Fernando SAVATER
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La tormenta de las ideas
Por Fernando Savater
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Reconozcamos que cuando leyó la noticia de su muerte en el famoso ensayo de Francis Fukuyama, la historia podría haberle contestado a este funcionario lo mismo que Mark Twain al periódico en que apareció anticipadamente su necrológica: "Estoy en posición de asegurarle que se trata de una exageración". Porque en las casi dos décadas transcurridas después de la caída del muro de Berlín y la convulsión mundial de aquellos días, ni ha dejado de haber acontecimientos que siguen siendo tan históricos como siempre han solido ni el vaivén ideológico se ha detenido un solo instante. Este último, en particular, prosigue a un ritmo impresionante, pues no en vano estamos en una sociedad de consumo sin tregua que devora a través de la mediología global invenciones e imágenes con mayor avidez todavía que ningún otro producto del mercado. Y como ruido de fondo, las lamentaciones ahora sin muro de quienes tratan de convencernos de que ya no se piensa, ni se escribe, ni se innova, ni se pinta, ni se filma, ni... etcétera. Todo fluye: de la modernidad liquidada a la modernidad líquida.
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Esta tormenta ideológica tiene características paradójicas y encontradas. Cuando cayó el paredón que separaba desde tanto tiempo atrás a los adversarios de la guerra fría, se derrumbaron supuestamente también los perfiles más rocosos de las Ideas mayúsculas opuestas. Lyotard explicó a los niños que los Grandes Relatos con que nuestras mayores nos acunaban por las noches para que tuviésemos pesadillas se habían extinguido. Comenzaba la posmodernidad, irónica y aliviada de rigideces maniqueas, un territorio desgravado como las tiendas tax-free de los aeropuertos en el que la Verdad había sido destronada como reina absoluta -"¡que le corten la cabeza!"- y sustituida por la presidencia democrática y al alcance de todos los presupuestos de la Interpretación. El pensamiento se debilitaba y aprendía a coexistir, porque más vale maña que fuerza: purificadas de sus inquisiciones, las creencias religiosas se hicieron hermeneúticamente compatibles con unas líneas de pensamiento científico igualmente pragmáticas y tampoco avasalladoras. Gorbachov y después el espirituoso Yeltsin sucedieron a Breznev, Reagan regresó al rancho y llegó Clinton, los comisarios marxistas y los rígidos positivistas desaparecieron en el paisaje para dar paso a Richard Rorty y Gianni Vattimo...
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Pero la tregua de truculencias
ha durado poco. Antes de que nos diera tiempo a acostumbrarnos a la suavidad posmoderna, comprendimos que el pensamiento débil debería hacer gimnasia si quería subsistir. Desde Oriente regresó al galope la Religión, con una fuerza exterminadora y terrible -derribando las más altas torres- que nos remonta a odios teológicos de siglos pasados. El país más poderoso del mundo alienta también fundamentalismos que amenazan convertirle en una hipertrofiada teocracia de perfiles puritanos y belicosos: las campañas presidenciales que han llevado a la Casa Blanca a un personaje inequívocamente pre-posmoderno como George Bush Jr. se basan en temas tan rancios como las llamadas tres "G": God, gays and guns, o sea la parroquia, las buenas costumbres y la mano dura. Incluso Europa, de la que se nos dijo que por la vía del cristianismo había ido saliendo poco a poco de la religión, regresa a un discurso según el cual reivindicar nuestras raíces y nuestros valores vuelve a consistir en recuperar el dogma y aborrecer de la insípida laicidad. Según aseguran los expertos y tememos los incrédulos, Dios se está tomando su revancha.
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Acosados por chamanes de tan
diversas mitologías, los partidarios de la ciencia la convierten de nuevo en un arma ideológica y filosófica de destrucción masiva... aunque por fortuna a diferencia de otras, sólo aplicada a las creencias y no a los creyentes. Se recupera a Darwin y se desmonta por medio de la evolución el providencialismo teleológico del que parten todos los clérigos: no hay más que ver cómo se debaten contra El origen de las especies los telepredicadores yanquis y algunos de sus imitadores europeos, oponiéndole un creacionismo con estudios primarios al que llaman Diseño Inteligente. Pero la psicología evolutiva y su escuadrón científico va más allá, recuperando otra idea fuerte, descartada a mediados del siglo pasado por historicistas y antropólogos: nada menos que la Naturaleza Humana, cuyos condicionamientos genéticos la distinguen netamente de la tábula rasa de antaño (en la cual podía escribirse sin condiciones cualquier bendición o blasfemia) y sirven para marcar límites inquietantes a las posibilidades educativas e incluso a la igualdad de hecho -la de derecho la seguimos suponiendo inalienable- entre los seres humanos.
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Rodeada de clamores de aborrecimiento y de alguna que otra sobria declaración de forzoso amor, la idea más jaleada en las últimas décadas es la de Globalización. Aunque ahora se vincula principalmente a la maximización especulativa de beneficios y a la deslocalización de empresas, su origen se remonta muy atrás, tanto al menos como el término "católico" y la idea entre kantiana e imperial de universalismo. Hoy, la globalización no es ni más ni menos que la consecuencia general de la hipertrofia de los medios de comunicación y los medios de transporte. Casi todos sus infinitos adversarios deploran que en su defensa se alza el llamado Pensamiento Único, lo cual no deja de ser paradójico porque no hace falta ser suscriptor de Le Monde Diplomatique para advertir que si algo resulta unánime es el antagonismo contra ella. Este coro hostil recibe el nombre bobalicón de "antiglobalización" o el más ajustado de "altermundismo": los críticos de esta última escuela no se oponen a la globalización en sí -probablemente tan inevitable y asentada en el desarrollo científico como la electricidad- sino a la deriva que sigue actualmente en manos de los jerifaltes capitalistas, porque uno puede ser partidario de la electricidad... sin considerar beneficiosa o tan siquiera necesaria la silla eléctrica.El mundo funciona globalmente, pero cada vez alienta más fantasmas particularistas: otra de las ideas que no cesa de crecer, como el invasor extraterrestre en la nave de Alien, es la Identidad. Tener identidad, como bien ha dicho Amartya Sen, es tener la ilusión de un destino: simplifica nuestras opciones y encamina moralmente lo que podemos hacer, lo que debemos prohibir y las compañías que nos favorecen o perjudican. Cuando la identidad es benévola, se multiplica y sobre todo se somete a nuestra elección, no a la imposición forzosa de una comunidad que nos explica... incluso ante nosotros mismos. Pero las identidades se vuelven asesinas cuando quieren ser exclusivas (sólo nuestras), excluyentes (sólo una cuenta, generalmente la religiosa) y reduccionistas (contestan a todas nuestras preguntas: éticas, estéticas, políticas, etcétera). Los creyentes en estos peligrosos espectros identitarios -a los que dan el nombre fervoroso e indocumentado de "civilizaciones"- son de dos clases: alarmistas, que arengan contra el "choque de Civilizaciones", y beatos, que preconizan su "alianza". En semejante oleaje, los mestizos étnicos e ideológicos de toda laya -es decir, la sal y única esperanza de nuestro atribulado planeta- combaten contra las comunidades obligatorias y si se les arrincona confiesan valientemente: "yo no soy de los nuestros".
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No, el vaivén de las Ideas no ce
sa ni se amortigua. Al contrario, la web y sus blogs innumerables lo han acelerado hasta lo vertiginoso. Como cualquiera puede colgar sus criterios o dicterios en la red, hay una generación que supone que todos valen por igual. La necesidad de argumentar las opiniones es vista como una especie de culpable elitismo: tengo tanto derecho como cualquiera a decir lo que pienso... pero nadie puede exigirme que lo fundamente, eso queda para los empollones o los que quieren comernos el coco. Cada día pueden nacer cien fórmulas distintas para designar una broma sociológica o un capricho estético, interesantes sólo momentáneamente por razones comerciales en el gran Mercado electrónico. Y apenas es imaginable guardar un instante para escuchar a Marco Aurelio, que nunca tuvo mail, cuando dice: "Quien ha visto desde el alba a la noche un día del hombre, los ha visto todos".
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Babelia - Nov.2006
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