas indígenas. Henestrosa está emparentado con una familia de prosapia política y literaria: los Pineda, cuya figura más conocida es el político liberal Rosendo Pineda (1855-1914), hombre de las confianzas del general Porfirio Díaz. Andrés ha referido —no sin cierta coquetería— que el apellido Henestrosa lo llevaron el Marqués de Santillana y los dos Garcilasos. La abuela materna no era tan pobre si podía vender en una sola operación mil reses de un mismo color. De esos años felices, retendrá trozos de poemas y aires fragmentarios de canciones que luego recordará el niño vivaz, travieso y pendenciero.

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Andrés Henestrosa llega a la ciudad de México el 28 de diciembre de 1922 a buscar a José Vasconcelos Calderón (1881-1959), entonces secretario de Educación Pública durante la presidencia de Álvaro Obregón, para pedirle —asistido por un intérprete que le traduce del zapoteco al español— una beca. Sale de esa oficina con una inscripción extemporánea en la Escuela Nacional de Maestros y con los brazos cargados de los célebres clásicos verdes que auspició Vasconcelos —otro oaxaqueño como él, como Juárez, Díaz, Flores Magón; otro descendiente indígena como Morelos, Ramírez y Altamirano. Aunque Andrés puede descifrar el español escrito, no lo domina. Su madre le ha leído allá en el pueblo a Juan de Dios Peza, a Juan A. Mateos, a Amado Nervo y a Gustavo Adolfo Bécquer, además de haberle referido muchas de las historias que él recreará en el breve libro milagroso que publicará unos años más tarde: Los hombres que dispersó la danza (1929). (Es menos sabido que en 1911 el niño que fue Andrés viajó a la ciudad de México a los cinco años, en compañía de su abuela, para hacerse un tratamiento de inyecciones contra la rabia pues lo había mordido un perro enfermo. Como dato asombroso consta que la abuela no sabía español ni sabía leer ni escribir, y que el niño, aunque no dominaba el castellano, ya descifraba precozmente los signos del alfabeto y pudo orientarse como un cachorro de coyote en la ciudad.) En ese infausto 1911 se encontrarán la abuela y el nieto en la ciudad con su doliente padre, Arnulfo Morales, quien poco después morirá en Juchitán.

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Más tarde, en Juchitán el niño Henestrosa trabaja en un establecimiento cuyo patrón —Juvencio Arenas— le tenía ordenado dar una copa de mezcal todo los días a una anciana analfabeta de cien años llamada Tona Ta'ti, Petrona Esteva, quien —con Juana la Cata— había sido una de las dos mujeres oaxaqueñas de Porfirio Díaz.

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Al joven Andrés todo le interesa y llama: la vida secreta de las plantas, las historias de amor entre las flores, la fábula de las abejas, la saga del conejo y del coyote, el poema de la piedra y de la luz, las historias y sucedidos que cuentan los ancianos en la penumbra, la carrera a galope tendido y a pelo sobre un caballo por la playa, a las orillas del mar.

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III

Al llegar a la ciudad de México, la mañana del domingo 28 de diciembre de 1922, día de los Santos Inocentes, el cándido Andrés Henestrosa trae en los oídos el rumor de la Revolución y el zumbido de las promesas vasconcelistas. No es el único niño indígena que anda en la ciudad de México por aquel entonces. El gobierno del general Álvaro Obregón acaba de abrir un albergue para estudiantes indígenas en la ciudad.

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Los primeros tiempos del joven y angélico Andrés en la ciudad de México son de aventura y azar, encuentros y lecturas afortunadas. Inicia e interrumpe sus estudios en la Escuela Nacional de Maestros, en la preparatoria y luego prosigue en la universidad estudiando leyes y letras. Lleva una vida azarosa y sin cálculo, atenta a la cacería del instante, a veces sin tener qué comer, a veces sin saber dónde dormirá al día siguiente hasta que lo adoptan como protegido genial, primero, el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1895-1971) y luego Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), quien decide darle una formación literaria y lo lleva a vivir a su casa para traducirle noche a noche y de viva voz obras del inglés, el francés y el italiano. Por azar, gracias a Rodríguez Lozano, se hace de los libros con que Pedro Henríquez Ureña preparó su Antología de la versificación rítmica. Estas lecturas selectas lo ayudan a consolidar su dominio soberano del castellano. Vive en casa de Antonieta meses decisivos, desde fines de 1927 hasta febrero de 1929. De ahí sale para encontrarse con el candidato a la presidencia José Vasconcelos, de cuyo estado mayor forma parte, junto con Mauricio y Vicente Magdaleno, Alejandro Gómez Arias y Adolfo López Mateos, entre otros. En todos estos episodios, Andrés se mantiene a flote gracias a la vivacidad de su ingenio y a su lengua afilada y certera que no perdona jerarquías ni apariencias y lo mantiene en vilo como un ángel, divirtiendo y divirtiéndose.

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También lo mantiene a flote su alegría contagiosa, su gusto por vivir y convivir en fiestas y convivios de los cuales suele ser el alma musical en virtud de su asombrosa memoria de trovador que sabe recordar canciones como Sherezada sabía cuentos.

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Siete años después de llegar a México con sus pertenencias metidas en una funda de almohada y veinte pesos en el bolsillo, en 1929, Henestrosa publica el libro legendario Los hombres que dispersó la danza. Pasa al estado escrito la obra en que da su versión del ciclo legendario zapoteco: Binigulaza —una suerte de Popol Vuh de los indios de Oaxaca— a instancias de su maestro Antonio Caso. Muchos de los textos los dicta o escribe en casa de Antonieta Rivas Mercado, quien antes de irse encuentra la forma de pagar la edición. El libro tiene su fortuna. De Bernardo Ortiz de Montellano a Luis Cardoza y Aragón se corre la voz de la existencia de una obra milagrosa. Se funden en su fragua una sintaxis serpenteante en un léxico sencillo y luminoso y una entonación nítida y aérea que dan vida a unas siluetas de fábula —flores, piedras, animales— como si las tierras de Oaxaca hubieran sido propicias para que renaciera en ellas Esopo o La Fontaine. A muchos —por ejemplo a Octavio Paz— “había encantado su pequeño libro, Los hombres que dispersó la danza, Colección de Leyendas Zapotecas” (O. Paz en: A. Henestrosa, Retrato de mi madre, p. 11). La obra se inscribe en la línea de evocaciones indígenas como pueden ser La tierra del faisán y del venado (1922) de Antonio Médiz Bolio, Canek (1940) de Ermilo Abreu Gómez o, más tarde en las vastas latitudes americanas, las obras de José María Arguedas o Leyendas de Guatemala (1930) de Miguel Ángel Asturias, y en sus páginas alienta un aire fresco como venido de Oriente (“donde gusta hacer nido la alegre bondad de los cuentos”, como escribiría Agustín Yáñez).

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También cabe apuntar que el propio Abreu Gómez caracterizó así el estilo de Henestrosa: “Del arte de escribir de Andrés no hay que decir sino que lo domina con instinto primitivo. Su lenguaje es pobre, más lleno de savia y de sabor. Escribe en lengua; quiere decirse con más recursos hablados que escritos. Su sintaxis es irregular; sus frases, a veces, se telescopian, como buscando calor para no salir solas y perderse. Los adjetivos son escasos y los diminutivos no existen. Tiene el sentido de las proporciones y del equilibrio. Escribe cuando le da la gana y lo hace con trabajo, como venciendo repugnancias interiores. Es que piensa y siente en indio. El concepto y la imagen se le presentan en zapoteca. Tiene que luchar por traducirse a sí mismo. De la síntesis de su lenguaje interior tiene que ir al análisis de su lenguaje exterior. En este tránsito sufre. Los ojos se le hacen más chiquitos, balbucea alguna palabra juchiteca y empieza a llenar cuartillas. Cuando ha terminado de poner en el papel lo que quiere, viene la tarea terrible del artista inconforme que anhela arreglar las palabras con gusto y disposición. Su tenacidad vence las dificultades. La emoción no se evapora, antes queda presa en las páginas que compone”. Por aquella época, los poetas y escritores surrealistas como Benjamin Péret, Blaise Cendrars, Antonin Artaud y Michel Leiris supieron interesarse en las tradiciones y leyendas de los pueblos indígenas de América y África. Por su parte, el alemán Leo Frobenius (1873-1938) publicó en la serie de leyendas de la Revista de Occidente un Decamerón negro en el que Andrés Henestrosa dice haberse inspirado. Otros autores entre los que cabe alinear Los hombres que dispersó la danza son Francisco Rojas González y Ricardo Pozas, quienes en El diosero (1952) y La negra Angustias (1944) buscan expresar la mentalidad indígena mexicana. Henestrosa ha expresado alguna vez que la lectura de los primeros libros de Rabindranath Tagore, como los titulados La luna nueva (1913) y Los cuentos de las piedras hambrientas (1916) dejaron alguna huella en la escritura de Los hombres que dispersó la danza. Pero si había una atmósfera propicia para la lectura y escritura de leyendas en la literatura mundial, también hay que decir que Andrés Henestrosa se viene a inscribir en una tradición nacional de literatura indígena en el Istmo —como advierte el pintor Francisco Toledo—, a la que pocos años después él mismo sabrá dar voz a través de las revistas Neza y Didza. Uno de los escritores cercanos a ese proyecto es Gabriel López Chiñas, quien tiempo después editará El zapoteco y la literatura zapoteca del Istmo de Tehuantepec (1982).

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IV

Cuando Henestrosa publica en 1929 Los hombres que dispersó la danza, la ciudad de México es todavía relativamente pequeña y apenas tiene un millón de habitantes. Hace siete años que Andrés ha llegado a México. Ha dejado de ser un desconocido, y el pintor Manuel Rodríguez Lozano y la escritora Antonieta Rivas Mercado lo adoptan y lo hacen entrar en su mundo como hermano menor, amigo y cómplice. Vive en casa de Antonieta durante varios meses y ahí conoce a Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, Julio Castellanos, Julio Jiménez Rueda, entre otros. Antonieta Rivas Mercado le traduce en voz alta al niño faústico que fue Andrés Henestrosa obras de André Gide, James Joyce y otros contemporáneos.

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1929 es también el año en que se inicia la campaña de José Vasconcelos en busca de la Presidencia de la República. Es un momento decisivo para muchos mexicanos que ven renacer en Vasconcelos las ilusiones que casi veinte años antes despertara Francisco I. Madero. Pero sobre todo será momento clave para quienes, como Andrés Henestrosa y Herminio Ahumada, formaban parte del estado mayor del candidato a la Presidencia. Pero José Vasconcelos, como se sabe, pierde y tiene que ir al destierro durante más de diez años (1929-1940), y sus amigos y seguidores deben buscar trabajo donde lo haya. Henestrosa tiene una lengua afilada que le abre el mundo y le granjea simpatías, pero también enemistades. Del presidente Pascual Ortiz Rubio dice que es un hombre tan calculador que hasta la tibia la tiene fría. Y a un Carlos Chávez que se enojó porque al concluir un concierto alguien le gritó “¡Beethoven!” por su parecido con el músico alemán, le comentó: “¿Qué hubiera pensado Beethoven si alguien le grita: ‘¡Chávez!'?”, según consignó Alfonso Reyes en su Anecdotario.

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V

El jueves 18 de julio de 1936 —el mismo día en que cae la República en España— Andrés Henestrosa, becado por la Fundación Guggenheim, sale de México a Estados Unidos donde lo acoge Antonio G. Solalinde y conoce al antropólogo Franz Blom, a quien volverá a ver en México para presentarlo con Gertrude, mujer de Franz toda la vida. En 1938, Alfonso Reyes se lo encuentra en Nueva York con Federico de Onís, Eugenio Florit y Jorge Mañach. Por entonces, Andrés Henestrosa es conocido por una pasión: los libros que compra, carga, lee, presta y toma prestados y escribe. Bécquer, Azorín, Unamuno, Antonio Machado, Pío Baroja son algunos de los autores españoles que devora y, entre los hispanoamericanos, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí, Juan Montalvo, José Enrique Rodó, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, para no hablar de su adicción a las rarezas de la bibliografía mexicana y simili-mexicana ni de sus admirados amigos José Bergamín o Pablo Neruda. Ambos, pero sobre todo el chileno, quedarán fascinados por la memoria voraz de Henestrosa quien, al conocer al autor de Crepusculario, lo sorprendió recitándole de corrido los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Esa memoria adhesiva selló para siempre su amistad. Al igual que otros mexicanos de la época, como Daniel Cosío Villegas o Manuel Gómez Morín, o los escritores de la llamada generación de 1915, Andrés Henestrosa está, por así decir, cautivado por una época y por sus hombres: la de la Reforma y la Intervención, época iluminada por figuras como la de Benito Juárez, Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez, con quienes Andrés Henestrosa siente la afinidad de la sangre mestiza e indígena y comparte, al menos con los dos primeros, el hecho de haber aprendido tardíamente el español. Esa admiración lo llevará más tarde a hacerse amigo del historiador norteamericano de ascendencia alemana Ralph Roeder (1890-1969) —autor de una biografía monumental de Benito Juárez (1947), traducida al español por él mismo, y antes de El hombre del Renacimiento (1933)— y de su esposa Fanny. Más acá, cabe decir que Andrés Henestrosa es un escritor liberal del siglo XIX extraviado en el siglo XX, como lo fueron en cierto modo Daniel Cosío Villegas o el investigador Boris Rozen, admirable editor de las obras completas de Altamirano, Ramírez y Payno.

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VI

Andrés Henestrosa practicará, por así decirlo, el indigenismo en primera y segunda personas. Con esa mirada y con un vivaz sentido histórico leerá a los cronistas de la Conquista y de la Colonia: a Bernal Díaz del Castillo y a Bernardino de Sahagún y también, por supuesto, a los cronistas de Oaxaca como Francisco de Burgoa y Juan de Córdova. Entre 1935 y 1937 funda y dirige la revista de cultura zapoteca Neza, síntoma de que su proyecto literario no está aislado y de que Henestrosa pertenece a un conjunto de escritores desvelados por el porvenir de la literatura nacional del Istmo. Sale a Estados Unidos el mismo día en que estalla la Guerra Civil en España. En California lo recibe el ya mencionado filólogo español Antonio G. Solalinde (uno de los amigos de Alfonso Reyes), quien en su casa sigue la guerra civil marcando sobre un mapa pegado en la pared la evolución del conflicto a través de las tachuelas rojas que señalan al Ejército Republicano. Dos años después, de regreso en México, se cruza con un Octavio Paz de veinticuatro años, quien le pide una colaboración para el número inicial de la revista Taller, fundada por Efraín Huerta, Rafael Solana y él mismo: “Le confié nuestro proyecto —dice Paz— y le pedí que nos diese una colaboración […] Se me quedó viendo, sacó de una bolsa unas páginas y me las entregó diciéndome: Lee esto. Era un fragmento de una carta a una amiga norteamericana (Ruth Dworkin). Era también, para emplear la expresión de Reyes, un arranque de novela. Mi seducción fue instantánea. Le pedí que me diese esas páginas para el primer número, y al día siguiente se las entregué a Solana”. Se trataba de “Retrato de mi madre”, un breve relato donde Henestrosa logra evocar su paisaje nativo y substantivo, su mundo interior.

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Un poeta amigo me ha hecho ver que en ese relato Henestrosa recuerda: “Un día dije de las tehuanas y juchitecas que caminaban en verso, que su andar era la poesía del movimiento…”. No sería extraño, me dice el mismo amigo, que Octavio Paz hubiese tenido en mente esa frase que daría título a Poesía en movimiento, la célebre y controvertida antología colectiva.

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Por esos años, Henestrosa hace amistad con muchos de los escritores refugiados republicanos que vienen a México. Es la otra Nueva España compuesta por José Bergamín, León Felipe, Pedro Garfias, Juan Rejano, Antonio Ross, José Herrera Petere, Francisco Giner de los Ríos, entre otros. Si en sus primeros años la influencia y el aliento del maestro hondureño Rafael Heliodoro Valle había sido decisiva, a fines de los años treinta, hace amigables lazos con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, con el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez y con mexicanos como Renato Leduc y Juan de la Cabada, con quienes comparte el vidrioso fervor por las noches blancas de la vida bohemia y trasnochada. Otro círculo amigable es el de los pintores y artistas que Andrés frecuenta prácticamente desde que llegó a México. Además de Manuel Rodríguez Lozano, trata familiarmente a Diego Rivera y a Frida Kahlo, pero sobre todo a Rosa y Miguel Covarrubias, a quienes acompaña en sus viajes al Istmo de Tehuantepec a mediados de los años cuarenta. El libro Mexico South. The Isthmus of the Tehuantepec escrito e ilustrado por éste en 1946, se compuso en el aire movido por esos viajes.

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Aunque no es historiador de profesión, el gusano de la memoria —y sobre todo de la memoria patria— pica y corroe a Henestrosa. Lee infatigablemente a Benito Juárez y en 1944 compone una antología intitulada Flor y látigo, armada con frases y aforismos entresacados de la prosa del Benemérito. Años después publicará por invitación de Antonio Carrillo Flores el libro Los caminos de Juárez (1970). Como Juárez mismo, Andrés Henestrosa es un indio orgulloso de serlo y un mestizo criado en el conocimiento de la gran literatura hispánica. Confluyen en su memoria, las memorias de varias ciudades: Juchitán, Oaxaca, México, Veracruz, Madrid, Nueva York, Nueva Orleáns, La Habana —que visitará al final de su vida— entre otras.

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VII

Varios momentos clave discierno en la primera mitad de la vida de Andrés Henestrosa: la salida de Juchitán hacia México a fines de 1922, que significa el dejar ahí sola a su señora madre y gran amiga, Tina Man, quien es la primera en empujarlo a irse en busca de su destino. Luego, la publicación en 1929 de Los hombres que dispersó la danza y, en 1940, la boda de Andrés Henestrosa con Alfa Ríos en Juchitán. Esta fiesta es una de las páginas más ricas en la vida de Andrés Henestrosa y en la de la literatura mexicana. La ceremonia fue objeto de varias crónicas que ensayan apresar el fasto entre arcaico y oriental, entre primitivo y refinado, como en un cuento de Las mil y una noches, que impregnó el ambiente. Agustín Yánez en Espejismo de Juchitán y Luis Cardoza y Aragón, entre otros, han sabido evocar con generosidad esa hora nupcial donde el sur mexicano cobra un aire de oriente, como dice Agustín Yáñez.

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Otro momento culminante en la primera parte de la biografía intelectual de Andrés Henestrosa es el de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1964. El tema de su discurso es singular y sintomático: “Los hispanismos en el idioma zapoteco”, discurso que es un alarde de conocimiento profundo de los pliegues y repliegues de que está hecha la identidad cultural y lingüística mexicana. Al mismo tiempo, el discurso representa un adelanto del proyecto que en adelante desvelará a Henestrosa: la redacción de un vocabulario zapoteco-español / español-zapoteco que no se había hecho desde tiempos de la Colonia con Fray Juan de Córdoba y que es la gran obra léxicográfica en la cual trabaja desde hace años este devorador infatigable.

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VIII

Jubiloso juglar, alegre y dicharachero, grano de sal que fertiliza la tierra de la fiesta, el legendario y centenario Henestrosa ha escrito poemas, canciones y corridos. Si bien la mayoría de las antologías poéticas no han sabido incluir sus versos, la tradición popular no ha sido tan distraída y existen numerosas interpretaciones de sus poemas musicados como “La Martiniana”, “La Paulina”, “La Vicenta”, “La Ixhuateca”, “Las juchitecas: oro, coral y bambú”, “La Llorona” interpretados, entre otros, por Álvaro Guerra, el Trío Montalbán, Tehua, Susana Harp, Georgina Meneses, Lila Downs, quienes espontáneamente han dado voz y música a la palabra lírica del escritor oaxaqueño. No es Henestrosa una excepción: en el país istmeño de donde él viene; los sones tradicionales suelen ser pescados al vuelo en la red verbal del trovador que sabe improvisar en el fuego manso de las fiestas. Como la hierba entre las lajas del camino, la palabra de Henestrosa ha sabido florecer entre las piedras del canto haciéndose eco a la par culto y popular; pero como querían los tres Machados —padre e hijos— al fin prístino y limpio.

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IX

La labor de Andrés Henestrosa como periodista y cronista es notable y aun abrumadora. Ha escrito más de veinte mil artículos y ha sostenido columnas y secciones como “Alacena de minucias”, “Reloj literario”, “Divagar” en diarios como Novedades, Excélsior, El Universal, El Día, El popular, unomásuno, entre otros medios. “Cuando se publique —escribe Mauricio Magdaleno, en el prólogo a Cartas autobiográficas— lo que Henestrosa ha escrito, habrá que darse tiempo —y mucho— para leerlo. Su producción en el periódico alcanza un área espacial que, cuando se ordene y publique, llenará muchos y fornidos volúmenes de indagación mexicana del siglo XIX, sobre todo por lo que toca a hombres y a los sucesos de esta etapa en que el país forjó su muerte”.

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Esta labor de periodista está ligada a su tarea como editor y bibliófilo. No sólo ha dirigido y fundado revistas o colecciones como Neza, Didza, Las letras patrias, Mar abierto, El libro y el pueblo. Como editor ha hecho posible la serie de Bibliófilos oaxaqueños, la Colección Mar Abierto y los libros del Fondo Bruno Pagliai.

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Estas tareas de erudición, bibliofilia e historia lo han llevado a ser uno de los escritores mexicanos que con mayor profundidad y conciencia conocen y dominan la memoria mexicana de la cual es portador y depositario. Es cierto que Andrés Henestrosa ha recibido numerosos reconocimientos, pero lo es más que las tareas de su curiosidad como escritor e historiador de nuestras letras —mexicanas, hispanoamericanas, zapotecas— están por descubrirse y sistematizarse.

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X

Gracias a su esposa Alfa Ríos —una hija del Istmo, nativa de Juchitán—, Henestrosa logra establecerse a partir de 1940 como un escritor asiduo de los periódicos, un profesor puntual de literatura mexicana e hispanoamericana y un conviviente generoso y genial que sabe animar con su humor, a veces blanco, a veces cruel, la vasta noche mexicana. Alfa sería compañera de aventuras y seguro de vida, punto de apoyo, señora de la casa poblada de libros innumerables, cuadros y ecos y huellas de amigos entrañables como Miguel Covarrubias y Pablo Neruda. El territorio de Alfa y Andrés se amplía y afirma cuando en 1941 viene al mundo Cibeles Henestrosa Ríos, la hija única de ambos, quien se ocupará del escritor una vez fallecida su madre.

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Orador talentoso, dotado de una rara capacidad de improvisación y articulación, dueño de ingenio y de una dicción nítida e impecable, en 1946 Andrés Henestrosa de afilia al PRI. Dirige el departamento de Literatura del INBA de 1952 a 1958. Es diputado federal de 1958 a 1961 y de 1964 a 1967. Hace su campaña política en Oaxaca y la mayoría de las veces se dirige a los indígenas en lengua zapoteca —la única que muchos entienden.

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Cuando se afilia al PRI, al parecer un grupo de amigos le pide explicaciones al escritor que se asumía como progresista y, por así decir, de izquierdas. Recuérdese que Henestrosa dirigió en sus primeros tiempos el Boletín cultural editado por la Embajada Soviética en México. La carta dirigida a Griselda Álvarez —amiga de aquellos días en los cuales Juan Rejano dirigía el suplemento literario de El Nacional— sobre Los cuatro abuelos es algo más que una respuesta a esas exigencias. Representa un esfuerzo por pasar en limpio y lavar el cristal enterrado de la más profunda historia personal y, al buscar dar la cara, no puede menos que desdoblarse y escrutar de su propio destino en el semblante de sus cuatro abuelos. Cristina Pacheco le preguntó alguna vez a Henestrosa: “¿Tú nunca has sido perdedor?”. Y él respondió: “Llegué a la política porque López Mateos me prometió hacerme gobernador de Oaxaca. Había estado en la oposición y de pronto, al aceptar esta oferta, me contradije. Fui el último vasconcelista que se rindió. Mi caso se puede legítimamente explicar porque no tenía techo, ni sopa, ni sábanas. Llegué a la política por una situación independiente de mis méritos.”

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Si en 1929 formó parte del estado mayor vasconcelista, en estos años se integrará al grupo de intelectuales y políticos que llega al poder con Adolfo López Mateos. Es designado senador de la República entre 1982 y 1988. En el orden político a Henestrosa le hubiese gustado realmente ser gobernador de Oaxaca.

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Así lo razonó ante Cristina Pacheco:

—¿Te gustaría ser gobernador de Oaxaca?

—Claro que sí. Ésa iba a ser una culminación en mi vida y en ella pondría mi resto. Creo que una buena administración pública vale más que la mejor novela. Y aquí se juntan, se enfrentan, las dos grandes repúblicas: la literaria y la política. Oaxaca ya no puede más —me dice como si hablara de una mujer que es todas las mujeres y la principal protagonista en las historias de Henestrosa: Martina, su madre—. Ya no puede más. Desde que fui diputado hasta ahora sus problemas se han agravado. Con los años el estado es más pobre, tiene más huérfanos; es decir, más personas que carecen de pan, drenajes, salud, escuelas, caminos. Los últimos gobernadores, salvo excepciones contadas, han saqueado sus arcas. Con lo que cada uno de ellos se llevó se pudieron construir muchos kilómetros de veredas y caminos. En la campaña alfabetizadora, más importante que un libro es un kilómetro de camino; más valioso que un aula es un metro de drenaje porque allá, si tú les das el camino, los indígenas inmediatamente se vuelven bilingües. El problema de Oaxaca no es de alfabeto, sino de economía.

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Y en Oaxaca, como en cualquier parte, en el fondo de todo está la corrupción.

La corrupción conduce al peor de los males; el escepticismo; y a que la gente le tenga miedo al gobierno, a que termine por considerarlo su peor enemigo. La magnitud de la gravedad nos la dio el abstencionismo que imperó en las últimas votaciones. El abstencionismo tiene dos consecuencias negativas: si el ciudadano no conoce a sus gobernantes no puede exigirles; si no los elige, ellos no se sienten apoyados ni obligados a cumplir.

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—¿El PRI te apoyaría para ser gobernador?

—Para eso buscaría el apoyo del pueblo, que siempre está dispuesto a creer si le prometes que no lo robarás. Mira, es tal la necesidad de honestidad administrativa que no hay candidato que no la prometa.

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—¿Cómo sería tu campaña?

—Puestos a soñar, soñemos que la nieve arde… Primero le diría a Oaxaca que se pusiera de pie, que volviera al camino; que su pobreza es sagrada: quienes lleguen hasta ella no irán a administrar su riqueza sino su pobreza. Advertiría que todo servidor público que actuara deshonestamente sería encarcelado y aun cuando devolviera lo robado se lo prohibiría volver a tener cargos públicos. Oaxaca es una tierra maravillosa llena de ríos, de montañas. Dice una vieja canción que Oaxaca “da el oro y la espiga, el mármol y el laurel”. Oaxaca está formada por siete regiones. La mía es la del Istmo: música, danza, ceremonias. Allá hasta los entierros son alegres y el honor llega al punto de que un deudo se siente obligado a llorarle lo mejor posible al muerto.  

Esos puestos le permitirán establecer las condiciones para promover desde ella la llamada Escuela de Pintura de Oaxaca, movimiento informal que terminará teniendo resonancias políticas con la Coalición Obrera Campesina Estudiantil del Istmo (COCEI), organización política que abogará por la defensa de los indígenas y de su patrimonio.

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En 1992 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes; en 1993, la medalla Belisario Domínguez que le otorga el Senado de la República, y la Medalla al Mérito Benito Juárez, entre muchos premios, reconocimientos y galardones. En 2001, Andrés Henestrosa entrega a la ciudad de Oaxaca su vasta biblioteca —unos cuarenta mil volúmenes— con el apoyo del banquero Alfredo Harp Helú 

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Castañón. Poeta, ensayista y editor.

Autor, entre otros libros, de Nada mexicano me es ajeno (UACM, 2005).  

Articulo. El Universal.mx.com, Confabulario, 18/11/2006

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4 comentarios

Ma. Cristina Bañuelos Reyes. -

Me complace haber encontrado una información tan rica y con tantas precisiones en torno a Andrés Henestrosa. Su vida es muy interesante y ejemplar. Los investigadores como Adolfo Castañón deberían de hacer una obra biográfica sobre los escritores de la primera mitad del siglo XX,que tanto promovieron la cultura, porque son materiales a los que no se accede con facilidad. Muchas gracias.

Nora -

Bellísima narración, es como estar en el escenario y disfrutar de la sencillez de esa vida, de la natural forma de ser de Andrés Henestrosa quien en todo lugar siempre se mostró con su propia personalidad expresando lo que en su pensamiento existía.

Felicidades por este excelente texto.

Lizandro -

He intentado hacer varios comentarios acerca de esta publicación que me parece maravillosa pero tu blog es un poco complicado para aceptar comentarios.. Ojala este si te llegue, y gracias por compartirnos algo tan bueno como esta publicación de Confabulario.

Lizandro -

Gracias por compartirtos un poco de arte en medio de tanto vacío. He visto muchas cosas citadas de esta publicación llamada Confabulario y me hen parecido maravillosas, es dónde lo encuentro.